Golpe de Estado en Bolivia, represión a cortejo fúnebre en La Paz
“Puede ser que Somoza sea un hijo de puta, pero es «nuestro» hijo de puta”.
Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos
América
Latina y el África tienen una larga tradición de golpes de Estado. En
otras latitudes del planeta los mismos son raros, muy infrecuentes, o
simplemente no se dan. Cualquiera de ellos, con las diferencias y
particularidades del caso, consiste en la interrupción de la
institucionalidad democrática que fijan las Constituciones de cada país,
reemplazándola por un nuevo orden no sujeto a ningún estado de derecho.
La violencia militar cruda y descarnada hace parte vital de ese
mecanismo.
En el África
subsahariana, en el poco más de medio siglo que tienen sus jóvenes
naciones, se llevan registrados más de 220 golpes de Estado, en todos
los casos llevados a cabo por fuerzas militares. Burkina Faso, Benín y
Nigeria son los que más los han sufrido, con 6 golpes en cada uno de
esos países hasta el año 2001. Dada esa continua inestabilidad política,
producto de lo joven y débil de esas democracias constitucionales
copiadas a las ex metrópolis europeas, la Organización de la Unidad
Africana -OUA- en el año 2000 reaccionó promulgando la Declaración de
Lomé, la cual prohíbe taxativamente en todo el continente los cambios
inconstitucionales de gobierno. Dicha declaración fue recogida en el año
2007 por la Unión Africana en la “Carta Africana sobre Democracia,
Elecciones y Gobernabilidad”. Es por eso que los golpes de Estado más
recientes, que tuvieron lugar luego de esa fecha, como los ocurridos en
Guinea (2008), Madagascar (2009), Níger (2010), República Centroafricana
(2013) y Burkina Faso (2015), no fueron reconocidos por el organismo
regional, suspendiéndoseles del mismo y obligándoseles al retorno al
marco constitucional.
En
muchos de esos alzamientos militares estuvo presente la influencia de
las ex potencias imperialistas de Europa, básicamente Gran Bretaña y
Francia, que siglos atrás habían invadido el territorio africano,
dividiéndolo artificialmente en lo que hoy son estas jóvenes repúblicas.
Los continuos golpes de Estado de estas pocas décadas transcurridas
desde su liberación -alrededor de 1960- evidencian lo precaria que son
como naciones, al establecérseles límites arbitrarios destruyendo y
avasallando culturas y pueblos tradicionales.
En
Latinoamérica, los golpes de Estado caracterizaron la dinámica política
de todos sus países (excepción hecha de Costa Rica, la “Suiza
americana”… ¿y por qué no Suiza la “Costa Rica europea”?) a lo largo de
todo el siglo XX. Bolivia encabeza la lista, con más de 160 alzamientos
militares.
Un golpe de
Estado no significa cambio alguno en la estructura económico-social de
una sociedad. Es, en todo caso, un cambio brusco, repentino, en la
figura que está al mando del sillón presidencial. En otros términos:
luchas de poder intestinas, crisis palaciegas, simples reacomodos a
espaldas de los pueblos (eso es, básicamente, lo que caracteriza los
pronunciamientos militares en el África). O, en todo caso, injerencia
del poder militar en la dinámica política, reemplazando el juego
institucional normal cuando las clases dirigentes avizoran algún peligro
en orden a un avance popular (lo distintivo de Latinoamérica).
Esto
último es el caso, por ejemplo, de la intervención militar en Guatemala
en 1954 desplazando la “Primavera democrática”, en Argentina en 1955 y
1976, quitando gobiernos peronistas vistos como “peligro populista” para
las clases dirigentes, en Brasil en 1964, volteando al presidente João
Goulart, otro “populista peligroso” para la lógica conservadora, en
Chile en 1973 (“peligro comunista”, según declarara Henry Kissinger en
su momento), y ahora en Bolivia (gran reserva de litio ansiada por
compañías multinacionales). En todos estos casos lo que está en juego es
la posibilidad de una pérdida de privilegios por parte de la clase
dominante local y de los intereses estadounidenses en la región. De esto
se desprenden dos conclusiones:
1)
El aparato de Estado no está para beneficiar a todos los habitantes de
una nación por igual, sino que es el mecanismo de dominación de una
clase social (oligarquía, burguesía, empresariado, terratenientes,
banqueros o como se la quiera nombrar) sobre otra (trabajadores, pueblo
en general). Vale recordar aquí la definición leninista ya clásica: “El Estado es el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. Las fuerzas de seguridad nunca reprimen a las clases dirigentes sino a la “chusma” que protesta.
2)
En Latinoamérica, el verdadero poder dominante final, el que tiene la
última palabra, es la clase dirigente de Estados Unidos, que hace de la
región su reservorio de materias primas, mercado cautivo y proveedor de
mano de obra barata. Por eso, y no por otra razón, es que hay
acantonadas 74 bases militares de Washington en la región, defendiendo
al milímetro lo que considera su natural patio trasero: “América para los americanos”
(del Norte), según la tristemente célebre Doctrina Monroe. No está de
más recordar que la instalación más grande (Base Mariscal Estigarribia)
se encuentra en la Triple frontera argentino-brasileño-paraguaya,
“custodiando” el Acuífero Guaraní, una de las reservas de agua dulce
subterránea más enorme del mundo. Y la base más grande está en
construcción en estos momentos, en Honduras, para “salvaguardar” las
reservas petrolíferas de Venezuela.
En
todos estos pronunciamientos militares está siempre presente la mano de
Washington, quien defiende a capa y espada, ante todo, sus propios
intereses económicos, y secundariamente el modelo capitalista vigente,
para que los “malos ejemplos populistas” no cundan. Pero los
tradicionales golpes de Estado, con tanques de guerra en la calle,
sangre y muchos muertos, cuestan demasiado en términos políticos. Hoy
día, producto del avance en las denuncias de violaciones a derechos
humanos cometidas por esos gobiernos militares producto de los golpes de
Estado sangrientos, tales prácticas son impresentables. De ahí que la
Casa Blanca últimamente ha variado su estrategia desarrollando lo que se
conoce como “golpes suaves” (soft), o “procesos de reversión” (roll-back).
Los
mismos evitan el despliegue militar violento, presentando varias
aristas, articuladas entre sí a veces, que tienen por fin siempre lo
mismo: terminar con un mandatario o un proceso díscolo a los dictados
imperiales de Estados Unidos. Pueden presentar varias formas:
1)
Maquillando el cambio político como un alzamiento espontáneo de la
población que, con su protesta, reclama algo nuevo. ¿Qué representan, en
realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos
populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes.
Llamados también “revoluciones de colores” (probadas en otras regiones
distintas a Latinoamérica: revolución de las rosas en Georgia,
revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en
Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán,
revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano,
revolución de los jazmines en Túnez, “estudiantes democráticos
antichavistas” en Venezuela, las “Damas de blanco” en Cuba, las
recientes “movilizaciones populares” en Bolivia fustigando el supuesto
fraude de Evo Morales) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen
siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto
contrario a los intereses geoestratégicos de Washington.
El
ideólogo que le dio forma a este tipo de intervenciones es Gene Sharp,
escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros
“La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”,
quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas
del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma
Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las
bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas
(USAID, NED, algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus
intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la
geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la
violencia!). Las mismas, según Sharp, consisten en tres pasos:
- Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental.
- Fomento del desprestigio de las fuerzas de seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
- Llamado al derrocamiento no violento del gobierno.
Así, un cambio de gobierno se enmascara como resultado de una protesta popular espontánea.
2)
A ello se le puede complementar, como parte de estos nuevos golpes de
Estado “suaves”, el trabajo disuasivo que realiza la corporación
mediática comercial, siempre alineada con el gran capital y posiciones
conservadoras. Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando
hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los funcionarios
“díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o incluso
sensiblero, las poblaciones responden siempre visceralmente: “Mueren niños en un hospital por falta de medicamentos, culpa de la corrupción estatal”; “Podemos
ver los resultados de la corrupción aquí en esta escuela: no tienen
suficientes aulas para la gente, para los estudiantes (…) Toca al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción”,
como declarara el entonces embajador de Estados Unidos en Guatemala
preparando las “espontáneas” protestas populares. ¿Quién podría avalar
la corrupción? Por tanto, insistir y sobredimensionar la misma en
función de una estrategia de desprestigio, da resultados. De hecho, ello
se evidenció (¿laboratorio de prueba?) en el 2015 en Guatemala, donde
las denuncias reiteradas de corrupción por parte de la prensa y las
“manifestaciones cívicas pacíficas” de población clasemediera urbana
lograron quitar de la presidencia al binomio Otto Pérez-Molina y Roxana
Baldetti, conspicuos operadores políticos de derecha (Pérez-Molina, por
lo pronto, militar absolutamente comprometido en la guerra
contrainsurgente de años atrás, pero ahora “utilizado” como prueba con
esto de las cruzadas anticorrupción).
El
mecanismo definitivamente funciona, pues fue lo que luego se utilizó
para que la geoestrategia hemisférica de Estados Unidos, en connivencia
con las oligarquías locales, desplazara con esta modalidad de golpes
suaves al Partido de los Trabajadores en Brasil, encarcelando al ex
presidente Lula y a la en ese entonces presidenta Dilma Rousseff, por
hechos nunca claramente probados de corrupción. Y lo mismo sucedió en
Argentina, donde sin llegar a sustanciar un golpe de Estado, la derecha
pudo quitar del sillón presidencial a Cristina Fernández (una
socialdemócrata pro capitalismo, en todo caso reformista, pero
igualmente molesta para el statu quo), acusándola de innumerables hechos
corruptos que llevaron al triunfo electoral de Mauricio Macri.
3)
Otra forma de “golpe suave” desarrollada por Estados Unidos está dada
por intervenciones “quirúrgicas” que, sin apelar al gran despliegue
militar, “capturan” al presidente en cuestión, alejándolo de su cargo en
forma silenciosa, ordenada, haciéndolo desaparecer “mágicamente” de la
vida pública. Eso es lo que se hizo, por ejemplo, con Jean-Bertrand
Aristide en Haití, secuestrado y llevado al África, con Manuel Zelaya en
Honduras, o con Hugo Chávez en Venezuela (jugada, esta última, que no
les resultó por la activa participación popular en defensa de su líder,
lo que hizo abortar el golpe).
4)
Complementando lo anterior, también como parte de esta nueva modalidad
de golpes no cruentos, una nueva técnica que impulsa el gobierno de
Estados Unidos es la “autoproclamación” como mandatario. Es una jugada
casi absurda, pero que puede resultar efectiva. Crea una situación de
hecho, presentando a un determinado personaje como el “nuevo”
presidente, con lo que se fuerza un escenario novedoso que puede servir
para desplazar al anterior mandatario. Esto se ensayó primeramente en la
República Bolivariana de Venezuela, donde el diputado Juan Guaidó se
autoproclamó presidente, sin que ello tuviera efecto real en la dinámica
política del país. Pero sí resultó en la República Plurinacional de
Bolivia, donde ilegalmente la vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez,
autonombrándose, ocupó el espacio dejado por la renuncia forzada del
legítimo mandatario Evo Morales, completando así el golpe de Estado
pergeñado por la derecha.
Esta nueva modalidad de “golpes soft”
evita el desgaste político, sin tensar al rojo vivo la situación
político-social. Se pueden combinar varios elementos: movilización
popular manipulada, prédica antigubernamental por los medios de
comunicación, operaciones quirúrgicas, mecanismos de sabotaje, etc. De
todos modos, la posibilidad de la “mano dura” no se descarta. La clase
dominante siempre se guarda esa carta. La Escuela de las Américas, luego
rebautizada pero en esencia siempre la misma cosa, sigue preparando
militares latinoamericanos golpistas y torturadores como reaseguro de
las clases dominantes para todo el sub-continente. “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar (…) Esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, manifestó el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, ante “la preocupante situación de Chile”.
De hecho, en procesos llamados democráticos (que lo son solo
formalmente), cuando las cosas se “complican”, aparece la bota militar.
Eso ocurrió en el virtual golpe de Estado en Honduras en 2009, cuando se
desplazó al entonces presidente legítimo Manuel Zelaya (un muy tibio
socialdemócrata que había osado negociar el petróleo con la Venezuela
chavista a través de Petrocaribe), apareciendo como antaño los tanques
de guerra en las calles de Tegucigalpa.
En
Bolivia acaba de consumarse un golpe que nuclea varias de estas
modalidades. Las cuantiosas reservas de litio (75% de las reservas
mundiales, elemento fundamental para las baterías de aparatos
electrónicos y futuro posible reemplazo del petróleo) y otros recursos
naturales (gran reserva de gas, de minerales estratégicos, de tierras
raras) esperan por las ávidas corporaciones multinacionales, que de
momento no podían entrar, dado el gobierno socialista de Evo Morales y
el MAS.
La
institucionalidad de las democracias formales se demuestra un absurdo.
Se hace creer a la población que decide algo a través de su voto, cuando
en realidad todas las decisiones importantes se toman a sus espaldas. Y
si los pueblos alzan la voz, se les reprime (todas las actuales
protestas, en todas partes del mundo, fueron sangrientamente reprimidas
con fuerza bruta, en Francia y en Haití, en Egipto y en Honduras, en
Chile y en Irak, en Ecuador y en Colombia). La actual nueva modalidad de
golpes suaves no debe hacernos creer que los golpes duros
desaparecieron. Las palabras de Mike Pompeo nos lo recuerdan. La
petición de las Comisiones de la Verdad que investigaron los graves
delitos de lesa humanidad de gobiernos dictatoriales en Argentina y
Guatemala y titularon sus documentos como “Nunca más”, no pasan de un
buen deseo. Nada asegura que los golpes cruentos y sangrientos no puedan
volver. Las armas no están en manos de los pueblos, sino de los
militares preparados para defender “el modo de vida occidental y
cristiano”. Solo Cuba y Venezuela tiene fuerzas armadas no golpistas. El
capital se sigue protegiendo y protege sus privilegios a toda costa,
sin cuartel, sin piedad, y si necesita nuevos “hijos de puta”, como reza el epígrafe, los seguirá usando.
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