Por Juan J. Paz y Miño Cepeda
* Especial para Firmas Selectas de Prensa Latina
El triunfo presidencial de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en
México, sembró esperanzas para los sectores progresistas, democráticos y
de nueva izquierda en América Latina, que confiaron en el inicio de la
derrota del modelo de economía neoliberal-empresarial, que había
hegemonizado en el país durante décadas.
Estuve en México, en noviembre de 2018, y lo que primero me llamó la
atención es que una serie de corrientes de la izquierda criticaban y se
preparaban a la oposición a AMLO, aún antes de que asumiera la
presidencia. Desde luego, no faltaban aquellos “marxistas” para quienes,
si no es su visión y su proyecto del mundo lo que se impone,
simplemente cualquier gobierno es de “derecha”.
Un mes más tarde de la toma de posesión del presidente mexicano, en
Brasil ascendía el ex-militar Jair Bolsonaro, abiertamente definido por
el modelo neoliberal-empresarial quien, además, había defendido a la
dictadura militar anticomunista de 1964 y fue identificado
internacionalmente como nacionalista, anti-izquierdista, misógino o
contrario a los derechos LGBT.
México y Brasil pasaron a ser los referentes de dos proyectos
políticos que inauguraban caminos distintos. De modo que el triunfo
presidencial de Alberto Fernández en Argentina (asumirá el 10 de
diciembre), entusiasmó aún más a las filas del progresismo democrático y
de izquierda latinoamericano.
América Latina ha entrado a una era
histórica complicada, difícil, de dolorosas perspectivas, si es que la
lucha de clases, lanzada por las elites, se profundiza y avanza. El
americanismo de corte imperialista toma, igualmente, fuerza.
Y todavía con mayor fuerza a raíz del levantamiento indígena y
popular en Ecuador durante los primeros doce días de octubre, seguido
por la indetenible movilización ciudadana en Chile, e incluso las
aisladas protestas que surgieron en Brasil -o en Panamá, Perú y Costa
Rica-, sin dejar de lado las continuas semanas de rebelión ciudadana en
Haití, a las que poca atención se ha dado.
Sobre el trasfondo de las movilizaciones sociales en Chile, Ecuador y
Haití, del rumbo en México y Argentina pero también de lo acontecido
recientemente en Bolivia, ha quedado muy claro que en América Latina
disputan dos modelos de economía: el uno, afirmado en la ideología
neoliberal y el dominio económico de los grandes empresarios y el
capital transnacional; y el otro, un tipo de economía social, que
procura avanzar sobre la base de solucionar los graves problemas
sociales (desempleo, subempleo, inequidad, desigualdades, pobreza,
limitaciones en los servicios públicos, redistribución de la riqueza,
etc.) y que privilegia los intereses populares, de los trabajadores,
campesinos, indígenas y capas medias de la región.
Ese trasfondo ha sido destacado por distintos estudiosos
latinoamericanistas. Pero tampoco pudo pasar desapercibido a cadenas
internacionales como BBC, France-24, DW e incluso CNN, que han mantenido
varios reportes, videos y artículos, que incluso coinciden con las
versiones que también difundieron Telesur y RT, cadenas a las que sus
descalificadores juzgan como “sesgadas”.
Sin embargo, ha sido el inesperado e inédito golpe de Estado en
Bolivia, que provocó la renuncia del presidente Evo Morales y la
autoproclamación presidencial de Jeanine Áñez, ungida por los militares,
sin pasar por ninguna resolución o reunión del Congreso, el que, con
mayor contundencia, ha alterado, o mejor, ha aclarado, en cuestión de
horas, el panorama geopolítico de América Latina
No ha faltado quien crea que contra Evo se había producido un
“levantamiento popular”, que fue “aprovechado” por la “ultraderecha”.
Pero lo cierto es que, a raíz de los sucesos en Bolivia, se ha
evidenciado que en América Latina se pasó de las confrontaciones
simplemente políticas a una cada vez más transparente y auténtica lucha
de clases, que enfrenta a elites dominantes, clasistas y racistas,
contra los sectores populares.
Las elites dominantes asumen como “legítimas” todas las acciones
destinadas a restaurar su democracia, su paz y su institucionalidad,
amenazadas por los “violentos” de casa adentro, a quienes atribuyen
estar movilizados por una conjura internacional bolivariano-chavista,
del Grupo de Puebla, el Foro de Sao Paulo o de cualquier otro fantasma.
En Ecuador esa fue la construcción mediática hegemónica.
Sobre Bolivia, no se habla de los paramilitares, de los comités
“cívicos” de inspiración nazi-fascista, organizados y armados desde años
atrás; tampoco se advierte el sentido de los ataques, secuestros y
destrucciones de casas de los “masistas”, ni de los funcionarios de Evo
que fueron obligados a renunciar. En Brasil es asaltada la embajada de
Venezuela. Pero también en Chile se han movilizado las mismas ideas
contra las “fuerzas externas” que mueven la “violencia”.
Las escenas de saqueos, destrucción de bienes públicos o privados,
enfrentamientos violentos, que sin duda ocasionan temores y rechazos
entre los ciudadanos, se utilizan como argumento para criminalizar la
protesta social y justificar represiones que no han tenido límites. Han
sido cadenas internacionales como la BBC las que han informado cómo en
Chile decenas de personas han perdido uno de sus ojos, han sido víctimas
de lesiones, torturas y abusos sexuales (https://bbc.in/2Qf906b).
En medio de las reacciones sociales y populares, se ha cruzado un
fenómeno nuevo en la región: el “evangelismo” como negación del laicismo
y freno para los avances democráticos, de acuerdo con varios estudios (https://bit.ly/2NHPCgo).
En Brasil, el triunfo de Bolsonaro estuvo vinculado al ascenso de ese
fenómeno. En Bolivia, se quemaron Whipalas, al mismo tiempo que se
elevaban glorias a la Biblia, utilizada como instrumento para solicitar
la renuncia de Evo Morales, por parte de uno de los agitadores del golpe
de Estado; y el mismo libro sirvió de símbolo para que Áñez asumiera
sus funciones y resaltara, en sus primeros discursos, la idea de que por
fin Dios entraba al palacio.
El inédito golpe de Estado en Bolivia ha
aclarado, en cuestión de horas y con la mayor contundencia, el panorama
geopolítico de América Latina.
Un comunicador lo ha calificado como “primer golpe de Estado
evangélico en el mundo”. A través de las redes e internet circularon
imágenes de policías arrodillados y rezando antes de acudir a sus tareas
de represión, así como de oficiales militares alabando a Jehová, entre
aleluyas de los fieles.
En ese ambiente de lucha de clases, nuevamente han revivido las
viejas concepciones militares sobre la “Seguridad Nacional” y los
supuestos de la guerra interna. Las “amenazas”, los “enemigos” de la
democracia, los “violentos”, “subversivos” o “insurgentes” y hasta
“comunistas” otra vez más han convertido en sospechosos a los líderes
indígenas o sindicales, los dirigentes populares, los estudiantes
movilizados, los profesores, académicos críticos y capas medias que,
como en Chile, protestan contra una represión que vuelve a dar cuenta de
un pinochetismo que no ha desaparecido, pese a que se lo creía
detenido.
El americanismo de corte imperialista igualmente toma fuerza. No solo
están en la mira los “despreciables” gobiernos de Cuba, Nicaragua o
Venezuela, sino todas las fuerzas del progresismo y el izquierdismo
latinoamericano. Se defiende la “democracia hemisférica” y con ese
objetivo el Secretario General de la OEA toma posiciones selectivas
frente a los acontecimientos y gobiernos de la región.
Además, los métodos son ahora más sutiles, a través de la
judicialización y la incriminación arbitraria, el lawfare, la
persecución, la amenaza velada o abierta, la descalificación permanente.
Y el riesgo de que las derechas acudan a soluciones fascistas se
extiende. En Bolivia se desató especialmente en los departamentos del
oriente, donde la dominación oligárquica ha hecho gala de sus acciones
contra los “indios de mierda” (https://bit.ly/2CE58U7). Aún así, la situación en Bolivia resulta delicada e impredecible, por las reacciones populares que se mantienen.
Las experiencias de un país u otro se reflejan, se aprenden. Las
elites dominantes se preparan para hacer frente a la insurgencia social
contra sus privilegios y su poder, en la región más inequitativa del
mundo, en la cual Chile era considerada un “oasis” neoliberal, mientras
Bolivia consolidaba un Estado plurinacional con el mayor crecimiento
económico y los más destacables avances sociales. América Latina ha
entrado así a una era histórica complicada, difícil, de dolorosas
perspectivas, si es que la lucha de clases, lanzada por esas elites, se
profundiza y avanza.
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