Carolina Vásquez Araya
América Latina vive los efectos de una guerra fría que jamás terminó del todo
Golpes de Estado,
manifestaciones ciudadanas reprimidas con las feroces técnicas de
contrainsurgencia (aprendidas algunas en la Escuela de las Américas y
otras en centros de entrenamiento sembrados a lo ancho y largo de
nuestro continente) así como estallidos de violencia cada vez más
intensos, conforman el paisaje político actual en Latinoamérica. No
parece ser casual el derrocamiento de un presidente de corte social en
Bolivia –ya sucedió en Brasil con Dilma- ni la tozudez del mandatario
chileno aferrado al poder a pesar del masivo repudio ciudadano. Todos
los síntomas llevan a pensar que los aletazos en la Casa Blanca han
levantado una especie de tsunami en su patio trasero, ya que a Estados
Unidos no le hace ninguna gracia un retorno de los gobiernos
nacionalistas y lo está demostrando con la misma falta de sutileza que
lo ha caracterizado a lo largo de su historia.
Pero no todo es culpa
del imperio. El Departamento de Estado ha contado con la complicidad
abierta y sin disimulos en todas las naciones al Sur de su frontera.
Unas más y otras menos, dependiendo de la fortaleza de sus
instituciones, todas han experimentado un fenómeno similar de
intervencionismo. Por supuesto, es preciso reconocer la habilidad con la
cual han amarrado los intereses corporativos de sus grandes consorcios
con las élites económicas locales, gracias al patrocinio generoso
brindado a los círculos políticos corruptos. Contra ese entramado de
influencias y leyes casuísticas –muchas de ellas diseñadas para blindar
espacios de impunidad y concesión de privilegios- no hay sociedad capaz
de hacer valer sus derechos sin pagar por ello un alto precio en vidas
humanas y en retroceso de sus conquistas sociales.
Aun cuando
parezca ser un asunto de las capas más pobres, el fenómeno toca de
manera transversal a toda la sociedad incluso a aquellos sectores más o
menos acomodados que, al tener algo que perder con un cambio de sistema,
se aferran al actual refugiándose en una burbuja de negación que les ha
servido de parapeto utilizando para ello los viejos argumentos de la
Guerra Fría: criminalización de los manifestantes, así como la
adjudicación de la rebelión al ubicuo fantasma del comunismo
internacional y a gobiernos extranjeros, la mayoría de ellos más
ocupados en sobrevivir a la agresión gringa que en meterse en los
problemas de otros. Sin embargo quienes han perdido mucho conforman una
inmensa mayoría y eso se hace sentir en las calles. La brutal represión
de los cuerpos de seguridad del continente no logra cerrar el boquete
abierto por la indignación popular y hoy es más evidente que nunca la
participación de los sectores de mujeres, niñez y juventud, los más
afectados por la desigualdad y la privación de derechos.
América
Latina ha vivido en un péndulo constante entre dictaduras –abiertas o
solapadas- con primaveras democráticas aplastadas, tarde o temprano, por
presiones externas cuyo origen es eminentemente elitista –dinero y
control geopolítico; es así como las grandes corporaciones y los centros
de liderazgo mundial no dudan en poner todo su poder en juego a través
de los gobiernos imperialistas, entre los cuales también se incluyen
europeos y asiáticos, y caer sobre las riquezas de aquellos debilitados
por siglos de explotación. En semejante escenario, los resultados de las
protestas ciudadanas, aun siendo masivas y legítimas, continúa como una
de las pruebas extremas de resistencia humana y social. Quienes
persisten en negar la dimensión del conflicto suelen jugar, como si
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