León Bendesky
La herencia política de Margaret
Thatcher ha sido larga y relevante. Representa un modo de pensar y de
gobernar que caló en la política y la sociedad británicas y se expandió
más allá, junto con el proceso de la globalización de las tres últimas
décadas.
Fue primera ministra entre 1979 y 1990, periodo en el que se fraguó
una forma de concebir a la sociedad que, con distintas gradaciones,
prevaleció desde entonces en gobiernos tories y laboristas.
Se manifestó como modelo político e ideológico anglosajón, que del
otro lado del Atlántico tuvo como eje la figura de Ronald Reagan,
presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989. En ese último año de su
administración se aglutinó la visión conservadora dominante en el
llamado Consenso de Washington, avalado en su esencia por demócratas y
republicanos.
De manera esquemática, el thatcherismo se asocia directamente con la
preminencia del libre mercado y la exigencia de un Estado pequeño que
interfiera lo menos posible en la vida de la gente, que según ella misma
planteó, literalmente, debe elegir qué hacer, asumir sus
responsabilidades y no esperar que los problemas sean resueltos por el
gobierno.
Las políticas públicas privilegiaron la reducción de impuestos, la
privatización de empresas públicas y la restricción de la actividad de
los sindicatos.
Hay diversas influencias intelectuales asociadas con esa postura. Referencias usuales son la obra de Friedrich Hayek, Camino de servidumbre,
y la teoría monetarista de Milton Friedman. Se señala también el tipo
de individualismo propuesto por Ayn Rand, por ejemplo, en la novela El manantial.
Thatcher tenía una concepción particular de lo que es la sociedad, que la llevó incluso a afirmar que
no existe tal cosa como la sociedad(conviene leer la idea en el contexto en que fue expuesta https://blogs.spectator.co.uk/2013/04/ margaret-thatcher-in-quotes/ ).
Las repercusiones de las políticas de Thatcher y la coincidencia con
el gobierno de Ronald Reagan derivaron en lo que hoy comúnmente llamamos
neoliberalismo, cuestionado desde diversos frentes, pero aún vivo y
coleando.
En Gran Bretaña el escenario político de los últimos tres años ha estado dominado por el Brexit.
El proceso ha llevado ahora a nuevas elecciones parlamentarias y el
espectro de Thatcher está presente, aunque sea tras bambalinas.
El regreso del péndulo puede advertirse en la propuesta electoral del Partido Laborista que se denomina
Es tiempo para un cambio realy Corbyn, jefe del partido y candidato a primer ministro, lo contempla como un “manifiesto lleno de medidas populares que el establishment político ha bloqueado durante una generación”.
La base del programa es un gran incremento en la inversión pública
financiado por medio de mayores impuestos. En ese terreno no hay mucho
espacio para otra cosa.
Pero además de las medidas enfocadas a una redistribución del ingreso
incluye un aspecto patrimonial asociado con la privatización de
diversas actividades económicas, como el servicio postal y el transporte
ferroviario.
De Thatcher a las propuestas de Corbyn hay un desplazamiento de regreso.
Ambos aspectos, el redistributivo y el patrimonial, parecen indicar
los extremos en los que se mueve el capitalismo y son la referencia de
muchas contradicciones que hoy sobresalen en materia económica. Este es
un asunto que amerita una discusión seria en todas partes.
En todo caso, la situación plantea la creciente reacción que se
extiende por muchas partes ante las precarias condiciones sociales
prevalecientes. Estas reacciones se han precipitado de modo muy notorio
en semanas recientes en América Latina.
La fachada del régimen político y económico de Chile, aún enmarcado
en el legado de Pinochet, se resquebraja en las calles con las
manifestaciones airadas y persistentes de miles de jóvenes que demandan
un cambio. La izquierda de la Concertación, que gobernó dos décadas
seguidas, no consiguió consolidar un nuevo modelo social que ahora, en
el segundo gobierno de Piñera, está en una profunda crisis que no sabe
cómo agarrar.
En Colombia, la gente está también en las calles. Demanda cambios
sociales profundos, en una situación en la que se acumula un fuerte
deterioro social. En ambos casos es llamativa la sorpresa que ha
provocado en los gobiernos en turno de Piñera y Duque.
El Estado es imprescindible en el capitalismo. Puede serlo para
alentar mecanismos que acrecientan la cohesión social y atemperar la
inequidad económica.
Puede ser también para crear estructuras más rígidas de poder, como
ocurrió con la gestión de la crisis financiera de 2008, que preservó las
distorsiones que la provocaron y 10 años después exhibe sus
contradicciones.
No hay ninguna panacea en la relación del Estado y los individuos,
sino más bien una serie de mediaciones que delimitan la relación que hay
entre ambos.
Esto entraña un dilema entre la insoslayable obligación que tenemos
como individuos de mantener nuestra autonomía moral frente a la
autoridad del Estado, lo que hace de su legitimidad moral una
imposibilidad.
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