El trágico golpe de
Estado en Bolivia me apartó momentáneamente del cuidadoso seguimiento
que venía haciendo de la heroica lucha del pueblo chileno por darse una
constitución democrática y decididamente pospinochetista y por construir
una sociedad justa e igualitaria. Proseguí pese a ello consultando las
fuentes y conversando y chateando con muchas compañeras y compañeros de
Chile, pero la masacre en curso en Bolivia y la escandalosa defección de
una parte significativa de la intelectualidad “progre” de ese país y de
Latinoamérica -que con su silencio o con su explícitas declaraciones
respaldó el golpe de Estado de los lacayos del imperio- absorbieron gran
parte de mi tiempo y de mis energías. Hoy, próximo a cumplirse un mes
del inicio de las grandes movilizaciones populares que abrieron para
siempre “las grandes alamedas” con las que soñara Salvador Allende
retomo ese escrito a medio terminar y que tiene por objeto examinar la
perplejidad de la derecha, en la pluma de su vocero mayor, Mario Vargas
Llosa, ante el furioso despertar del pueblo chileno[1]. Y, de paso,
hacer públicas las dudas que me genera el “acuerdo” logrado, a puertas
cerradas entre el Gobierno y la partidocracia, para poner fin a las
protestas populares, restablecer la “paz social” (es decir, desmovilizar
a la población) y avanzar hacia la creación de una nueva constitución.
En
relación al estallido social chileno hay que comenzar señalando su
carácter realmente excepcional (por lo inesperado y arrollador) y ante
el cual un maestro consumado en el manejo del lenguaje como el novelista
peruano se quedó sin palabras, estupefacto, atónito. A la hora de
caracterizar lo ocurrido sólo atina a confesar que está en presencia de
un hecho misterioso, enigmático, sorprendente. Es comprensible: la
súbita toma de conciencia y la extraordinaria movilización de chilenas y
chilenos fue un cañonazo político mortal que destruyó los vistosos
artificios propagandísticos del “modelo chileno” y del cual Vargas Llosa
fue su principal y más eficaz apologista durante décadas. Pero ahora no
encuentra palabras para explicar lo que para él es un “enigma
sorprendente”. No debería llamarnos la atención tamaña perplejidad
cuando se observa el rudimentario instrumental teórico y metodológico
del que dispone y que sólo le permite acceder a una comprensión muy
superficial de los procesos históricos. A diferencia de los notables
recursos con que cuenta para sus ficciones, a la hora de internarse en
el análisis de la realidad sus herramientas conceptuales son un
revoltijo de los clichés más convencionales del pensamiento burgués,
forjados y difundidos masivamente desde la segunda posguerra hasta
nuestros días.
Un pensamiento conservador y
colonial, fervorosamente capitalista, rabiosamente anticomunista y
crítico de cualquier proceso social que se aparte de la defensa
irrestricta del orden social burgués o que insinúe una crítica a la
sociedad norteamericana, sus instituciones, valores y políticas. Víctima
de esta obtusa cosmovisión el capitalismo es concebido como el remate
virtuoso de la naturaleza esencialmente egoísta y adquisitiva del ser
humano, y por lo tanto someterlo a discusión es tan fútil como insensato
sería tratar de persuadir a un pez de que demasiada agua podría ser
lesiva para su salud. El imperialismo es una palabra prohibida y su
existencia negada apriorísticamente: lo que hay es un mundo globalizado
en el cual, al decir de Henry Kissinger, “Honduras depende de las
computadoras de Estados Unidos tanto como éste de las bananas
hondureñas”. Huelgan los comentarios sobre este célebre aforismo del
criminal de guerra. Y de la lucha de clases y su papel como fuerza
motriz de la historia no se puede ni hablar, como tampoco se admitiría
considerar la naturaleza clasista del Estado. ¿Cómo comprender la
realidad sin contar con estas categorías teóricas?
Víctima
de estas insanables limitaciones la lectura que el novelista peruano
hace de la insurrección popular chilena -que ya se prolonga por cuatro
semanas- tenía que resultar lo que fue: una torpe simplificación en
donde un pueblo, y no sólo las capas medias como él dice, se rebela y
enfrenta un feroz aparato represivo que al momento de escribir estas
líneas había ya ocasionado veintitrés muertos. Según el Instituto
Nacional de Derechos Humanos de ese país al día de hoy, 17 de Noviembre,
los detenidos por los Carabineros ascienden a 6.362 (759 de los cuales
son niños o adolescentes), 2.381 heridos de los cuales 866 fueron
alcanzados por disparos de perdigones y 407 por arma de fuego no
identificada. Se estima que unas 250 personas perdieron un ojo durante
los incidentes [2]. Agréguense a lo anterior decenas de desaparecidos,
de hombres y mujeres violados por las “fuerzas de seguridad” y el
ensañamiento con que los represores les disparaban perdigones y bombas
de gases lacrimógenos a la cara y todo esto, supuestamente… ¡porque el
“régimen” de Sebastián Piñera había decretado un aumento de 30 pesos
(unos 5 centavos de dólares) en la tarifa del metro de Santiago!
Revuelta absolutamente desproporcionada ante la nimiedad del factor
precipitante y aún más incomprensible en la medida en que Vargas Llosa
imagina a Chile como un país “casi” desarrollado, con un elevado ingreso
per cápita, una población que disfruta del pleno empleo y que ha sido
bendecida por la afluencia de inversiones extranjeras. Todo este cúmulo
de bondades se tradujo, según el novelista, en un “desarrollo
extraordinario" y un rápido crecimiento del nivel de vida general de la
población. ¿Cómo explicar pues este estallido social? Se trata de un
“hecho misterioso”, nos dice, que nada tiene que ver con otros
acontecimientos que signaron una “catastrófica quincena” en la cual se
produjo la derrota de Mauricio Macri y el retorno de Cristina en la
política argentina, el “fraude escandaloso en las elecciones bolivianas
que permitirán al demagogo Evo Morales eternizarse en el poder” (otra
calumnia imperdonable) y, poco antes, las “agitaciones revolucionarias
de los indígenas en Ecuador”. Sí se emparenta, en cambio, con la
protesta de los “chalecos amarillos” en Francia: una reacción de una
sociedad inclusiva pero cuyo Estado no logra impedir el aumento de la
desigualdad económica y social. Por eso plantea, erróneamente, que lo de
Chile es “una movilización de clases medias” ajena a las rebeliones
latinoamericanas protagonizadas por quienes “se sienten excluidos del
sistema” (¿no lo están, acaso, con independencia de que adoctrinados por
la ideología dominante no caigan en cuenta de ello?). En Chile,
continúa el novelista, “nadie está excluido del sistema, aunque, desde
luego, la disparidad entre los que tienen y los que apenas comienzan a
tener algo sea grande. Pero esta distancia se ha reducido mucho en los
últimos años”. Es obvio que la afirmación anterior sólo es concebible en
alguien que no tiene la más pálida idea de lo que realmente ha venido
ocurriendo en Chile desde el derrocamiento de Salvador Allende hasta
nuestros días. Decir que en ese país “nadie está excluido del sistema”
revela o bien un notable desconocimiento de los datos más elementales
disponibles en infinidad de estudios y publicaciones que retratan con
elocuencia los alcances de la exclusión económica y social y del gran
aumento de la desigualdad experimentado por Chile, o bien un
empecinamiento ideológico que le impide tomar contacto con el mundo
real. Excluidos son los millones que no tienen acceso a la salud y la
educación públicas o a la seguridad social porque estos antiguos
derechos se convirtieron en costosas mercancías gracias a las políticas
inauguradas por la dictadura del General Pinochet y profundizadas -¡sí,
profundizadas!- por gobiernos como los de la Concertación o de la Nueva
Mayoría que el autor de La Casa Verde considera a “de
izquierda”. Asegura y se equivoca al decir que “en 29 años de democracia
la derecha apenas ha gobernado cinco años y la izquierda -es decir, la
Concertación- 24”.
Es increíble la fuerza que tiene la
ideología para ofuscar la mente de un intelecto privilegiado como el de
nuestro autor y llevarlo a creer que una serie de gobiernos que, repito,
mantuvieron y profundizaron las políticas de Pinochet, puedan ser
caracterizados como “de izquierda”. Así como no percibe los alcances de
la exclusión económica y social existente en Chile y evidente para todos
sus habitantes, que por eso salieron en masivas manifestaciones de
protesta día tras día, tampoco cae en la cuenta de que gobiernos que
privatizaron todo -desde el agua en sus fuentes de origen hasta el
litoral chileno pasando por la salud, la educación, la seguridad social y
el transporte- y que convirtieron al mercado en el árbitro inapelable
de la distribución de la riqueza y que hicieron de su sometimiento a los
dictados de la Casa Blanca la estrella polar de su política exterior
sólo pueden ser caracterizados como de izquierda por un aficionado.
Gobiernos que privatizaron buena parte de la producción del cobre, que
estaba en su totalidad en manos del Estado durante el gobierno de
Salvador Allende y en la actualidad apenas resta el 31 por ciento; que
convirtieron a Chile en uno de los ocho países más desiguales del mundo,
compartiendo ese poco honorable lugar con Ruanda; que produjeron un
fenomenal endeudamiento de los hogares chilenos obligados a pagar por
servicios que antes eran parte constitutiva del contrato social en su
condición de ciudadanos. “La mayoría de quienes apoyan la protesta son
familias trabajadoras para las cuales la vida se ha vuelto cada vez más
cara” –observa un calificado analista de la realidad chilena- “y que
deben soportar vivir en barrios inseguros, trasladarse horas en
condiciones de ganado para llegar al trabajo, usar créditos de consumo
para llegar a fin de mes y hacerse cargo de abuelos con jubilaciones
miserables” [3].
Frente a este demoledor diagnóstico el consejo
del novelista es tan rotundo como absurdo: redoblar la medicina, aunque
esté matando al paciente. Por eso dice que lo peor sería “dar marcha
atrás -como piden algunos enloquecidos que quisieran que Chile
retrocediera hasta volverse una segunda Venezuela- en sus políticas
económicas, sino completar estas y enriquecerlas con reformas en la
educación pública, la salud y las pensiones”. ¿Y esto como se lograría?
¿Apelando a la sensibilidad, al altruismo de quienes han saqueado al
país y su gente durante medio siglo, súbitamente convertidos en buenas
almas democráticas deseosas de establecer la justicia social en la
sociedad que ha caído bajo sus garras? ¿Podrán los lamentos y
exhortaciones de Vargas Llosa obrar el milagro de ablandar el corazón de
quienes conforman el 1 por ciento más rico del país, que se apropia del
26 por ciento del ingreso nacional? La complaciente partidocracia que
ha regentado y coparticipado de este saqueo, ¿abrazará ahora la causa de
una real democratización de la vida chilena abriendo el paso a una
Asamblea Constituyente que siente las bases de un régimen político
genuinamente postpinochetista? ¿Y qué decir de los medios hegemónicos,
que han venido destilando un veneno paralizante y embotador de las
conciencias durante décadas? ¿Se convertirán todos ellos en fervientes
demócratas, ansiosos por fundar un orden basado en la recuperación de
los derechos ciudadanos y en la desmercantilización de la salud, la
educación y la seguridad social, por mencionar tan sólo lo más
elemental? Las respuestas son obvias. Pero es preciso tener en cuenta
que la gran movilización popular está lejos de haber triunfado por
completo. Los reflejos conservadores de una partidocracia que hace
décadas usufructúa del poder a su antojo y de un Gobierno y una
institucionalidad estatal diseñados para frustrar el protagonismo
ciudadano si bien se vieron superados por la crisis fueron capaces en
los últimos días de pergeñar una respuesta tramposa que en apariencia
recoge el clamor de la calle pero que, en su esencia, contiene un
Caballo de Troya que amenaza con frustrar las heroicas jornadas de lucha
y hacer que tanta muerte, dolor y vejaciones puedan haber sido en vano.
En primer lugar, porque se posterga hasta abril del próximo año una
elementalísima consulta popular con dos papeletas (¿quiere usted una
nueva constitución? ¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva
Constitución: Convención Mixta Constitucional o Convención
Constitucional?) que podría realizarse en pocas semanas si existiera la
voluntad política de recoger el mensaje de las multitudinarias y
heteróclitas protestas.
Ante esto varios comentarios:
primero, nótese que la expresión “Asamblea Constituyente” es eliminada
de la comunicación oficial, y esto no por casualidad. La expresión
siempre fue considerada peligrosísima por la dirigencia política chilena
desde hace más de un siglo, y lo actuado por el Gobierno de Piñera y
sus compinches se inscribe en esa misma tradición. Segundo, que tampoco
es casual que se proponga una fórmula “mixta” en donde la “Asamblea
Constituyente” podría estar compuesta por partes iguales por
representantes del voto popular y por los personeros de la corrupta
partidocracia gobernante, causante de la crisis, con lo cual toda
tentativa de cambio profundo sería abortada de inmediato; tercero, que
para una tan elemental consulta ciudadana deba esperarse nada menos que
¡cinco meses!, haciendo posible que en el intertanto el oficialismo y
sus aliados puedan poner en práctica toda clase de tramoyas tendientes a
burlar la voluntad popular. Es en razón de lo anterior, así como del
hecho de que este arreglo pomposamente bautizado como “Acuerdo por la
Paz Social y la Nueva Constitución” haya sido plasmado de espaldas al
pueblo, que el mismo haya sido enfáticamente rechazado por la Unidad
Social, entidad que agrupa a más de 200 organizaciones de base que
estuvieron en las calles y plazas y cuya voz, previsiblemente, no fue
escuchada por el Gobierno y los partidos cómplices de su accionar. Es
preciso reconocer, no obstante, que hubo unos pocos partidos o líneas
dentro de las fuerzas de izquierda (el Partido Comunista, algunas
fracciones del Partido Socialista y del Frente Amplio) que se oponen a
ese arreglo y que, por eso mismo, gozan de un reconocimiento social que
las otras tiendas políticas no tienen. En el documento que fundamenta su
rechazo categórico a aquel engendro “gatopardista”, donde algo cambia
para que todo siga igual, la Unidad Social denuncia el “quórum elevado
que perpetúa el veto de las minorías; la discriminación de menores de 18
años, protagonistas notables de las luchas; no se contempla mecanismo
alguno de participación plurinacional y de paridad de género y, por
último, establece un mecanismo de representación y elección que es
funcional a los partidos políticos, que han sido responsables de la
actual crisis política y social”. Por ello no sorprende el llamado de
ese enorme conglomerado de movimientos sociales a proseguir la lucha con
huelgas y jornadas de protesta para hacer realidad las consignas que
movilizaron durante semanas a millones de chilenas y chilenos. Sin duda
que se ha abierto una ventana de oportunidad, que sería imprudente
despreciar. Es cierto que lo viejo no termina de morir, aunque su muerte
será inevitable más pronto que tarde. El tan afamado “modelo chileno”,
alabado por todo el pensamiento neoliberal y sus agentes (FMI, Banco
Mundial, los grandes medios de comunicación, una abrumadora mayoría de
la colonizada academia, etcétera) como la única vía correcta para salir
del desarrollo y la dictadura yace en ruinas y no habrá poder humano
capaz de resucitarlo. Resta por ver qué es lo que la creatividad, la
conciencia, la capacidad de organización y de lucha de las grandes
mayorías nacionales serán capaces de inventar para dejar definitivamente
atrás una oscura página de la historia chilena.
[1] “El enigma Chileno”, en El País (Madrid) 3 de Noviembre de 2019.
[2] https://www.lagaceta.com.ar/nota/825316/actualidad/chile-muertos-ya-son-23.html
El diario chileno La Nación informa asimismo que Departamento de
Ingeniería Civil Mecánica de la Universidad de Chile determinó que el
material de los perdigones de Carabineros se compone solo de 20% de
caucho y que el resto son minerales o metales de alta dureza, lo que
explica la proliferación de lesiones oculares.
[3] Pablo Ortúzar, “¡Quieren todo gratis!” (Diario Financiero), 8 de Noviembre de 2019.
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