Desde tiempos inmemorables, los mexicanos han sido los eternos chivos expiatorios del racismo que anida en el corazón de aquellos supremacistas empeñados en el reclamo del poder y sus privilegios para la raza blanca.—bautizada bajo el infame nombre de WetBack o “espalda mojada”—, casi 1.3 millones de migrantes de origen mexicano fueron expulsados de Estados Unidos. |
Foto/AP
Tratándose
de deportados, la expulsión de mexicanos desde Estados Unidos ha sido
un fenómeno multigeneracional. Un historial condenado al silencio
político o al soslayo de gobernantes durante casi un siglo y en una
herida que sigue sin cerrar en las relaciones de ambos países.
Desde
tiempos inmemorables, los mexicanos han sido los eternos chivos
expiatorios del racismo que anida en el corazón de aquellos
supremacistas empeñados en el reclamo del poder y sus privilegios para
la raza blanca.
Por ello, en la mayoría de los casos, las
deportaciones se han convertido en una suerte de purga cíclica de raza.
En un fenómeno caracterizado por su profunda discriminación, por su
trágico componente de desentrañamiento familiar y por su infame agravio
comparativo frente a minorías que han nutrido durante casi tres siglos
ese crisol de razas y culturas que hoy es Estados Unidos.
Ahora
que el régimen de Donald Trump prepara una nueva campaña de
deportaciones express, vale la pena evocar las marejadas de deportados
que se han mantenido como una constante en ese viejo empeño por revertir
el cambio de paisaje demográfico.
Algo que, por cierto, difícilmente tendrá marcha atrás.
Según
el último censo en Estados Unidos (2010), el crecimiento de la
población total en Estados Unidos se vio impulsada por el aumento de las
minorías étnicas. En términos absolutos, las minorías contribuyeron en
un 91.7% del crecimiento de la población en el período 2000-2010,
mientras la población blanca sólo representa el 8.3%.
De este gran total, la minoría hispana fue responsable por el 56% del crecimiento en la población.
En
este contexto de recomposición demográfica, la minoría blanca se ha
visto espoleada por el mensaje de aquellos que siguen predicando el
mensaje de la “superioridad racial” para defender cotos de poder y
privilegios.
Pero esta lucha no es nueva. Viene de mucho tiempo atrás.
Hacia
mediados del año 2004, conocí en la ciudad de Santa Ana, California, a
Doña Trinidad Rubio. Me la encontré en una manifestación contra las
redadas express que ya desde entonces azotaban a la comunidad migrante:
“Mi
madre me contó que yo sólo tenía dos años cuando la policía nos metió a
todos en un tren como si fuéramos ganado. Me acuerdo que mi madre iba
mal herida y sangrando de la cabeza porque la policía nos persiguió.
“Durante
la persecución mi padre iba manejando la troca y de repente dio un
vuelco. Todos salimos volando. Mi madre, por protegerme, sacó la peor
parte. Un brazo se le rompió y recibió un golpe en la cabeza. Sólo le
dieron ayuda de emergencia y le cosieron con un hilo y aguja la herida
que tenía en el brazo.
“Después nos subieron al tren y nos
expulsaron a México. Y de nada sirvió que mis padres les explicaran que
todos nosotros éramos ciudadanos de Estados Unidos. La policía no nos
quiso escuchar. Tenían sus órdenes, nos decían.
“Así fue como nos
expulsaron y nos enviaron a un rancho en Chihuahua, donde pasaríamos 10
años olvidados y en medio de la más absoluta miseria antes de regresar a
Estados Unidos”.
Con más de 90 años, Doña Trinidad sigue
esperando que el gobierno de Estados Unidos le pida perdón a ella y a
todos ellos que, a pesar de ser ciudadanos de Estados Unidos, se les
expulsó de sus hogares entre 1929 y 1930 para aplacar el sentimiento de
odio de la mayoría blanca hacia las minorías (principalmente la
mexicana) en plena recesión económica.
Para tratar de aplacar ese
odio y resentimiento hacia la minoría hispana, el presidente Herbert
Hoover ordenó la deportación de más de un millón de personas de origen
mexicano.
Más del 70% de esos deportados, según han señalado varios historiadores, eran ciudadanos de Estados Unidos.
Pero
antes de ser expulsada de Estados Unidos, la familia de Trinidad Rubio
había visto obligada a exiliarse de México para pagar así muy cara su
lealtad a las fuerzas de Pancho Villa que huyeron hacia el norte
empujadas por los ejércitos de Venustiano Carranza.
Tras un
difícil peregrinar por Arizona y California (donde nacieron los cinco
hijos de la familia Rubio), los padres de doña Trinidad consiguieron
asentarse en este último Estado donde el cabeza de familia consiguió un
empleo estable en un aserradero.
Sin embargo, la tranquilidad
duraría poco ya que, a partir de 1929, la recesión desató una cacería y
una expulsión sin precedentes de migrantes de origen mexicano para
desplazarlos con trabajadores de raza blanca.
En 1954, en una
nueva fase de deportaciones ordenadas por el presidente Dwight
Eisenhower —bautizada bajo el infame nombre de WetBack o “espalda
mojada”—, casi 1.3 millones de migrantes de origen mexicano fueron
expulsados de Estados Unidos.
Y, más recientemente, bajo la
presidencia de Barack Obama, el Departamento de Seguridad Interna (DHS)
rompió el récord de las deportaciones recientes con más de 2 millones de
expulsados.
Hacer recuento de estas campañas de redadas y
deportaciones es un ejercicio que habla del cinismo y el oportunismo
político que ha caracterizado a los sucesivos gobiernos de Estados
Unidos pero, también, de la insufrible obsecuencia que ha mantenido como
una constante el gobierno de México.
Es hacer, en suma, recuento
de la tragedia que siempre acecha a los mismos de siempre. A los eternos
vencidos. A los migrantes deportados que siguen siendo la carnaza
preferida de los racistas y los miserables.
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