El desorden global
Viento Sur
Desde hace una decena de años viene anunciándose regularmente el fin del neoliberalismo:
la crisis financiera mundial de 2008 se presentó como el último
estertor de su agonía, después le tocó el turno a la crisis griega en
Europa (al menos hasta julio de 2015), sin olvidar, por supuesto, el
seísmo causado por la elección de Donald Trump en EE UU en noviembre de
2016, seguido del referéndum sobre el Brexit en marzo de 2017. El
hecho de que Gran Bretaña y EE UU, que fueron tierras de promisión del
neoliberalismo en tiempos de Thatcher y Reagan, parezcan darle la
espalda mediante una reacción nacionalista tan repentina, marcó los
espíritus debido a su alcance simbólico. Después, en octubre de 2018, se
produjo la elección de Jair Bolsonaro, quien promete tanto el retorno
de la dictadura como la aplicación de un programa neoliberal de una
violencia y una amplitud muy parecidas a las de los Chicago boys de Pinochet.
El neoliberalismo no solo sobrevive como sistema de poder, sino que se
refuerza. Hay que comprender esta singular radicalización, lo que
implica discernir el carácter tanto plástico como plural del
neoliberalismo. Pero hace falta ir más lejos todavía y percatarse del
sentido de las transformaciones actuales del neoliberalismo, es decir,
la especificidad de lo que aquí llamamos el nuevo neoliberalismo.
La crisis como modo de gobierno
Recordemos de entrada qué significa el concepto de neoliberalismo, que
pierde gran parte de su pertinencia cuando se emplea de forma confusa,
como sucede a menudo. No se trata tan solo de políticas económicas
monetaristas o austeritarias, de la mercantilización de las relaciones
sociales o de la dictadura de los mercados financieros. Se trata
más fundamentalmente de una racionalidad política que se ha vuelto
mundial y que consiste en imponer por parte de los gobiernos, en la
economía, en la sociedad y en el propio Estado, la lógica del capital
hasta convertirla en la forma de las subjetividades y la norma de las
existencias.
Proyecto radical e incluso, si se quiere,
revolucionario, el neoliberalismo no se confunde, por tanto, con un
conservadurismo que se contenta con reproducir las estructuras
desigualitarias establecidas. A través del juego de las relaciones
internacionales de competencia y dominación y de la mediación de las
grandes organizaciones de gobernanza mundial (FMI, Banco Mundial,
Unión Europea, etc.), este modo de gobierno se ha convertido con el
tiempo en un verdadero sistema mundial de poder, comandado por el
imperativo de su propio mantenimiento.
Lo que caracteriza este
modo de gobierno es que se alimenta y se radicaliza por medio de sus
propias crisis. El neoliberalismo solo se sostiene y se refuerza porque
gobierna mediante la crisis. En efecto, desde la década de 1970, el
neoliberalismo se nutre de las crisis económicas y sociales que genera.
Su respuesta es invariable: en vez de poner en tela de juicio la lógica
que las ha provocado, hay que llevar todavía más lejos esa misma lógica y
tratar de reforzarla indefinidamente. Si la austeridad genera déficit
presupuestario, hay que añadir una dosis suplementaria. Si la
competencia destruye el tejido industrial o desertifica regiones, hay
que agudizarla todavía más entre las empresas, entre los territorios,
entre las ciudades. Si los servicios públicos no cumplen ya su misión,
hay que vaciar esta última de todo contenido y privar a los servicios de
los medios que precisan. Si las rebajas de impuestos para los ricos o
las empresas no dan los resultados esperados, hay que profundizar
todavía más en ellas, etc.
Este gobierno mediante la crisis
solo es posible, claro está, porque el neoliberalismo se ha vuelto
sistémico. Toda crisis económica, como la de 2008, se interpreta en los
términos del sistema y solo recibe respuestas que sean compatibles con
el mismo. La ausencia de alternativas no es tan solo la
manifestación de un dogmatismo en el plano intelectual, sino la
expresión de un funcionamiento sistémico a escala mundial. Al amparo de
la globalización y/o al reforzar la Unión Europea, los Estados han
impuesto múltiples reglas e imperativos que los llevan a reaccionar en
el sentido del sistema.
Pero lo que es más reciente y sin duda
merece nuestra atención es que ahora se nutre de las reacciones
negativas que provoca en el plano político, que se refuerza con la misma
hostilidad política que suscita. Estamos asistiendo a una de sus
metamorfosis, y no es la menos peligrosa. El neoliberalismo ya no
necesita su imagen liberal o democrática, como en los buenos tiempos de lo que hay que llamar con razón el neoliberalismo clásico.
Esta imagen incluso se ha convertido en un obstáculo para su
dominación, cosa que únicamente es posible porque el gobierno neoliberal
no duda en instrumentalizar los resentimientos de un amplio sector de
la población, falto de identidad nacional y de protección por el Estado,
dirigiéndolos contra chivos expiatorios.
En el pasado, el neoliberalismo se ha asociado a menudo a la apertura, al progreso, a las libertades individuales, al Estado de derecho. Actualmente se conjuga con el cierre de fronteras, la construcción de muros,
el culto a la nación y la soberanía del Estado, la ofensiva declarada
contra los derechos humanos, acusados de poner en peligro la seguridad.
¿Cómo es posible esta metamorfosis del neoliberalismo?
Trumpismo y fascismo
Trump marca incontestablemente un hito en la historia del
neoliberalismo mundial. Esta mutación no afecta únicamente a EE UU, sino
a todos los gobiernos, cada vez más numerosos, que manifiestan
tendencias nacionalistas, autoritarias y xenófobas hasta el punto de
asumir la referencia al fascismo, como en el caso de Matteo Salvini, o a
la dictadura militar en el de Bolsonaro. Lo fundamental es comprender
que estos gobiernos no se oponen para nada al neoliberalismo como modo
de poder. Al contrario, reducen los impuestos a los más ricos, recortan
las ayudas sociales y aceleran las desregulaciones, particularmente en
materia financiera o ecológica. Estos gobiernos autoritarios, de los que
forma parte cada vez más la extrema derecha, asumen en realidad el
carácter absolutista e hiperautoritario del neoliberalismo.
Para comprender esta transformación, primero conviene evitar dos
errores. El más antiguo consiste en confundir el neoliberalismo con el ultraliberalismo, el libertarismo, el retorno a Adam Smith o el fin del Estado,
etc. Como ya nos enseñó hace mucho tiempo Michel Foucault, el
neoliberalismo es un modo de gobierno muy activo, que no tiene mucho que
ver con el Estado mínimo pasivo del liberalismo clásico. Desde este
punto de vista, la novedad no consiste en el grado de intervención del
Estado ni en su carácter coercitivo. Lo nuevo es que el antidemocratismo
innato del neoliberalismo, manifiesto en algunos de sus grandes
teóricos, como Friedrich Hayek, se plasma hoy en un cuestionamiento
político cada vez más abierto y radical de los principios y las formas
de la democracia liberal.
El segundo error, más reciente, consiste en explicar que nos hallamos ante un nuevo fascismo neoliberal, o bien ante un momento neofascista del neoliberalismo 2/. Que sea por lo menos azaroso, si no peligroso políticamente, hablar con Chantal Mouffe de un momento populista para presentar mejor el populismo como un remedio
al neoliberalismo, esto está fuera de toda duda. Que haga falta
desenmascarar la impostura de un Emmanuel Macron, quien se presenta como
el único recurso contra la democracia iliberal de Viktor Orbán y
consortes, esto también es cierto. Pero, ¿acaso esto justifica que se
mezcle en un mismo fenómeno político el ascenso de las extremas derechas y la deriva autoritaria del neoliberalismo?
La asimilación es a todas luces problemática: ¿cómo identificar si no es mediante una analogía superficial el Estado total
tan característico del fascismo y la difusión generalizada del modelo
de mercado y de la empresa en el conjunto de la sociedad? En el fondo,
si esta asimilación permite arrojar luz, centrándonos en el fenómeno Trump, sobre cierto número de rasgos del nuevo neoliberalismo,
al mismo tiempo enmascara su individualidad histórica. La inflación
semántica en torno al fascismo tiene sin duda efectos críticos, pero
tiende a ahogar los fenómenos a la vez complejos y singulares en
generalizaciones poco pertinentes, que a su vez no pueden sino dar lugar
a un desarme político.
Para Henry Giroux 3/, por ejemplo, el fascismo neoliberal
es una “formación económico-política específica” que mezcla ortodoxia
económica, militarismo, desprecio por las instituciones y las leyes,
supremacismo blanco, machismo, odio a los intelectuales y amoralismo.
Giroux toma prestada del historiador del fascismo Robert Paxton (2009)
la idea de que el fascismo se apoya en pasiones movilizadoras que volvemos a encontrar en el fascismo neoliberal: amor al jefe, hipernacionalismo, fantasmas racistas, desprecio por lo débil, lo inferior, lo extranjero, desdén por los derechos y la dignidad de las personas, violencia hacia los adversarios, etc.
Si bien hallamos todos estos ingredientes en el trumpismo y más todavía
en el bolsonarismo brasileño, ¿acaso no se nos escapa su especificidad
con respecto al fascismo histórico? Paxton admite que “Trump retoma
varios motivos típicamente fascistas”, pero ve en él sobre todo los
rasgos más comunes de una “dictadura plutocrática” 4/. Porque
también existen grandes diferencias con el fascismo: no impone el
partido único ni la prohibición de toda oposición y de toda disidencia,
no moviliza y encuadra a las masas en organizaciones jerárquicas
obligatorias, no establece el corporativismo profesional, no practica
liturgias de una religión laica, no preconiza el ideal del ciudadano soldado totalmente consagrado al Estado total, etc. (Gentile, 2004).
A este respecto, todo paralelismo con el final de la década de 1930 en
EE UU es engañoso, por mucho que Trump haya hecho suyo el lema de America first,
el nombre dado por Charles Lindbergh a la organización fundada en
octubre de 1940 para promover una política aislacionista frente al
intervencionismo de Roosevelt. Trump no convierte en realidad la ficción
escrita por Philip Roth (2005), quien imaginó que Lindbergh triunfaría
sobre Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940. Ocurre que
Trump no es a Clinton o a Obama lo que fue Lindbergh a Roosevelt y que
en este sentido toda analogía es endeble. Si Trump puja cada vez más en
la escalada antiestablishment para halagar a su clientela
electoral, no trata, sin embargo, de suscitar revueltas antisemitas,
contrariamente al Lindbergh de la novela, inspirada directamente en el
ejemplo nazi.
Pero, sobre todo, no estamos viviendo un momento polanyiano,
como cree Robert Kuttner (2018), caracterizado por la recuperación del
control de los mercados por los poderes fascistas ante los estragos
causados por el no intervencionismo. En cierto sentido ocurre todo lo
contrario, y el caso es bastante más paradójico. Trump pretende ser el
campeón de la racionalidad empresarial, incluso en su manera de llevar a
cabo su política tanto interior como exterior. Vivimos el momento en
que el neoliberalismo segrega desde el interior una forma política
original que combina autoritarismo antidemocrático, nacionalismo
económico y racionalidad capitalista ampliada.
Una crisis profunda de la democracia liberal
Para comprender la mutación actual del neoliberalismo y evitar
confundirla con su fin es preciso tener una concepción dinámica del
mismo. Tres o cuatro decenios de neoliberalización han afectado
profundamente a la propia sociedad, instalando en todos los aspectos de
las relaciones sociales situaciones de rivalidad, de precariedad, de
incertidumbre, de empobrecimiento absoluto y relativo. La generalización
de la competencia en las economías, así como, indirectamente, en el
trabajo asalariado, en las leyes y en las instituciones que enmarcan la
actividad económica, ha tenido efectos destructivos en la condición de
los personas asalariadas, que se han sentido abandonadas y traicionadas.
Las defensas colectivas de la sociedad, a su vez, se han debilitado.
Los sindicatos, en particular, han perdido fuerza y legitimidad.
Los colectivos de trabajo se han descompuesto a menudo por efecto de
una gestión empresarial muy individualizadora. La participación política
ya no tiene sentido ante la ausencia de opciones alternativas muy
diferentes. Por cierto, la socialdemocracia, adherida a la racionalidad
dominante, está en vías de desaparición en un gran número de países. En
suma, el neoliberalismo ha generado lo que Gramsci llamó monstruos mediante un doble proceso de desafiliación de la comunidad política y de adhesión a principios etnoidentitarios y autoritarios, que ponen en tela de juicio el funcionamiento normal
de las democracias liberales. Lo trágico del neoliberalismo es que, en
nombre de la razón suprema del capital, ha atacado los fundamentos
mismos de la vida social, tal como se habían formulado e impuesto en la
época moderna a través de la crítica social e intelectual.
Por
decirlo de manera un tanto esquemática, la puesta en práctica de los
principios más elementales de la democracia liberal comportó rápidamente
bastantes más concesiones a las masas que lo que podía aceptar el
liberalismo clásico. Este es el sentido de lo que se llamó justicia social o también democracia social, a las que no cesó de vituperar precisamente la cohorte de teóricos neoliberales. Al querer convertir la sociedad en un orden de la competencia que solo conocería hombres económicos o capitales humanos
en lucha unos contra otros, socavaron las bases mismas de la vida
social y política en las sociedades modernas, especialmente debido a la
progresión del resentimiento y de la cólera que semejante mutación no
podía dejar de provocar.
¿Cómo extrañarse entonces ante la respuesta de la masa de perdedores
al establecimiento de este orden competitivo? Al ver degradarse sus
condiciones y desaparecer sus puntos de apoyo y de referencia
colectivos, se refugian en la abstención política o en el voto de
protesta, que es ante todo un llamamiento a la protección contra las
amenazas que pesan sobre su vida y su futuro. En pocas palabras, el
neoliberalismo ha engendrado una crisis profunda de la democracia liberal-social,
cuya manifestación más evidente es el fuerte ascenso de los regímenes
autoritarios y de los partidos de extrema derecha, respaldados por una
parte amplia de las clases populares nacionales. Hemos dejado atrás la época de la posguerra fría, en la que todavía se podía creer en la extensión mundial del modelo de democracia de mercado.
Asistimos ahora, y de forma acelerada, a un proceso inverso de salida de la democracia o de desdemocratización, por retomar la justa expresión de Wendy Brown. A los periodistas les gusta mezclar en el vasto marasmo de un populismo antisistema
a la extrema derecha y a la izquierda radical. No ven que la
canalización y la explotación de esta cólera y de estos resentimientos
por la extrema derecha dan a luz un nuevo neoliberalismo, aún más
agresivo, aún más militarizado, aún más violento, del que Trump es tanto
el estandarte como la caricatura.
El nuevo neoliberalismo
Lo que aquí llamamos nuevo neoliberalismo
es una versión original de la racionalidad neoliberal en la medida que
ha adoptado abiertamente el paradigma de la guerra contra la población,
apoyándose, para legitimarse, en la cólera de esa misma población e
invocando incluso una soberanía popular dirigida contra las
élites, contra la globalización o contra la Unión Europea, según los
casos. En otras palabras, una variante contemporánea del poder
neoliberal ha hecho suya la retórica del soberanismo y ha adoptado un
estilo populista para reforzar y radicalizar el dominio del capital
sobre la sociedad. En el fondo es como si el neoliberalismo aprovechara
la crisis de la democracia liberal-social que ha provocado y que no cesa
de agravar para imponer mejor la lógica del capital sobre la sociedad.
Esta recuperación de la cólera y de los resentimientos requiere sin
duda, para llevarse a cabo efectivamente, el carisma de un líder capaz
de encarnar la síntesis, antaño improbable, de un nacionalismo
económico, una liberalización de los mecanismos económicos y financieros
y una política sistemáticamente proempresarial. Sin embargo,
actualmente todas las formas nacionales del neoliberalismo experimentan
una transformación de conjunto, de la que el trumpismo nos ofrece la
forma casi pura. Esta transformación acentúa uno de los aspectos
genéricos del neoliberalismo, su carácter intrínsecamente estratégico.
Porque no olvidemos que el neoliberalismo no es conservadurismo. Es un
paradigma gubernamental cuyo principio es la guerra contra las
estructuras arcaicas y las fuerzas retrógradas que se
resisten a la expansión de la racionalidad capitalista y, más
ampliamente, la lucha por imponer una lógica normativa a poblaciones que
no la quieren.
Para alcanzar sus objetivos, este poder emplea
todos los medios que le resultan necesarios, la propaganda de los
medios, la legitimación por la ciencia económica, el chantaje y la
mentira, el incumplimiento de las promesas, la corrupción sistémica de
las élites, etc. Pero una de sus palancas preferidas es el recurso a las
vías de la legalidad, léase de la Constitución, de manera que cada vez más resulte irreversible el marco en el que deben moverse todos los actores.
Una legalidad que evidentemente es de geometría variable, siempre más
favorable a los intereses de las clases ricas que a los de las demás. No
hace falta recurrir, al estilo antiguo, a los golpes de Estado
militares para poner en práctica los preceptos de la escuela de Chicago
si se puede poner un cerrojo al sistema político, como en Brasil,
mediante un golpe parlamentario y judicial: este último permitió, por
ejemplo, al presidente Temer congelar durante 20 años los gastos
sociales (sobre todo a expensas de la sanidad pública y de la
universidad). En realidad, el brasileño no es un caso aislado, por mucho
que los resortes de la maniobra sean allí más visibles que en otras
partes, sobre todo después de la victoria de Bolsonaro como punto de
llegada del proceso. El fenómeno, más allá de sus variantes nacionales,
es general: es en el interior del marco formal del sistema político
representativo donde se establecen dispositivos antidemocráticos de una
temible eficacia corrosiva.
Un gobierno de guerra civil
La lógica neoliberal contiene en sí misma una declaración de guerra a todas las fuerzas de resistencia a las reformas
en todos los estratos de la sociedad. El lenguaje vigente entre los
gobernantes de todos los niveles no engaña: la población entera ha de
sentirse movilizada por la guerra económica, y las reformas del
derecho laboral y de la protección social se llevan a cabo precisamente
para favorecer el enrolamiento universal en esa guerra. Tanto en el
plano simbólico como en el institucional se produce un cambio desde el
momento en que el principio de competitividad adquiere un carácter casi
constitucional. Puesto que estamos en guerra, los principios de la
división de poderes, de los derechos humanos y de la soberanía del
pueblo ya solo tienen un valor relativo. En otras palabras, la
democracia liberal-social tiende progresivamente a vaciarse para
pasar a no ser más que la envoltura jurídico-política de un gobierno de
guerra. Quienes se oponen a la neoliberalización se sitúan fuera del
espacio público legítimo, son malos patriotas, cuando no traidores.
Esta matriz estratégica de las transformaciones económicas y sociales,
muy cercana a un modelo naturalizado de guerra civil, se junta con otra
tradición, esta más genuinamente militar y policial, que declara la seguridad nacional
la prioridad de todos los objetivos gubernamentales. El neoliberalismo y
el securitarismo de Estado hicieron buenas migas desde muy temprano. El
debilitamiento de las libertades públicas del Estado de derecho y la
extensión concomitante de los poderes policiales se han acentuado con la
guerra contra la delincuencia y la guerra contra la droga de la década de 1970. Pero fue sobre todo después de que se declarara la guerra mundial contra el terrorismo,
inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, cuando se produjo
el despliegue de un conjunto de medidas y dispositivos que violan
abiertamente las reglas de protección de las libertades en la democracia
liberal, llegando incluso a incorporar en la ley la vigilancia masiva
de la población, la legalización del encarcelamiento sin juicio o el uso
sistemático de la tortura.
Para Bernard E. Harcourt (2018),
este modelo de gobierno, que consiste en “hacer la guerra a toda la
ciudadanía”, procede en línea directa de las estrategias militares
contrainsurgentes puestas a punto por el ejército francés en Indochina y
en Argelia, transmitidas a los especialistas estadounidenses de la
lucha anticomunista y practicadas por sus aliados, especialmente en
América Latina o en el sudeste asiático. Hoy, la “contrarrevolución sin
revolución”, como la denomina Harcourt, busca reducir por todos los
medios a un enemigo interior y exterior omnipresente, que tiene más bien
cara de yihadista, pero que puede adoptar muchas otras caras
(estudiantes, ecologistas, campesinos, jóvenes negros en EE UU o jóvenes
de los suburbios en Francia, y tal vez, sobre todo en estos momentos,
migrantes ilegales, preferentemente musulmanes). Y para llevar a buen
término esta guerra contra el enemigo, conviene que el poder, por un
lado, militarice a la policía y, por otro, acumule una masa de
informaciones sobre toda la población con el fin de conjurar toda
rebelión posible. En suma, el terrorismo de Estado se halla de nuevo en
plena progresión, incluso cuando la amenaza comunista, que le había servido de justificación durante la Guerra Fría, ha desaparecido.
La imbricación de estas dos dimensiones, la radicalización de la
estrategia neoliberal y el paradigma militar de la guerra
contrainsurgente, a partir de la misma matriz de guerra civil,
constituye actualmente el principal acelerador de la salida de la
democracia. Este enlace solo es posible gracias a la habilidad con que
cierto número de responsables políticos de la derecha, aunque también de
la izquierda, se dedican a canalizar mediante un estilo populista los
resentimientos y el odio hacia los enemigos electivos, prometiendo a las
masas orden y protección a cambio de su adhesión a la política
neoliberal autoritaria.
El neoliberalismo de Macron
Sin embargo, ¿no es exagerado meter todas las formas de neoliberalismo en el mismo saco de un nuevo neoliberalismo?
Existen tensiones muy fuertes a escala mundial o europea entre lo que
hay que calificar de tipos nacionales diferentes de neoliberalismo. Sin
duda no asimilaríamos a Trudeau, Merkel o Macron con Trump, Erdogan,
Orbán, Salvini o Bolsonaro. Unos todavía permanecen fieles a una forma
de competencia comercial supuestamente leal, cuando Trump ha
decidido cambiar las reglas de la competencia, transformando esta última
en guerra comercial al servicio de la grandeza de EE UU (“America is
Great Again”); unos invocan todavía, de palabra, los derechos humanos,
la división de poderes, la tolerancia y la igualdad de derechos de las
personas, cuando a los otros todo esto les trae sin cuidado; unos
pretenden mostrar una actitud humana ante los migrantes (algunos
muy hipócritamente), cuando los otros no tienen escrúpulos a la hora de
rechazarlos y repatriarlos. Por tanto, conviene diferenciar el modelo
neoliberal.
El macronismo no es trumpismo, aunque solo fuera
por las historias y las estructuras políticas nacionales en las que se
inscriben. Macron se presentó como el baluarte frente al populismo de
extrema derecha de Marine Le Pen, como su aparente antítesis. Aparente,
porque Macron y Le Pen, si no son personas idénticas, en realidad son
perfectamente complementarias. Uno hace de baluarte cuando la otra
acepta ponerse los hábitos del espantajo, lo que permite al primero
presentarse como garante de las libertades y de los valores humanos. Si
es preciso, como ocurre hoy en los preparativos para las elecciones
europeas, Macron se dedica a ensanchar artificialmente la supuesta
diferencia entre los partidarios de la democracia liberal y la democracia iliberal
del estilo de Orbán, para que la gente crea más fácilmente que la Unión
Europea se sitúa como tal en el lado de la democracia liberal.
Sin embargo, tal vez no se haya percibido suficientemente el estilo
populista de Macron, quien ha podido parecer una simple mascarada por
parte de un puro producto de la élite política y financiera francesa. La
denuncia del viejo mundo de los partidos, el rechazo del sistema, la evocación ritual del pueblo de Francia,
todo esto era quizá suficientemente superficial, o incluso grotesco,
pero no por ello ha dejado de hacer gala del empleo de un método
característico, precisamente, del nuevo neoliberalismo, el de la
recuperación de la cólera contra el sistema neoliberal. No obstante, el
macronismo no tenía el espacio político para tocar esta música durante
mucho tiempo. Pronto se reveló como lo que era y lo que hacía.
En línea con los gobiernos franceses precedentes, pero de manera más
declarada o menos vergonzante, Macron asocia al nombre de Europa la
violencia económica más cruda y más cínica contra la gente asalariada,
pensionista, funcionaria y la asistida, así como la violencia
policial más sistemática contra las manifestaciones de oponentes, como
se vio, en particular, en Notre-Dame-des-Landes y contra las personas
migrantes. Todas las manifestaciones sindicales o estudiantiles, incluso
las más pacíficas, son reprimidas sistemáticamente por una policía
pertrechada hasta los dientes, cuyas nuevas maniobras y técnicas de
fuerza están pensadas para aterrorizar a quienes se manifiestan e
intimidar al resto de la población.
El caso de Macron está
entre los más interesantes para completar el retrato del nuevo
neoliberalismo. Llevando más lejos todavía la identificación del Estado
con la empresa privada, hasta el punto de pretender hacer de Francia una
start-up nation, no cesa de centralizar el poder en sus manos y
llega incluso a promover un cambio constitucional que convalidará el
debilitamiento del Parlamento en nombre de la eficacia. La
diferencia con Sarkozy en este punto salta a la vista: mientras que este
último se explayaba en declaraciones provocadoras, al tiempo que
afectaba un estilo relajado en el ejercicio de su función, Macron
pretende devolver todo su lustre y toda su solemnidad a la función
presidencial. De este modo conjuga un despotismo de empresa con la
subyugación de las instituciones de la democracia representativa en
beneficio exclusivo del poder ejecutivo. Se ha hablado con razón de bonapartismo
para caracterizarle, no solo por la manera en cómo tomó el poder
acabando con los viejos partidos gubernamentales, sino también a causa
de su desprecio manifiesto por todos los contrapoderes. La novedad que
ha introducido en esta antigua tradición bonapartista es justamente una
verdadera gobernanza de empresa. El macronismo es un bonapartismo
empresarial.
El aspecto autoritario y vertical de su modo de
gobierno encaja perfectamente en el marco de un nuevo neoliberalismo más
violento y agresivo, a imagen y semejanza de la guerra librada contra
los enemigos de la seguridad nacional. ¿Acaso una de las medidas más
emblemáticas de Macron no ha sido la inclusión en la ley ordinaria, en
octubre de 2017, de disposiciones excepcionales del estado de emergencia declarado tras los atentados de noviembre de 2015?
La aplicación de la ley en contra de la democracia
No cabe descartar que se produzca en Occidente un momento polanyiano,
es decir, una solución verdaderamente fascista, tanto en el centro como
en la periferia, sobre todo si se produce una nueva crisis de la
amplitud de la de 2008. El acceso al poder de la extrema derecha en
Italia es un toque de advertencia suplementario. Mientras tanto, en este
momento que prevalece hasta nueva orden, estamos asistiendo a una
exacerbación del neoliberalismo, que conjuga la mayor libertad del
capital con ataques cada vez más profundos contra la democracia
liberal-social, tanto en el ámbito económico y social como en el terreno
judicial y policial. ¿Hay que contentarse con retomar el tópico crítico
de que el estado de excepción se ha convertido en regla?
Al argumento de origen schmittiano del estado de excepción permanente,
retomado por Giorgio Agamben, que supone una suspensión pura y simple
del Estado de derecho, debemos oponer los hechos observables: el nuevo
gobierno neoliberal se implanta y cristaliza con la promulgación de
medidas de guerra económica y policial. Dado que las crisis sociales,
económicas y políticas son permanentes, corresponde a la legislación
establecer las reglas válidas de forma permanente que permitan a los
gobiernos responder a ellas en todo momento e incluso prevenirlas. De
este modo, las crisis y urgencias han permitido el nacimiento de lo que
Harcourt denomina un “nuevo estado de legalidad”, que legaliza lo que
hasta ahora no eran más que medidas de emergencia o respuestas
coyunturales de política económica o social. Más que con un estado de
excepción que opone reglas y excepciones, nos las tenemos que ver con
una transformación progresiva y harto sutil del Estado de derecho, que
ha incorporado a su legislación la situación de doble guerra económica y
policial a la que nos han conducido los gobiernos.
A decir
verdad, los gobernantes no están totalmente desprovistos para legitimar
intelectualmente semejante transformación. La doctrina neoliberal ya
había elaborado el principio de esta concepción del Estado de derecho.
Así, Hayek subordinaba explícitamente el Estado de derecho a la ley: según él, la ley
no designa cualquier norma, sino exclusivamente el tipo de reglas de
conducta que son aplicables a todas las personas por igual, incluidos
los personajes públicos. Lo que caracteriza propiamente a la ley es, por
tanto, la universalidad formal, que excluye toda forma de excepción.
Por consiguiente, el verdadero Estado de derecho es el Estado de derecho
material (materieller Rechtsstaat), que requiere de la acción
del Estado la sumisión a una norma aplicable a todas las personas en
virtud de su carácter formal. No basta con que una acción del Estado
esté autorizada por la legalidad vigente, al margen de la clase de
normas de las que se deriva. En otras palabras, se trata de crear no un
sistema de excepción, sino más bien un sistema de normas que prohíba la
excepción. Y dado que la guerra económica y policial no tiene fin y
reclama cada vez más medidas de coerción, el sistema de leyes que
legalizan las medidas de guerra económica y policial ha de extenderse
por fuerza más allá de toda limitación.
Por decirlo de otra
manera, ya no hay freno al ejercicio del poder neoliberal por medio de
la ley, en la misma medida que la ley se ha convertido en el instrumento
privilegiado de la lucha del neoliberalismo contra la democracia. El
Estado de derecho no está siendo abolido desde fuera, sino destruido
desde dentro para hacer de él un arma de guerra contra la población y al
servicio de los dominantes. El proyecto de ley de Macron sobre la
reforma de las pensiones es, a este respecto, ejemplar: de conformidad
con la exigencia de universalidad formal, su principio es que un euro
cotizado otorga exactamente el mismo derecho a todos, sea cual sea su
condición social. En virtud de este principio está prohibido, por tanto,
tener en cuenta la penosidad de las condiciones de trabajo en el
cálculo de la cuantía de la pensión. También en esta cuestión salta a la
vista la diferencia entre Sarkozy y Macron: mientras que el primero
hizo aprobar una ley tras otra sin que les siguieran sendos decretos de
aplicación, el segundo se preocupa mucho de la aplicación de las leyes.
Ahí se sitúa la diferencia entre reformar y transformar,
tan cara a Macron: la transformación neoliberal de la sociedad requiere
la continuidad de la aplicación en el tiempo y no puede contentarse con
los efectos del anuncio sin más. Además, este modo de proceder comporta
una ventaja inapreciable: una vez aprobada una ley, los gobiernos
pueden esquivar su parte de responsabilidad so pretexto de que se
limitan a aplicar la ley. En el fondo, el nuevo neoliberalismo es
la continuación de lo antiguo en clave peor. El marco normativo global
que inserta a individuos e instituciones dentro de una lógica de guerra
implacable se refuerza cada vez más y acaba progresivamente con la
capacidad de resistencia, desactivando lo colectivo. Esta naturaleza
antidemocrática del sistema neoliberal explica en gran parte la espiral
sin fin de la crisis y la aceleración ante nuestros ojos del proceso de
desdemocratización, por el cual la democracia se vacía de su sustancia
sin que se suprima formalmente.
Pierre Dardot es filósofo y Christian Laval es sociólogo. Ambos son coautores, entre otras obras, de La nueva razón del mundo y Común
Traducción: viento sur
Referencias Gentile, Emilio (2004) Fascismo: historia e interpretación. Madrid: Alianza.
Harcourt, Bernard E. (2018) The Counterrevolution, How Our Government Went to War against its Own Citizens. Nueva York: Basic Books.
Kuttner, Robert (2018) Can democracy survive Global Capitalism? Nueva York/Londres: WW. Norton & Company.
Paxton, Robert O. (2009) Anatomía del fascismo. Madrid: Capitán Swing.
Roth, Philip (2005) La conjura contra América. Barcelona: Mondadori.
Notas:
1/ Prefacio a la traducción en inglés, publicada por la editorial Verso, de La pesadilla que no acaba nunca (Gedisa, 2017), obra publicada originalmente por La Découverte, París, en 2016.
2/ Éric Fassin, “Le moment néofasciste du néolibéralisme”, Mediapart, 29 de junio de 2018, https://blogs.mediapart.fr/eric-fassin/blog/290618/le-moment-neofasciste-du-neoliberalisme .
3/ Henry Giroux, Neoliberal Fascism and the Echoes of History, https://www.truthdig.com/articles/neoliberal-fascism-and-the-echoes-of-history/ , 08/09/2018.
4/ Robert O. Paxton, “Le régime de Trump est une ploutocratie”, Le Monde, 6 de marzo de 2017.
Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article14984
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