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jueves, 28 de noviembre de 2019

Negativa en la protesta social en Colombia

Esperando a los vándalos, construcción de otredad


“DYLAN no murió, a DYLAN lo asesinó el Estado” fue una de las consignas que retumbó en las redes sociales al difundirse la noticia de su fallecimiento después de haber resultado gravemente herido por un miembro del Esmad de la policía nacional cuando participaba en una marcha dentro del paro nacional. Desde el 21 de noviembre el pueblo colombiano ha salido a protestar. La movilización se ha extendido y continuado en las principales ciudades del país, nutridas por la iniciativa de distintos sectores inconformes con las políticas genocidas y la violencia estructural de un sistema que lleva a la miseria a cada vez más personas. Las razones materiales sobran: Colombia, es un país en el que persisten profundas inequidades. Ha sido ubicado por la Ocde, como el segundo país latinoamericano después de Haití, el primero en Suramérica y el cuarto en el mundo, con mayor desigualdad. Según las propias cifras oficiales, el coeficiente Gini alcanza hoy el 0,517, lo cual significa que los ingresos de los hogares más pobres ha disminuido mientras que se han incrementado las arcas de las familias más ricas [1] .
Desde hace seis días –como un hecho de lejanos precedentes en el país- alrededor de las marchas, plantones, cacerolazos y otras múltiples formas de manifestación de la disconformidad popular, se han construido lazos de solidaridad, unidad y cooperativismo entre vecinos, organizaciones y sectores populares. Y esta es tal vez una de las grandes victorias del Paro Nacional, pues han sido justamente esas relaciones de fraternidad e identidad de lucha del pueblo, las que han pretendido ser transformadas mediante las prácticas genocidas de las clases en el poder.
La respuesta estatal a la creciente movilización no se aparta de su práctica histórica: La represión y el miedo. El carácter fascista del actual régimen político se ha hecho evidente en las medidas adoptadas por los gobernantes en el marco del Paro.
Bajo la denominación de vándalo el Estado ha venido creando una nueva otredad negativa a la que se legitima detener, torturar y aniquilar en los contextos de movilización. De esta manera se reafirma el carácter limitado del derecho a la protesta social que se reconoce en Colombia y se envía un mensaje amenazante a quienes lo ejercen. Los hechos hablan por sí solos:
Militarización
Desde unos días antes del inicio de la jornada de movilización nacional, la población bogotana se vio sorprendida con una fuerte presencia del Ejército, pese a lo cual los mandatarios nacional y distrital, negaron la militarización de la capital y justificaron la presencia del cuerpo bélico en la protección de activos estratégicos de la ciudad ”. No obstante, públicamente se supo el General Luis Fernando Navarro como comandante de las fuerzas militares, mediante un radiograma, ordenó el acuartelamiento en primer grado de todas las tropas, desde el 18 de noviembre a las 6:00 am, “con ocasión del paro” [1] . Disposición que evidencia que –pese a los esfuerzos por ocultarlo o maquillarlo-, desde las más altas instancias del poder, se diseñó y orientó una respuesta estrictamente represiva contra la protesta popular. Esto es, el gobierno nacional, optó por militarizar, antes que abrirse al diálogo con las mayorías inconformes.
Amenazas veladas  
De hecho, en su alocución presidencial, el 21 de noviembre, Duque sólo atinó a señalar que quienes se manifestaron pacíficamente fueron “escuchados” por el Gobierno, pero nada dijo de las medidas que adoptaría para concretar las reivindicaciones y exigencias de la población que salió a las calles a protestar. Al contrario, la principal fuerza de su discurso estuvo encaminada a anunciar que caería todo el peso de la ley, contra quienes protagonizaran disturbios públicos, y a reiterar las órdenes emitidas a las fuerzas militares para garantizar el orden que él representa, en todo el territorio nacional.
Allanamientos ilegales y detenciones arbitrarias  
Los allanamientos ilegales y detenciones arbitrarias, dos días antes al inicio del Paro Nacional contra espacios culturales y comunitarios, constituyeron también actuaciones disuasivas e intimidatorias, con las que buscaban generar terror y estigmatizar anticipadamente la protesta. Pero estos operativos sólo pusieron en evidencia los seguimientos ilegales de la Policía a colectividades críticas, los cuales pretendieron legalizar curiosamente con un libreto muy similar al que justificó el toque de queda decretado por Duque y Peñalosa en la ciudad de Bogotá: La supuesta llamada de fuentes no formales a la línea 123 dando cuenta de la presunta preparación de disturbios, desde algunos inmuebles o puntos de la ciudad. Es decir que, las comunicaciones de personas desconocidas, cuya identidad ni siquiera es registrada ni su credibilidad constatada, han pretendido ser mostradas como informaciones fiables para ordenar medidas excepcionales, invasivas y altamente restrictivas de las garantías ciudadanas (a la inviolabilidad del domicilio y la libre movilidad de las personas entre otras)
Eliminación de garantías demo-liberales  
La sola pretensión de legitimar la acción estatal mediante este tipo de coartadas ofende la inteligencia y el sentido común de la población colombiana, pero, además, dice mucho del criterio de legalidad que ha marcado el discurso de las autoridades de gobierno en los últimos meses, evidenciando el carácter aparente que este ostenta: Los procedimientos se surten como verdaderas mamparas de actuaciones abiertamente arbitrarias e inconstitucionales. Esta práctica, cada vez más extendida y generalizada, deja ver la naturaleza “anti-liberal” –en términos ideológicos- de tales actuaciones del Estado, muy propias del fascismo.
Así las cosas, no deja de ser sorprendente el cinismo con el que Duque y sus fuerzas militares salen a la opinión pública llamando a la población a obrar dentro de la legalidad, mientras dictan disposiciones que abiertamente ilegales en el marco de las cuales se cometen abusos y crímenes graves contra el pueblo disconforme.
Brutalidad policial
La acción desmedida de la fuerza pública en el contexto del Paro Nacional ha generado llamados de atención de la ONU, la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la Nación. Han sido múltiples los actos de violencia estatal contra los manifestantes que ha corrido por las redes sociales, la más reciente de ellas, tiene al borde de la muerte al joven de 18 años, Dylan Cruz.
La respuesta del Gobierno, la fuerza policial y en general, la derecha en Colombia ante estas prácticas produce tanto desconcierto como indignación, pues por un lado justifican la represión y por el otro la banalizan creando equiparaciones de lo equiparable, desdibujando la responsabilidad de quienes trazan las políticas que aniquilamiento contra quienes protestan.
Legitimación del autoritarismo  
Las afirmaciones (no desmentidas) de Uribe Vélez sobre la agresión (mediante una patada en el rostro) contra una joven estudiante por parte de un agente del Esmad, no sólo legitiman el proceder criminal de la Institución y sus agentes, sino que lo alienta y respalda, pero además contiene una evidente carga de autoritarismo y militarismo. Cuando este alto exponente del fascismo en Colombia dice que al Esmad “no se le debe pegar porque pueden ocurrir cosas desagradables” trasmite a la sociedad un mensaje claro de sometimiento irrestricto de la población a la fuerza militar, so pena de ser represaliado e incluso aniquilado, porque “lastimosamente la vida tiene restricciones”.
Tras la justificación de Uribe y el discurso de otros funcionarios del Estado como Nancy Patricia Gutiérrez o el comandante de la Policía, se esconde además una falsa simetría entre la gente que protesta y los efectivos de la fuerza estatal. Ellos, cuando responden a las reclamaciones por el abuso policial, piden investigaciones formales y a la par, suministran y lamentan una cifra de 300 uniformados heridos presuntamente por los manifestantes. Sin embargo, no existe tal correspondencia o equilibrio que pretenden mostrar. Los agentes del orden, están dotados de armas (que usan abusivamente) y equipamientos tanto para su defensa como para hacer frente a situaciones de ataque. Las personas que participan en las movilizaciones y protestas, en cambio no, pues las veces que se enfrentan a la policía lo hacen con piedras o papas explosivas que como lo dicen los dictámenes periciales no tiene mayor capacidad de hacer daño.
Pero son tan cuestionables estas justificaciones, equiparaciones y voces de aliento a la fuerza pública, como aquellas que pretenden humanizar la violencia estatal. Causan escozor las aparentes condolencias emitidas desde el Gobierno y la Policía por el asesinato del joven Dylan Cruz tras el ataque criminal del Esmad, seguidas de un llamado a compadecerse por la situación del agente que disparó su arma letal (consciente de trasgredir los protocolos de uso)
De ninguna manera son equiparables el asesinato Dylan y las consecuencias jurídicas que ahora debe enfrentar el uniformado que cometió este crimen. Mientras Dylan representa a los jóvenes pobres condenados a la exclusión social que tienen toda la legitimidad de tomarse las calles y exigir del Estado verdaderas oportunidades; el agente estatal representa una política de aniquilamiento de quien protesta, una política que como individuo nunca cuestionó, sino que por el contrario, ejecutó a cabalidad.
Así que es verdadero cinismo, llamar a la sociedad a “ponerse en los zapatos” del agente que asesinó a Dylan, en un impecable acto de brutalidad policial, cometido desde una de las instituciones cuyo desmonte se viene demandado desde hace ya varios años, porque ha cobrado la vida y la integridad de muchos/as jóvenes críticos/as del país.
No son equiparables –ni jurídica, ni política, ni ideológicamente- los manifestantes y los policías. Quienes protestan (incluso mediante el uso de la violencia) buscan y proponen cambios estructurales que beneficien a las grandes mayorías excluidas. Los uniformados, por el contrario, representan a un poder genocida que busca conservar su hegemonía. Quienes protestan, así como el grueso del cuerpo represivo, suelen proceder de estratos humildes, pero no defienden los mismos intereses, ni cumplen la misma función en la sociedad.
En el campo estrictamente jurídico, de ninguna manera se pueden generar simetrías entre la acción de los manifestantes y la del cuerpo policial. Mientras los primeros ejercen un derecho (a protestar, a rebelarse), los segundos están llamados constitucionalmente (al menos desde lo formal) a garantizar y a proteger la vida de las personas. A la policía no se le ha otorgado patente de corso (reiteramos, al menos desde lo formal) para asesinar a los manifestantes, ni siquiera cuando se presenten disturbios. Por eso están sometidos a protocolos claros en los que son entrenados pero que en la práctica incumplen, conscientes de las consecuencias que pueden acarrear. La policía tiene perfectamente claro que para controlar el orden imperante, no se requiere matar o lesionar a las personas que protestan.
Por esta razón no se puede responsabilizar a los manifestantes del actuar criminal de los segundos, como sin siquiera sonrojarse lo hizo el comandante de la Policía, Hoover Penilla para justificar el asesinado del joven Dylan Cruz, al indicar que el Esmad estaba en el sitio
“…porque ha venido una serie de desórdenes, desmanes a nivel de la ciudad. Ya estamos completando cuatro días en esta situación. Y vamos a restablecer el orden, vamos a restablecer la normalidad. Y yo se los dije: cueste lo que cueste, pero siempre cumpliendo las normas, las leyes. Respetando a todos y cada uno, de uno y otro lado. Pero habrá situaciones que se nos van a salir de las manos. Como esta [la de Dylan Cruz]. Lamentable. Soy el primero que lo lamenta”.
Ni Dylan, ni ninguna de los seres humanos torturados y asesinados por el Esmad, así como tampoco quienes ejercen la violencia política en contextos de protesta, y mucho menos los que acuden a la manifestación de su inconformidad por medios pacíficos, son responsables de los crímenes de Estado. Ninguna de estas personas cuyas vidas han sido cegadas o su integridad física y sicológica marcada por el accionar represivo de la Institución policial, pueden ser consideradas o presentadas como “situaciones que se salen de las manos”.
Desde el estricto tecnicismo jurídico, a aquellas situaciones que se salen de las manos, como lo dice Hoover Penilla, se les denomina crímenes. Crímenes que el Estado comete, indistintamente de que la gente proteste pacífica o con beligerancia. El caso de Dylan Cruz lo demuestra.
Duque y todos los funcionarios del Puesto de Mando Unificado, que planearon desde el inicio, medidas fascistas para hacer frente al Paro Nacional, tienen que ser juzgados por la acción criminal del Esmad. Quienes han desdibujado con el término de vándalo, la identidad de lucha de un pueblo que reclama transformaciones radicales y han legitimado y promovido su aniquilamiento, deben responder a la sociedad colombiana por sus actos. Quienes han creado intencionalmente –en el contexto del paro- pánico en la población para polarizarla y enfrentarla, deben darle la cara al país y explicar el objetivo de su campaña. Por su parte el Escuadrón policial de la muerte, Esmad, debe ser sin duda alguna desmontado.

 DYLAN NO MURIÓ, A DYLAN LO ASESINARON
LO ASESINÓ UN ESTADO GENOCIDA
LO AESINÓ UN GOBIERNO FASCISTA
LO ASESINÓ EL TERRORISMO DE ESTADO
LO ASESINÓ LA BRUTALIDAD POLICIAL


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