En junio de 2019
el presidente Donald Trump anunció el inicio de redadas para cazar
inmigrantes ilegales en las diez mayores ciudades de Estados Unidos a
partir del día 14 de julio de este año. El hecho de que se haya elegido a
las grandes ciudades y no a las grandes plantaciones que no pueden
levantar sus cosechas sin inmigrantes ilegales, se debe, muy
probablemente, a un fenómeno que hemos señalado anteriormente: en
Estados Unidos, las minorías (negros, latinos, asiáticos) están
políticamente subrepresentadas, no sólo porque los inmigrantes ilegales
no votan sino porque el voto de los ciudadanos de esos grupos vale
varias veces menos que un voto blanco en un estado ultra conservador, lo
cual pone en tela de juicio la misma naturaleza democrática de todo el
sistema político y electoral, por no hablar del sistema económico y
financiero.
Por una razón histórica de
marginación de la propiedad de la tierra y por las necesidades
presentes, las minorías se concentran en las grandes ciudades en el
sector de servicios, las cuales están en los estados más poblados, los
cuales tienen tantos senadores como cualquier estado despoblado,
bastiones de los conservadores desde el siglo XIX: para sumar la misma
población que California (40 millones) o Nueva York (20 millones), dos
bastiones progresistas y más receptivos a los inmigrantes de todo tipo,
es necesario sumar más de diez estados conservadores (la gigante Alaska
no llega al millón). No obstante, cada uno de esos grandes estados posee
solo dos senadores mientras que una docena de estados conservadores y
despoblados poseen veinticuatro. Texas es la excepción inversa, pero no
en su dinámica interior.
A esta realidad estructural hay que
sumarle que, entre otras características, los gobiernos llamados
populistas suelen buscar efectos especiales en decisiones espectaculares
y simbólicas cuando podrían hacer lo mismo con más discreción. Los
populismos de izquierda suelen jugar esta carta con los antagonistas más
poderosos, como lo son los imperios de diferentes colores. Los
populismos de derecha suelen jugar la misma carta atacando y demonizando
los gobiernos de países pobres, cuando a estos se les ocurre jugar a la
independencia, o a los sectores más débiles de una sociedad como los
inmigrantes o los trabajadores pobres. Los inmigrantes no solo no votan
sino que además su poder económico y mediático es irrelevante.
En el caso del populismo de derecha, expresión de los intereses de los
de arriba proyectada en las frustraciones de los de abajo para linchar a
los indeseados de más abajo, es por lo menos una cobardía al cuadrado.
Por no entrar a considerar que los fanáticos post humanistas (los
fanáticos son los de abajo que defienden los intereses de los de arriba
contra sus propios intereses, no los de arriba que simplemente defienden
sus propios intereses) suelen ondear la diversa y contradictoria
bandera de la cruz al tiempo que se rasgan las vestiduras y se golpean
el pecho alegando que son los seguidores de aquel hombre que pregonaba
amor indiscriminado y se rodeaba de marginados. Aquel a quien el poder
imperial de turno y los siempre necesarios colaboracionistas locales
crucificaron junto con otros dos criminales.
Diferentes estudios
han mostrado que cuanto mayor son las diferencias sociales y económicas
que separa a los de arriba de los de abajo mayor espacio mediático se
les da a los problemas de la inmigración y la criminalidad. Esto es
igual tanto en los países centrales como en los periféricos, en los
ricos como en los pobres. Hay que agregar otra característica que se da
incluso en las ponencias de los estudiantes universitarios: el debate (o
mejor “verbalización social”) es planteado con su axioma y corolario
desde el inicio al ser presentado como “el problema de la inmigración” y
no como “el desafío” o “la gran oportunidad de la inmigración”.
Aunque el presidente Donald Trump perdió las elecciones en 2016, llegó a
la Casa Blanca por un sistema electoral inventado para proteger a los
estados esclavistas del sur en el siglo XVIII y con un discurso racista,
como en Europa, apenas escondido en la eterna y cobarde excusa de la
legalidad que, como ya hemos analizado antes, históricamente se ha
promovido y respetado cuando convenía a los grupos en el poder. Con
notables y heroicas excepciones, siempre gracias a demonizados
luchadores sociales. El racismo no se crea ni se destruye; solo se
transforma.
La fecha del 14 de julio de 2019 como inicio de las
redadas contra los inmigrantes ilegales es arbitraria pero consistente
con la psicología fascista que ama las decisiones intempestivas y
simbólicas (fácil de mediatizar) contra algún grupo específico de los de
abajo demonizados como “el otro”: judíos de a pie, musulmanes de a pie,
inmigrantes de a pie. Claro, no cualquier inmigrante ilegal sino los
más pobres, desesperados y con la piel más oscura. Los otros inmigrantes
ilegales, si son blancos, pasan desapercibidos o, si son blancas, hasta
se convierten en Primera Dama, sin importar que sus padres fuesen (por
voluntad propia y por la misma vocación de alpinistas) miembros del
partido comunista en algún país de Europa. Otra prueba de que los
inmigrantes hacen el trabajo que los ciudadanos no quieren hacer.
El tribalismo, la horda fascista, racista, misógina y el asco por los
iguales derechos ajenos pasará. No sabemos cuándo, pero estoy convencido
que es una reacción global a todo lo poco o mucho que se ha logrado en
ese sentido en los últimos siglos y una previsible máscara a un
conflicto agravado entre los cada vez menos que cada vez tienen más y
los cada vez más que sienten pero no entienden que están siendo
marginados, en el mejor de los casos convertidos a mansas bestias de
consumo. Un proceso histórico que no puede perpetuarse, que explotará en
una catástrofe descontrolada que nadie querrá, ni siquiera los de
arriba, tan acostumbrados a expandir sus feudos en cada crisis
controlada, como la que vendrá en el 2020.
Los poderosos
ancianos que gobiernan el mundo llevan una ventaja existencial: no verán
los frutos de su odio y de su codicia. Por eso no les importa nada a
largo plazo, aunque repitan lo contrario. Sobre todo si creen haber
comprado un pent-house en el reino del Señor a fuerza de limosnas y de
rezar cinco minutos por día con caras compungidas. Para ellos y para los
de abajo “el tiempo es oro”, un mito que se desmonta solo considerando
que ninguna montaña de oro puede comprarles tiempo. Como no pueden
acumular tiempo acumulan oro, destrozando la vida de los más débiles y
desesperados, de los más jóvenes que son, por lejos, quienes tienen más
tiempo que oro. Algo que no se les perdona.
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