Hipólito Rodríguez*
La Jornada
Hacia 1976 oí hablar por primera vez de Agnes Heller. Bolívar Echeverría me había recomendado buscar su libro La teoría de las necesidades en Marx,
recién publicado, y conseguí una versión en italiano; al leerla entendí
que ella era, como discípula de Lukács, una lectora fiel de los Manuscritos de 1844, los textos del joven Marx que sentaron las bases para una nueva antropología crítica.
Como a todo estudiante de izquierda en la Facultad de Economía de la
UNAM de entonces, el aura de Lukács me seducía y, durante un periodo, su
acercamiento a los escritos juveniles de Marx ocupó buena parte de
nuestros estudios. Agnes Heller había trabajado entre 1955 y 1958 como
asistente de George Lukács en el Instituto Sociológico de Budapest y su
obra mostraba su ostensible huella. De familia judía, había sobrevivido a
la barbarie nazi, y entender las raíces de ese régimen se había
convertido en una de sus principales preocupaciones. ¿Cómo era posible
que hubiese ocurrido algo como el Holocausto?
En esa línea, antes de ocuparse de las necesidades, Agnes Heller había publicado Sociología de la vida cotidiana e Hipótesis para una teoría marxista de los valores (1970).
Desde entonces empezó a producir textos que darían origen a una suerte
de antropología crítica: al lado de su teoría marxista de las
necesidades, elaboró una teoría de las emociones. De estos textos se
desprende una antropología de la vida cotidiana. ¿Cómo entender los
procesos de restructuración de los patrones de consumo que la modernidad
experimenta y suscita como novedad día tras día?, ¿qué subyace a esa
revolución de las necesidades que el mercado mundial no cesa de
recrear?, ¿en qué era distinto el orden de las necesidades en las
sociedades clásicas?
Al empezar los años 70, tras la gran ruptura que significó 1968,
múltiples teóricos críticos hacían esfuerzos por construir una mirada
que permitiera entender los cambios, las crisis, que ya desde entonces
estábamos viviendo.
En ese horizonte aparece Agnes Heller (1929), desde una Europa del
Este distante, para hablarnos, de modo original, de necesidades
radicales que no pueden ser satisfechas en el horizonte del capitalismo.
Se trataba de una lectura que marcaba cierta ruptura. No era necesario
apelar a la confrontación entre la clase obrera y el capitalismo para
hablar de revolución. Las necesidades radicales referían a todas las
cuestiones que el mercado no podía atender y que estaban en el origen de
las movilizaciones que en ese momento alimentaban al movimiento
anticapitalista. Las luchas de género, feministas y homosexuales, las
luchas antinucleares, las luchas por nuevos patrones de consumo, las
luchas ecologistas, las movilizaciones por el hábitat, el derecho a la
ciudad, todas, eran luchas que mostraban los límites del capitalismo.
“Todos aquellos estratos sociales que expresan necesidades radicales
–escribió– pueden convertirse en sujetos de la transformación
revolucionaria.”
Un nuevo sujeto social parecía emerger al final del siglo XX, un
grupo de actores que coincidían en un reclamo: hay necesidades que no
pueden encontrar atención en el mundo del mercado, un mundo que
homogeneiza, instrumentaliza, reprime, manipula y cosifica los deseos de
la gente. Un mundo que no suscita una cultura de paz sino una nueva
versión de la cultura de la guerra.
En esos años, Bolívar Echeverría recomendó en su obra volver la vista a los conceptos clave del Marx de los Grundrisse y El capital:
sistema de necesidades y sistema de capacidades. En ellos se encuentran
categorías útiles para pensar la modernidad capitalista del siglo XXI.
El capitalismo es, a todas luces, una época contradictoria. El mercado
mundial no cesa de explorar y constituir nuevas necesidades para ampliar
las posibilidades de acumulación. El patrón de consumo material del
neocapitalismo es un modelo que no se detiene ante nada. Se trata de
constituir apetitos y deseos de toda índole, generar dependencias en
cualquier ámbito. El capital no hace distinciones a la hora de hacer
negocios. Y, con esa lógica, no importa que la naturaleza o las culturas
precapitalistas desaparezcan. Se trata de ampliar los mercados, no
importa el costo.
Es la primera época que se ha preocupado por identificar los mínimos
fisiológicos para la vida humana. Ninguna otra sociedad había intentado
determinar qué necesidades es indispensable atender (mínimos
nutricionales). Pero a la vez, en ninguna sociedad anterior se había
propuesto explorar el ir más allá de todos los límites. Insaciable, el
orden capitalista rompe todas las barreras naturales y no cesa de
destruir las culturas locales.
¿Qué nos enseña Agnes Heller? Su legado indica que es posible
construir una teoría crítica abierta. Desde el punto de vista de la
praxis, hace depender el carácter transformador de un movimiento social,
del contenido de las necesidades que se propone satisfacer. Como
intelectual preocupada por construir una teoría alternativa, socialista y
democrática, su visión de las necesidades radicales constituye una
reflexión teórica original. Forma parte esencial de su antropología, y
en este sentido está claramente vinculada a su reflexión sobre la vida
cotidiana, la modernidad capitalista y las alternativas para salir de
ésta. No hay que olvidar que, conociendo las entrañas del mundo
socialista, también hizo una crítica del fallido modelo soviético, en Dictadura y cuestiones sociales, publicado en México, donde mostró que aquello no era otra cosa que una dictadura de las necesidades.
Leer a Heller es hoy más que nunca necesario. Su mensaje en última
instancia apela a la superación de las necesidades enajenadas. La
necesidad de posesión, de poder y la de ambición, decía, son tres
necesidades que nunca pueden ni deben ser satisfechas. Si fueran
satisfechas, la gran mayoría de los hombres no podría satisfacer otras.
* Doctor en antropología social. Alcalde de Xalapa
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