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sábado, 16 de noviembre de 2019

De la impotencia neoliberal a la resistencia y denuncia en América Latina



La glaciación neoliberal que afecta al mundo en general y a América Latina en particular comienza a erosionarse ante las primeras expresiones de calor social con movilizaciones, protestas y búsquedas incipientes de alternativas. En algunos casos de manera impetuosa, masiva y disruptiva. En otros con tibias reacciones al interior del propio dispositivo de poder político y electoral. La dirección no es unívoca. En Bolivia y Uruguay los progresismos sufrieron caídas notables de sus adhesiones históricas aunque manteniendo cierto nivel de movilización, mientras en Ecuador y Chile los levantamientos y revueltas recientes y actuales superan sus propios antecedentes históricos e insinúan un horizonte insurreccional apasionante. En Uruguay queda aún un esfuerzo titánico por lograr el incremento de la capacidad de movilización, persuasión y denuncia sin el cual será imposible recuperar el enorme terreno perdido en materia de apego electoral para el próximo ballotage del 24 de noviembre. De México a Argentina, López Obrador y Alberto Fernández atisban a zurcir con un tibio hilo de dudosa resistencia los primeros remiendos de una unidad latinoamericana, económica y políticamente despedazada por la erosión glaciar del mercado sobre el humus estatal y sus potencias mitigadoras del salvajismo desigualitario. De conjunto, asistimos a momentos de transformación de aún inciertas desembocaduras y desiguales escenarios.

Sin duda nos llamará la atención entre todas las expresiones sociales de resistencia, la chilena, ya que conmueve no sólo por su magnitud, persistencia y extensión, sino por la criminal respuesta de las fuerzas represivas comandadas por el confeso asesino Piñera quien le declaró la guerra a su pueblo, al que luego dice escuchar y entender. Al menos 25 muertos, centenares de heridos y miles de detenidos y torturados se han cobrado hasta ahora las directivas de esta bestia. Pero además de semejantes características dramáticas, es particularmente notorio que las movilizaciones populares carecen de instituciones políticas, sociales o sindicales que direccionen y organicen las manifestaciones, adquiriendo un tono espontáneo, aunque no exento de antecedentes parciales, desde étnicos, estudiantiles y populares. Los que sin embargo, en general, no produjeron, ni producen hasta aquí construcciones político-partidarias alternativas, con el consecuente riesgo de desgaste aunque estimule la expectativa de superación de las miserables opciones institucionales.
La llamada clase política en su conjunto -y los resultados de tres décadas de arrasamiento mercantil- parece ser el sujeto excluyente de la furia popular. Algo muy similar a la insurrección argentina de diciembre de 2001 cuya consigna generalizada fue entonces “que se vayan todos”. Tanto en aquella Argentina como en el Chile actual, la preocupación prioritaria estaba centrada en la esfera económica y social, mucho más aún que en la política. Pero en ausencia de representaciones y liderazgos para la masa movilizada, el pasaje hacia formas de reflexión y prácticas de autoorganización y autogestión, comienzan a emerger. Particularmente en Chile, a través de la demanda de una nueva constitución que sustituya a la de la dictadura pinochetista -muy parcialmente emparchada- del ´83.
No considero incompatibles o contradictorias estas dos dimensiones. Por el contrario, las concepciones reduccionistas que sitúan a las esferas política, jurídica o cultural como mero reflejo de la base económica, no sólo empobrecen la mirada social sino que además aherrojan los cambios potenciales en la jaula de la representación profesionalizada, dejando a los afectados a merced de las decisiones tomadas a sus espaldas.
No es casual que en esta ocasión se haya vuelto a recurrir al golpe de las cacerolas como en las protestas que se iniciaron en mayo del ´83 contra la dictadura y se acompañaron casi mensualmente de algunas marchas incipientes que, como ahora, fueron reprimidas con saldo de decenas de muertos, heridos y detenidos. Si bien el cacerolazo no es la expresión más visualmente vigorosa de la palabra cívica contenida y asordinada, resulta un umbral importante de superación de la atomización ciudadana, de las formas crecientes vida solitaria en multitud, como para comenzar a superarse en el mutuo reconocimiento y ánimo de empoderamiento. Un modo que en Argentina y Chile permitieron y -permiten hoy al oeste de Los Andes- encontrar un primer rumbo y derrotero, desde los umbrales a las aceras, desde las calles a las plazas y desde las esquinas hacia las avenidas. Que cerca de 2 millones de ciudadanos de las más diversas franjas etarias e intereses personales hayan ocupados las plazas de las principales ciudades de un país de apenas 18 millones de habitantes es un acontecimiento de relevancia histórica y sociológica inigualable. Como mínimo conlleva la superación del miedo ante la represión y la inseguridad de las condiciones de subsistencia que constituyen los principales dispositivos psíquicos de la aquiescencia y pasividad ciudadana.
El “oasis” que Piñera autodefinió y que con otras adjetivaciones orientan las políticas vigentes de Macri, Bolsonaro o las eventualmente futuras de Lacalle Pou en caso de que el Frente Amplio uruguayo no logre la epopeya de la segunda vuelta, va exhibiendo en todo el continente el desagote del manantial y las inevitables consecuencias de la desertificación económica y social.
Reiteraré que no concibo contradicción alguna entre los esfuerzos expositivos de acentuación de las grandes conquistas que el pueblo uruguayo (el único sudamericano que este año tiene aún por definir su futuro formalmente político) con la exposición del horroroso tendal de víctimas que dejan las topadoras de la derecha, tras su paso por el poder político.
No hay motivo de renuncia a la denuncia.

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