Juan Alberto Sánchez Marín
A ningún gobierno en ninguna parte le agrada que se lleven a cabo
marchas en su contra, sobre todo, cuando se trata de la expresión de un
descontento social generalizado hacia él y sus medidas. Menos aún, si se
trata de una convocatoria amplia, de carácter nacional, en donde
confluyen sectores diversos e incluso encontrados, que se agrupan para
expresar la molestia, precisamente, contra las políticas que son la
bandera gubernamental. Por eso no le complace mucho la marcha al
presidente colombiano Iván Duque.
Un gobierno débil que es un peligro fuerte
Un punto de partida al que, en el caso de la marcha del 21 de
noviembre en Colombia, se le agregan otros factores determinantes. Por
ejemplo, la evidente debilidad del gobierno y la gobernabilidad en
picada, de lo que, entre otras cosas, da constancia la baja popularidad
del presidente. La desaprobación de su gestión, según la última encuesta
Gallup, alcanzó el 69%, la peor desde que llegó a la Casa de Nariño.
Se añade también el desgaste discursivo del partido que lo respalda,
que se sustenta en lemas más huecos cuanto más repetidos, y por unas
tesis cuyas razones de ser son un invento, o hace rato que
desaparecieron o se transformaron, como la guerrilla de las FARC, el
castro-chavismo, el comunismo, el Foro de Sao Paulo. ¡La Unión
Soviética!
Un gobierno aferrado al poder perdido y a las figuras más almidonadas
de los cacicazgos regionales y locales, que conjuró la representación
política de los socios y de paso atomizó la artificiosa coalición
oficialista. Un partido recalcitrante, el Centro Democrático, montado
con seguidores obsesos que quedaron nadando entre dos aguas turbias: el
Duque que ayer prometía y todos, con excepción de Uribe, creían que
sería el Uribe recio del pasado y no asoma, y un Duque persistente que
no es más que una copia deficiente del Uribe malparado del presente.
De todos modos, como ya se ha dicho, habrá que agradecerle por
siempre a Iván Duque, el elegido de aposta, el detalle no pequeño de
conseguir lo que tantos adversarios políticos, socios resentidos y
acérrimos enemigos nunca pudieron, desde Daniel Coronel, Gustavo Petro e
Iván Velázquez, hasta las comunidades de paz de San José de Apartadó;
de los exjefes paramilitares extraditados de súbito y a medianoche al
vilipendiado proceso de paz: ponerle punto final a Álvaro Uribe y a su
insana actividad política de varias décadas.
Algo que ni el mismo Uribe logró con su gobernación y presidencias
siempre yendo por el filo de la navaja entre lo legal e ilegal; ni unos
hijitos que al soplar no hacían botellas, pero sí fortunas; ni un
hermano con cara de malo que no parece bueno; ni unos pésimos senadores,
pero buenos muchachos, a los que el susto de ir a la cárcel los guió
por las trochas de la Ley y votaron raudos los “articulitos” que después
los librarían.
Ni
la estrategia de morderse la cola con acusaciones mal ideadas y
testigos mal habidos que apenas le está sirviendo para soportar la
defensa propia por los delitos de fraude procesal y compra de testigos.
Hay que tener en cuenta, por supuesto, esa erosión del expresidente,
durante años el gran elector de Colombia, ahora convertido en un barco
fantasma que deambula de los pasillos del Congreso a la Sala de
Instrucción de la Corte Suprema de Justicia, con algunas escalas en el
puerto roto de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de
Representantes. Un expresidente que en vez de portar bajo el brazo las
dignidades de sus cargos, lleva a cuestas los abultados legajos de las
defensas contra él mismo.
A un gobierno inmóvil no le gusta que la gente se mueva. Y que se
mueve por más que presidente, ministra y funcionarios de variadas
pelambres, y la totalidad de los grandes medios de comunicación,
amenacen a los organizadores de la marcha, a los marchantes y hasta a
los simpatizantes con aplicarles todo el peso de la Ley. Y lo que eso
puede representar es cualquier cosa.
Porque asusta el historial de los nueve años largos que van de un
gobierno empapado de falsos positivos, marchas infiltradas, montajes
judiciales, falsos testigos, sabotajes fraguados por autoridades o
paramilitares, en fin. Se respeta el derecho a la marcha, pero, en todo
caso, antes se la sazona con amenazas abundantes y se la espolvorea con
pizcas de pánico.
¿Por qué no atacar las razones de la marcha y no a la marcha?
Muchos buitres rondan los fondos de pensiones, donde es un fastidio
Colpensiones; gruesos capitales husmean por las universidades privadas y
las de garaje, donde las públicas sólo son un criadero de jóvenes
pensantes; a unos cientos de poderosos terratenientes no les agrada la
actualización del catastro rural de sus diminutas parcelas; a más de un
calculador le ha de convenir la quiebra de la industria nacional y a
otros la importación de los productos que los campos ya no producen.
Negociados y comisiones promete la privatización de las docenas de
empresas rentables que aún le quedan al Estado. Sí, es indudable que
unos cuantos paisanos tienen razones de peso para oponerse a esta
marcha, y que algunos de esos cuantos las tienen por hartos pesos.
Pero más, muchísimos más, somos quienes tenemos sobrados motivos para
marchar, y para que los sentimientos de enojo de los ciudadanos contra
el saqueo, la corrupción, las injusticias y los destrozos de este
gobierno y de la élite económica que representa dejen de ser emoticones
en redes sociales y sean más bien una sociedad sin enredos que se
expresa en manifestaciones multitudinarias y firmes.
Los motivos para marchar son demasiados, y todos y cada uno de los
sectores, las regiones, los grupos y los individuos tienen los suyos y
su validez. Marchar para expiar culpas, sí, es probable, pero también
para exteriorizar la rabia en contra de lo que comete el actual gobierno
en nombre de una institucionalidad pervertida y secuestrada por sujetos
sin escrúpulos.
Una marcha por la vida, la paz y contra la muerte, que se justifica
sólo por asustar tanto a un gobierno al que le importa tan poco la vida
de sus gobernados y nada la muerte ni las matanzas de etnias y
poblaciones a las que considera prescindibles, o, más exactamente, un
estorbo.
Una causa común
Ojalá que los estudiantes no tuvieran que marchar por los nuevos
menoscabos a la deplorable Ley 30, por los incumplimientos a lo recién
pactado o por toda la educación embolatada. Ni que Fecode ni los
maestros debieran marchar por lo que el Estado les debe desde que no les
quedó más remedio que ser maestros, o por aumentar el salario de ricos
que tienen en un país en el que, con excepción de Sarmiento Angulo y su
club de dueños del país, el techo permitido es la miseria o su disimulo.
Ojalá
que los cincuenta mil funcionarios de la rama judicial no debieran
salir a la calle a exigir que le quiten a la Justicia una lentitud
acreditada, y que a ambos, a la Justicia y sus funcionarios, los saquen
de la inopia en que operan. O que los campesinos crean el cuento de que
los holgados latifundios que habitan son un encogido terruño y marchen
contra la desprotección que los cobija, o en resistencia al abono con
deudas y glifosato de sus cultivos.
Ojalá que los artistas no marcharan porque con la economía naranja
Duque los volvió un cítrico podrido: ni empresarios ni artistas, pero,
eso sí, sujetos dignos de la desconfianza y la persecución policiales.
Ni que los jóvenes marcharan porque les metieron el futuro al banco o
los viejos porque aún pagan intereses por los años que dejaron de vivir
ahorrando centavos. Y que ninguno debiera marchar por unos minutos,
unas horas sin paga o miles de días sin prestaciones, ni por diez o
veinte mil pesos de menos ni por uno o dos pesos de más, en un sistema
feudal en el que los dueños son incapaces de comprender por qué no todos
los esclavos son felices, y a éstos no se les aclaran los motivos de la
inquina de los amos hacia ellos.
Ojalá que ninguno de nosotros marche contra uno solo de los
responsables de la desventura nacional, contra el presidente bailarín de
mentiras o contra el gagá monotemático de verdad, o contra el Centro
Democrático, o contra esas fracciones de las élites políticas,
empresariales y militares, que son las más taimadas y peligrosas en
varios miles de kilómetros a la redonda.
Porque no se trata de marchar por esto o por aquello, sino por las
reivindicaciones de todos juntos, reclamos que son conjunciones y no
disyunciones, y tampoco se trata de marchar contra este o aquel sujeto o
poder, sino contra todos y cada uno de quienes han transformado estos
1.142 748 km2 de territorio de portentos y maravillas, en un país de mierda.
Es cierto que los grandes causantes del desbarajuste de hoy fueron
los gobiernos de ayer, de hace uno o dos siglos siendo quisquillosos, o
de hace unos lustros cuando menos. Es una fatalidad plantada de tiempo
atrás. Pero también es cierto que, de una parte, nuestro pasado es una
abstracción histórica plagada de embustes, y, de otra, más sencilla y
palpable, resulta que el gobierno y los cogollos de hoy son los mismos
de ayer; otros nombres, invariables los apellidos, similar la
maledicencia.
Así que no hay lugar a la distracción, la marcha no es contra una
conceptualización o unos u otros gobiernos pretéritos, sino contra el
actual, que es la desembocadura de los sucesivos y que, además, se
esfuerza por preservar la destrucción intacta: Duque, que es decir
Uribe, que es decir partido de gobierno Centro Democrático, y lo que
todos representan como pasado siempre en remojo y poderes avezados en el
autoritarismo y las arbitrariedades.
Un descontento ganado a pulso
Un gobierno que lo único que hace es presentar una y otra vez, con
nombres diferentes, los mismos proyectos de ley contra las poblaciones
vulnerables, y que la Corte Constitucional ni siquiera tumba por los
contenidos retrógrados ya mencionados, sino por mal hechos o por vicios
de procedimiento.
A la reforma tributaria naufragada la llamó Ley de Financiamiento,
nada más y nada menos que la norma emblemática y su pilar económico, que
no coronó (¿no le da ni pena?) y que ahora vuelve y juega con el de Ley
de Promoción del Crecimiento. La reforma pensional, no sin sorna, la
bautizó como Reforma de Protección a la Vejez. Un gobierno que llama
reforma a lo que sigue igual y que declara que conserva, por ejemplo,
los beneficios laborales que precisamente son la base de lo que tumba.
Si los títulos de las leyes burlan lo que en realidad son, imagínense
la clase de estafa que encarnan los respectivos articulados. Este país
no está peor gracias a que los ministros de medio pelo de Duque y su
meritocracia de dedo parado no saben ni gestionar ni redactar.
Y
si la ministra del Interior está convencida de que el país tiene
frontera con Chile, cómo no va a creer el de Hacienda, Alberto
Carrasquilla, que es saludable llevar el país a que repita las
desgracias legislativas de 2018: «Vamos a hacer lo mismo que hicimos el
año pasado, llevaremos la iniciativa con carácter de urgencia y se
surtirá el debate tradicional”. Otra vez, de nuevo, lo mismo. ¡Qué pena
va a darles, si creen que somos más estúpidos de lo que en verdad no
podríamos llegar a ser!
No es una marcha de retirada, como la preferirían los que no quieren
ninguna. Tampoco es una marcha de uribistas intolerantes y violentos,
que durante los ocho años de Juan Manuel Santos jamás marcharon por
algo, sino en contra de todo lo que tuviera que ver con abrirle aunque
fuera un resquicio a la paz.
Lo que los opositores a la marcha llaman argumentos contra ella no
son otra cosa que los elementos con los cuales procuran justificar la
negación del derecho a la protesta social, las abusivas acciones de
amedrentamiento y las medidas de represión.
Marchar contra lo que no marcha
La incapacidad del gobierno para interpretar la complejidad de la
Colombia que gobierna y de las élites para comprender el país que
explotan y someten es la principal razón por la cual se ven fantasmas
donde no los hay y por lo que se ataca de manera tan despiadada una
expresión pacífica de la inconformidad social. Masiva y rumorosa, eso
sí.
Porque la marcha es contra lo que no construye sociedad, lo que
asesina y masacra, lo que frustra y castra, lo que engaña y despoja; lo
que no anda, lo que no sirve: lo que no marcha.
Quizás sea una tan infernal como la que atormenta al señor José Félix
Lafaurie, el presidente de la Federación Nacional de Ganaderos
(Fedegan), y la conformen las huestes de demonios que habremos de ser
quienes nunca fuimos uribistas y los cientos de miles de ángeles caídos y
pobres de derecha que alguna vez creyeron serlo.
Pero así es y toca en este país en que el depravado es probo; los
abyectos, boyantes; los míseros en misa; los perversos, versátiles; los
viles, involucrados; el congresista, incongruente. El presidente,
presidido.
Una élite y un gobierno que tienen tantas razones para espantarse con
la propia sombra, ¡cómo no se iban a alarmar con una jornada colectiva y
popular de protesta!
*Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista
en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de
Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en
Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.
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