Tras la consumación
del golpe de Estado perpetrado por las derechas oligárquicas, Bolivia
vive horas de incertidumbre, destrucción y una violencia no tan
descontrolada como pretenden hacerlo creer los golpistas: en diversas
ciudades del país sudamericano proliferan las agresiones en contra de
los seguidores del derrocado presidente Evo Morales, su partido, el
Movimiento al Socialismo (MAS), y las organizaciones sociales y
populares próximas al gobierno depuesto. En tanto que buena parte de los
medios nacionales e internacionales se hacen eco de versiones según las
cuales hay aire de
festejosy de
primavera democrática, en las calles de las ciudades bolivianas se desarrolla una verdadera cacería de ex funcionarios y simpatizantes del dirigente indígena, quien al cierre de esta edición ya viajaba rumbo a nuestro país, donde le fue concedido asilo.
Aunque formalmente se presenta un vacío de poder, habida cuenta que
la línea sucesoria a la presidencia quedó interrumpida por las renuncias
del vicepresidente, Álvaro García Linera, y de los titulares del Senado
y de la Cámara de Diputados, en los hechos el país es controlado por un
directorio informal en el que participan la cúpula de las fuerzas
armadas y la policía y los líderes civiles visibles de la asonada, el ex
candidato presidencial y ex presidente interino Carlos de Mesa Gisbert y
Luis Fernando Camacho Vaca, empresario e integrista cristiano.
De Mesa Gisbert fue vicepresidente en el segundo gobierno del
empresario minero Gonzalo Sánchez de Lozada (2002-2003), en el cual se
perpetró la llamada Masacre de octubre, un episodio represivo en el que
las fuerzas oficiales asesinaron a 65 personas en el contexto de la guerra del gas.
Esa atrocidad contra el pueblo indefenso agudizó el descontento contra
las autoridades, que pretendían extraer el gas natural de Bolivia y
exportarlo a Estados Unidos a través de puertos chilenos, mientras en el
país el abasto de ese energético resultaba insuficiente. Las
movilizaciones alcanzaron tal intensidad que Sánchez de Lozada se vio
obligado a huir del país. De Mesa asumió la presidencia, pero tuvo que
abandonarla en junio de 2005, ante una nueva ola de descontento popular.
Camacho Vaca, por su parte, es un representante extremo de la
oligarquía derechista de Santa Cruz de la Sierra, enclave tradicional de
las derechas separatistas. Es abogado y magnate: dueño del despacho de
abogados Corporación Jurídica y propietario del Grupo Empresarial
Nacional Vida SA, con inversiones en Conecta, Tecorp, Xperience, Fénix
Seguros, Nacional Seguros Vida y Clínica Metropolitana de las Américas,
algunas de las cuales han sido mencionadas en el escándalo Los papeles de Panamá de paraísos fiscales. Fue vicepresidente de la Unión Juvenil Cruceñista, de corte neonazi y considerada
organización vandálicay racista por la Federación Internacional de Derechos Humanos; es cristiano fundamentalista y prometió, al inicio de la campaña desestabilizadora que culminó en el golpe del domingo, hacer
que Dios vuelva a estar en Palacio Quemado, sede del poder presidencial en La Paz.
Los alegatos de fraude esgrimidos por De Mesa tras los comicios de
octubre pasado dieron margen a Camacho para emprender una agitación
social fuera de Santa Cruz, su reducto tradicional, e incorporar a
clases medias y algunos segmentos populares menores a una oleada de
movilizaciones agresivas y violentas a las que pronto se sumó la
policía, con el saldo por todos conocido.
Mientras ambos líderes consolidan junto con mandos castrenses y policiales un poder de facto
en Bolivia, sin que exista una fecha definida para volver a la
institucionalidad, Evo Morales salió exiliado hacia México. Es tan
deplorable la barbarie que se abate en el infortunado país andino como
honrosa la postura del gobierno mexicano, el cual no dudó en
caracterizar como golpe de Estado lo ocurrido en suelo boliviano el
pasado fin de semana ni vaciló en ofrecer refugio al presidente
depuesto. En una circunstancia trágica y exasperante, el país confirma
el retorno a las posturas éticas que engrandecieron su diplomacia.
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