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lunes, 25 de noviembre de 2019

El péndulo de Thatcher



La herencia política de Margaret Thatcher ha sido larga y relevante. Representa un modo de pensar y de gobernar que caló en la política y la sociedad británicas y se expandió más allá, junto con el proceso de la globalización de las tres últimas décadas.
Fue primera ministra entre 1979 y 1990, periodo en el que se fraguó una forma de concebir a la sociedad que, con distintas gradaciones, prevaleció desde entonces en gobiernos tories y laboristas.
Se manifestó como modelo político e ideológico anglosajón, que del otro lado del Atlántico tuvo como eje la figura de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989. En ese último año de su administración se aglutinó la visión conservadora dominante en el llamado Consenso de Washington, avalado en su esencia por demócratas y republicanos.
De manera esquemática, el thatcherismo se asocia directamente con la preminencia del libre mercado y la exigencia de un Estado pequeño que interfiera lo menos posible en la vida de la gente, que según ella misma planteó, literalmente, debe elegir qué hacer, asumir sus responsabilidades y no esperar que los problemas sean resueltos por el gobierno.
Las políticas públicas privilegiaron la reducción de impuestos, la privatización de empresas públicas y la restricción de la actividad de los sindicatos.
Hay diversas influencias intelectuales asociadas con esa postura. Referencias usuales son la obra de Friedrich Hayek, Camino de servidumbre, y la teoría monetarista de Milton Friedman. Se señala también el tipo de individualismo propuesto por Ayn Rand, por ejemplo, en la novela El manantial.
Thatcher tenía una concepción particular de lo que es la sociedad, que la llevó incluso a afirmar que no existe tal cosa como la sociedad (conviene leer la idea en el contexto en que fue expuesta https://blogs.spectator.co.uk/2013/04/ margaret-thatcher-in-quotes/ ).
Las repercusiones de las políticas de Thatcher y la coincidencia con el gobierno de Ronald Reagan derivaron en lo que hoy comúnmente llamamos neoliberalismo, cuestionado desde diversos frentes, pero aún vivo y coleando.
En Gran Bretaña el escenario político de los últimos tres años ha estado dominado por el Brexit. El proceso ha llevado ahora a nuevas elecciones parlamentarias y el espectro de Thatcher está presente, aunque sea tras bambalinas.
El regreso del péndulo puede advertirse en la propuesta electoral del Partido Laborista que se denomina Es tiempo para un cambio real y Corbyn, jefe del partido y candidato a primer ministro, lo contempla como un “manifiesto lleno de medidas populares que el establishment político ha bloqueado durante una generación”.
La base del programa es un gran incremento en la inversión pública financiado por medio de mayores impuestos. En ese terreno no hay mucho espacio para otra cosa.
Pero además de las medidas enfocadas a una redistribución del ingreso incluye un aspecto patrimonial asociado con la privatización de diversas actividades económicas, como el servicio postal y el transporte ferroviario.
De Thatcher a las propuestas de Corbyn hay un desplazamiento de regreso.
Ambos aspectos, el redistributivo y el patrimonial, parecen indicar los extremos en los que se mueve el capitalismo y son la referencia de muchas contradicciones que hoy sobresalen en materia económica. Este es un asunto que amerita una discusión seria en todas partes.
En todo caso, la situación plantea la creciente reacción que se extiende por muchas partes ante las precarias condiciones sociales prevalecientes. Estas reacciones se han precipitado de modo muy notorio en semanas recientes en América Latina.
La fachada del régimen político y económico de Chile, aún enmarcado en el legado de Pinochet, se resquebraja en las calles con las manifestaciones airadas y persistentes de miles de jóvenes que demandan un cambio. La izquierda de la Concertación, que gobernó dos décadas seguidas, no consiguió consolidar un nuevo modelo social que ahora, en el segundo gobierno de Piñera, está en una profunda crisis que no sabe cómo agarrar.
En Colombia, la gente está también en las calles. Demanda cambios sociales profundos, en una situación en la que se acumula un fuerte deterioro social. En ambos casos es llamativa la sorpresa que ha provocado en los gobiernos en turno de Piñera y Duque.
El Estado es imprescindible en el capitalismo. Puede serlo para alentar mecanismos que acrecientan la cohesión social y atemperar la inequidad económica.
Puede ser también para crear estructuras más rígidas de poder, como ocurrió con la gestión de la crisis financiera de 2008, que preservó las distorsiones que la provocaron y 10 años después exhibe sus contradicciones.
No hay ninguna panacea en la relación del Estado y los individuos, sino más bien una serie de mediaciones que delimitan la relación que hay entre ambos.
Esto entraña un dilema entre la insoslayable obligación que tenemos como individuos de mantener nuestra autonomía moral frente a la autoridad del Estado, lo que hace de su legitimidad moral una imposibilidad.

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