“Ninguno debe obedecer a los que no tienen el derecho a mandar”. (CICERÓN)
El Gobierno del presidente Piñera está acabado. La calle revocó su
mandato y exige su renuncia. En adelante la función de este gobierno se
reduciría al gotario de concesiones que intentan calmar la indignación
popular. En el ofertón hacen fila los aumentos de salarios y pensiones,
la reducción de los ingresos de parlamentarios, ministros y altos
funcionarios públicos, la rebaja de las medicinas, la congelación de las
tarifas de electricidad, agua y peaje de las autopistas, y un rosario
de otros parches curita para atacar el tumor maligno del modelo
neoliberal.
La oligarquía, temerosa de perder sus privilegios,
no quiere verse arrastrada por el descalabro del gobierno. Alfonso
Swett, presidente de la poderosa Confederación de la Producción y el
Comercio (CPC) que gobierna Chile desde 1973, ya levantó bandera blanca
para pedir una tregua. A nombre del comité ejecutivo de la CPC, dijo:
“Tenemos que agrandar nuestros corazones con generosidad. Sabemos que
tenemos que agrandar nuestras manos y meternos las manos al bolsillo y
que duela…” (El Mercurio dixit). Añadió que los empresarios llevarán a
cabo diálogos con sus trabajadores para atender sus demandas tanto en
materia de salarios como del endeudamiento de sus familias. (Cabe
señalar que el endeudamiento es uno de los problemas más graves que
afectan a los chilenos. Compromete el 73,3% del ingreso familiar. Los
morosos superan los 4 y medio millones. Una moratoria general y condonar
las deudas usurarias con la banca será, sin duda, la prioridad de un
próximo gobierno).
Si el presidente Piñera, representante de
una derecha liberal crítica del terrorismo de estado, quisiera aliviar
la crisis que vive el país y facilitar el tránsito pacífico a una
democracia con justicia social, debería abdicar. Su renuncia es una de
las demandas principales que hace el pueblo junto con la Asamblea
Constituyente.
Un gobierno provisorio podría de inmediato
llamar a plebiscito para convocar a una Asamblea Constituyente, elegida
por los ciudadanos, que elabore la Constitución democrática. La
jugarreta en curso para dejar en manos del Congreso el poder
constituyente, es una astracanada que el país no soportará.
Sin
embargo, no todo es coser y cantar. El modelo moribundo aún tiene
recursos para tratar de desmoralizar y frustrar la protesta. Una de sus
mañas es dar largas al conflicto y llevarlo al agotamiento. El cambio de
gabinete y la batería de concesiones obedecen a esta estrategia. Otra
maniobra en desarrollo es la guerra sicológica para crear miedo en
vastos sectores ante los incendios y saqueos de bandas criminales que
actúan con beneplácito policial.
Se busca aislar al núcleo
fundamental del movimiento: trabajadores, jubilados y clases medias.
Casi 4 millones de obreros constituyen la población activa (42%) que
junto con las clases medias, funcionarios públicos y servidumbre
doméstica, alcanzan una mayoría de casi el 70%. Pero si esa enorme
fuerza no permanece unida y no se dota de una dirección respetada, el
funeral del neoliberalismo puede prolongarse. La lucha debe entenderse
hoy como el enfrentamiento de todos contra el 1% que ha saqueado el país
durante 30 años.
La estrategia del cambio requiere gran
amplitud y cohesión social. Algunos sectores de Izquierda deberían
entender que Santiago 2019 no es San Petersburgo 1917. Tenemos por
delante una enorme tarea de construcción de fuerza social y política. El
espacio de la cultura y las artes juega un rol vital en este
reencuentro con la democracia. Requerimos una revolución cultural para
construir una sociedad distinta que respete los valores esenciales de la
democracia que perdimos en 1973 y que sea capaz de dimensionarla a la
nueva época de la humanidad.
La ejemplar y maravillosa reacción
del pueblo contra los abusos y corrupción del sistema, exige soluciones
de calado mayor. Nunca hemos estado tan cerca del cambio que nos
permita alcanzar la democracia, igualdad y justicia por tanto tiempo
postergadas.
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