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miércoles, 19 de diciembre de 2018

¿Qué hicimos mal? Las políticas sociales y la semilla del odio


Los gobiernos populares que dieron a luz la década ganada también contribuyeron, sin buscarlo, a engendrar el clima social que posibilitó la victoria de figuras como Jair Bolsonaro, Mauricio Macri y otros articuladores del odio. Los avances de la década ganada fueron importantes. Las políticas sociales que aplicaron los gobiernos progresistas fueron revoluciones dentro del sistema, dentro del capitalismo. Se hicieron cambios redistributivos, necesarios en la región más desigual del planeta, cambios en el alcance de los derechos humanos, indispensables por la tradición autoritaria de la región y cambios desarrollistas, requeridos para revertir el atraso productivo. Pero, en general, no hubo un desafío al capital. Fue una época de orden y estabilidad después de mucho tiempo de incertidumbre y desorden neoliberal en el plano político y económico. 

A todas luces, no hay correspondencia entre el carácter de las políticas implementadas y el odio engendrado. A simple vista, las transformaciones realizadas no justifican el crecimiento del odio que hoy asola la región y cunde en votos conservadores y antiprogresistas. 

El avance electoral de quienes representan fuerzas conservadoras y neoliberales es un fenómeno multicausal. Sabemos que la democracia es una institución muy frágil, indefensa; frente a la información sesgada de medios que comunican a favor de sus intereses; frente a la manipulación en las redes sociales; frente a la moral de “candidatos Pinocho” que saben que no tendrán que rendir cuentas por sus promesas; y frente al apoyo de algún culto religioso para promover un candidato o del Poder Judicial para proscribirlo. Estas y otras razones inciden en la explicación del deterioro de la democracia liberal como instrumento de representación de las mayorías y se hallan detrás del triunfo electoral de Mario Abdo, Macri y Bolsonaro, y de la permanencia de Lenín Moreno en el cargo. 

Sin embargo, en esta nota intentamos especular sobre algunas de las razones que explican por qué las posturas más incorrectas, las ideas más extremistas, a veces desopilantes y antiderechos, colonizaron fácilmente el imaginario de muchos ciudadanos. No basta con afirmar que los ciudadanos fueron engañados, porque una mentira efectiva requiere que alguien esté predispuesto a aceptarla. Así, en esta nota, tratamos de pensar sobre esta predisposición. 

Partimos de la hipótesis de que algunos preceptos humanos, atávicos y profundos en nuestra psiquis, han servido de base argumentativa para impulsar el odio. Nos basamos en un artículo de Bowles y Gintis traducido recientemente al castellano en el número 2 de la revista www.propuestasparaeldesarrollo.com.[1]

Si hay algo innato en el ser humano, es la “ética redistributiva”, es decir, la predisposición a compartir una parte de nuestro ingreso, incluso con absolutos desconocidos. Es una preferencia moral grabada en los genes, desde épocas prehistóricas. Esta predisposición es uno de los valores morales generados por la evolución que le permitió al ser humano prosperar frente a otras especies, individualmente mucho más fuertes que nosotros, pero que no tuvieron ninguna posibilidad frente a la fuerza de la organización colaborativa de los humanos. La “selección por grupos” fue la estrategia evolutiva que dio el éxito a los humanos, es decir, no se trata de la supervivencia del individuo más apto, sino del grupo más apto. 

Existen innumerables experimentos controlados[2] que comprueban que esta predisposición a compartir la tienen por igual todos los pueblos y culturas humanas, aunque no todos los individuos. El homo economicus, el único personaje de la novela neoclásica, es apenas un actor más en el repertorio de la sociedad. Aproximadamente una cuarta parte de los individuos parece ajustarse a la caracterización egoísta del homo economicus, el 75% restante tiene diferentes grados de predisposición a compartir. Posiblemente existan individuos puramente altruistas, es decir, que están dispuestos a compartir ante cualquier circunstancia, sin embargo, el individuo más común es el que tiene una predisposición a compartir “condicionada”. 

Sabemos que los individuos están más dispuestos a compartir mientras menor sea la distancia genética. Es decir, son más proclives a compartir mientras más cercano sea el parentesco. Esto explica que a nadie le parezca mal subsidiar a un hijo, entregándole una herencia, por ejemplo, mientras que son más renuentes a subsidiar a un completo desconocido. También sabemos que la predisposición a compartir es mayor mientras menor es la distancia social y cultural. Por ejemplo, es más fácil compartir con un vecino del mismo pueblo, con alguien de la misma religión, con alguien culturalmente similar, con alguien de la misma cosmovisión y con alguien de la misma afiliación política. 

El genial Darwin, en el siglo XIX, anticipaba esta facultad del ser humano de tender puentes y estrechar las distancias sociales: “A medida que el hombre avanza en la civilización, y las pequeñas tribus se unen en comunidades más grandes, el razonamiento más simple le diría a cada individuo que debe extender sus instintos y simpatías sociales a todos los miembros de la misma nación, aunque personalmente no los conozca. Una vez alcanzado este punto, solo hay una barrera artificial para evitar que sus simpatías se extiendan a los hombres de todas las naciones y razas”.[3]

Los experimentos científicos nos dan muchas pistas acerca de las condiciones que estimulan o desalientan esa predisposición a compartir. Sabemos que hay más predisposición a compartir con alguien que tuvo mala suerte, que se enfermó, por ejemplo, o con un emprendedor que fracasó o, ya en menor medida en nuestras sociedades “meritocráticas”, con alguien que nació en un hogar pobre que no tuvo suficientes posibilidades. Por el contrario, no están de acuerdo en compartir con los percibidos como holgazanes, ni con delincuentes, ni con egoístas parasitarios. 

Es muy revelador el experimento denominado juego sobre Bienes Públicos, que consiste en que los participantes reciben un dinero y tienen dos opciones, donarlo a un pozo común o quedárselo. El administrador del juego recibe las donaciones al pozo común, las duplica y luego las distribuye en partes iguales entre los todos los participantes, hayan o no donado. Si todos contribuyen al pozo, cada uno recibirá el doble de lo originalmente recibido. Si ninguno dona, recibirán solo el dinero original, mientras que cuando algunos donan, los que no aportan se aprovechan de la predisposición a distribuir de los demás (son llamados free riders, o parásitos en castellano) y recibirán el dinero original más su parte del pozo común duplicado. La solución que brinda mayores ingresos al conjunto, es que todos cooperen. La solución más eficiente para cada uno es no contribuir y recibir, además, su parte del bote común aportado por el resto.[4] El resultado de las partidas sucesivas del juego, es que los participantes egoístas no donan, mientras que los cooperativos comienzan donando, pero al percibir que algunos parasitan a los cooperativos, dejan de hacerlo. Lo hacen sólo para evitar la injusticia que generan los individuos egoístas. La moraleja del juego es que la predisposición a contribuir inicial es socavada por los mismos individuos egoístas que no aportan y se aprovechan parasitariamente de los esfuerzos de la cooperación del resto. 

Esta es una característica evolutiva de los seres humanos. Los estudiosos de la evolución especulan que, para los primeros grupos humanos o tribus, la tarea productiva de la caza y la recolección era tan importante para la supervivencia del grupo como la tarea de evitar el parasitismo de los individuos egoístas. Después de todo, si muchos parasitan a los cooperativos, sin duda, sería malo para la supervivencia del grupo. 

Los experimentos modernos analizados apuntan a la misma hipótesis. Si bien la predisposición a compartir es un rasgo universal que explica el éxito del Estado de Bienestar moderno (de acuerdo con los autores citados), el hecho de que la predisposición esté condicionada también explica que el Estado de Bienestar haya perdido gran parte del soporte popular original. Porque si los ciudadanos perciben que las políticas alientan conductas parasitarias o antisociales de parte de los grupos favorecidos por la ayuda, pues le retiran en consecuencia el soporte a esas políticas. 

El razonamiento es como sigue: Para producir mejor, es mejor cooperar, para cooperar, es mejor compartir (redistribuir) porque el reparto estimula la cooperación, y para compartir hay que asegurarse de que todos contribuyan de algún modo (que nadie parasite). Aquí, al fin, llegamos al meollo de la cuestión. 

Nuestra hipótesis es que el descuido de los gobiernos progresistas de la región ha estado en el diseño institucional de las políticas redistributivas y otras políticas sociales. Proponemos que una parte significativa de la población tuvo la percepción, a veces real, a veces no tanto, de que las políticas públicas más o menos masivas aplicadas durante la década ganada incubaban conductas socialmente inaceptables o parasitarias. En particular, aquellas que beneficiaron a los sectores más desfavorecidos –con los que el común de los “incluidos” poco se identifica- y cuyas exigencias fueron percibidas como insuficientes ,en tanto los adultos beneficiados con capacidad de cooperar socialmente sólo debían abocarse a velar por sus intereses, podríamos decir, privados (como velar por la escolaridad o la vacunación de los hijos). Asimismo, dado que la exigencia para la inclusión en dichos programas era, justamente, la exclusión social, normalmente eso se percibió como un círculo vicioso que desincentivaba la participación productiva, tal vez un eufemismo de “devolución social” de la ayuda). Estos programas también fueron desacreditados, en ocasiones, por la inclusión en ellos de personas que no formaban parte del grupo de los excluidos, entendiéndolos como injustos y permeables al abuso. 

Las consignas electorales que auparon el éxito electoral de la derecha en Argentina y Brasil, se basaron en expresiones de rechazo a estas conductas parasitarias, encarnadas en los planes sociales, en los “vagos” que creaban los partidos de izquierda, en los hijos que proliferaron los programas como la asignación universal por hijo junto a otros planes recibidos en función del número de hijos[5] o los programas Bolsa Familia y Bolsa Escola en Brasil. 

Note el lector que no es necesario que los programas sociales efectivamente hayan estimulado conductas parasitarias. De hecho, los estudios académicos disponibles sobre políticas como el programa Bolsa Familia y la Asignación Universal por Hijo, concluyen que no estimularon la natalidad ni desincentivaron la participación femenina en el mercado de trabajo.[6] Por el contrario, estos programas fueron exitosos, reconocidos y generaron beneficios sociales en términos de salud y escolaridad de los infantes. Sin embargo, apenas basta con que “sea posible” que alguien se aproveche del programa, o que existan algunos ejemplos de parásitos (aunque sean estadísticamente insignificantes), para que puedan deslegitimarse los programas y políticas sociales que tanta estabilidad y beneficios aportaron a la región. 

Los intereses políticos conservadores, los neoliberales y sus medios de comunicación tuvieron una tarea fácil explotando esta predisposición a castigar las conductas “parasitarias” para cambiar fácilmente la percepción sobre estas políticas y desacreditar a los partidos que las promovieron. Engendraron odio apoyándose en esta predisposición innata. En las décadas ganadas por venir tendremos que tener en cuenta que, si bien el diseño de las políticas sociales debe priorizar el impacto sobre el bienestar y el crecimiento, también deben ser creativas y tener en cuenta para su diseño esta predisposición innata contra lo que se percibe como parasitismo. Sólo así lograremos hacerlas perdurar y evitar que sean utilizadas como semillas del odio. 

[1] Bowles, S. y Gintis, H. (2000). Reciprocidad, interés propio y Estado de Bienestar. Traducción del artículo original publicado como Reciprocity, self-interest, and the Welfare State. Nordic Journal of Political Economy. 26(1), 33-53. Revista Propuestas para el Desarrollo, año II, número II, páginas 163-184. http://www.propuestasparaeldesarrollo.com/inicio/index.php/ppd/article/view/49/95

[2] Estos experimentos consisten en recreaciones de situaciones de la vida real llevadas a cabo con individuos seleccionados al azar e involucran premios y costos para los participantes, habitualmente en dinero, como el juego del Dictador (en este juego se le da dinero a un individuo y se le pide -sin obligarlo- que redistribuya el dinero recibido con otro participante (la mayoría regala sumas que van entre el 20%-60% del dinero recibido). En el juego del Ultimátum (que es igual al anterior salvo que si al receptor de la redistribución el monto le parece injusto, puede rechazarla, en cuyo caso, ninguno de los dos recibe dinero) habitualmente se comparte entre 40%-50% y los repartos por debajo del 30% habitualmente son considerados injustos y rechazados. Queda claro que cuando el receptor de la transferencia la rechaza por considerarla injusta, solo tiene pérdidas, por lo que no encaja con el perfil del homo economicus. 

[3] Darwin, C. (1871) The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (Primera edición), Londres (p.83). 

[4] Es un dilema del prisionero iterado. 

[5] “Defiendo el rígido control de la natalidad… Quien no tiene condiciones de tener hijos, no debe tenerlos (Bolsonaro, 1993). “Las personas se acostumbran a la ociosidad…, en el nordeste, usted no consigue ni una persona para trabajar en su casa (debido al programa Bolsa Familia)” (Bolsonaro, 2012). “Un hombre y una mujer con educación en Brasil difícilmente querrán tener un hijo para engordar un programa social” (Bolsonaro, Folha). “No podemos hacer discursos demagógicos, apenas conseguimos recursos del gobierno para atender esos miserables que proliferan cada vez más por la nación” (Bolsonaro, Folha). El hijo de Bolsonaro, Carlos, llegó a proponer que solo puedan ser beneficiarios del Bolsa Familia quienes se sometan a la ligadura de trompas o la vasectomía. “Tienen más hijos porque les van a pagar 400 pesos por quedar embarazada” (Chiche Duhalde, Argentina) etc. y etc. 

[6] Los siguientes artículos llegan a estas conclusiones: 


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