Carolina Vazquez Araya
La protección de la niñez es un borrador perdido entre otros temas pendientes.
Me preguntan a veces por qué insisto en el tema
de la niñez, habiendo otros tanto o más importantes en la agenda
pública. Insisto, porque dudo de la existencia de una tarea más
importante que poner en evidencia la situación dramática –y muchas veces
trágica- vivida por millones de niñas, niños y adolescentes, aunque a
algunas personas les parezca tediosa mi tozudez. Creo, con firme
convicción, en la necesidad de seguir machacando sobre ese clavo
herrumbroso, torcido e ineficaz a medio insertar en la agenda política y
social. He reflexionado sobre ello para dar una respuesta, llegando a
la conclusión de que aunque las niñeces felices parecen ser ya un
fenómeno en vías de extinción y tanta convención, tratado y predicamento
sobre sus derechos no acaban de prender en la conciencia ni en las
decisiones de las sociedades, nuestra obligación prioritaria es
defenderlos y hacerlos valer.
Para demostrar cuánto abandono pesa sobre las
nuevas generaciones basta dar un paseo por los medios de comunicación
locales e internacionales, en donde las violaciones cometidas contra ese
sector de la población se han convertido más en un relleno noticioso
que en un tema toral de gran impacto. Su grotesca abundancia nos dice
cuán poco hemos avanzado en el establecimiento de protocolos y procesos
jurídicos y administrativos capaces de garantizar la seguridad y el goce
de derechos para una de las franjas sociales más importantes en una
nación. Niñas, niños y adolescentes forman, en nuestros países
subdesarrollados, un enorme contingente de seres abandonados cuya
vulnerabilidad natural los coloca en la mira de quien quiera
explotarlos. De ese modo van cayendo en redes de trata, en pandillas, en
prostitución, en matrimonios forzados y en abuso laboral con una
facilidad pasmosa por no tener la voz, el conocimiento ni la autoridad
para defenderse por sí solos.
Entonces, volvemos la mirada hacia las
estructuras familiares e institucionales y comprobamos cuán débil es la
red de protección de la niñez. Aquellos estamentos creados con el
propósito de salvaguardar sus derechos han sido cooptados por sus
propios enemigos: seres corruptos con poder suficiente para convertirlos
en víctimas de un sistema de abusos legitimados a fuerza de
privilegios, justicia manipulada para convertir la violación sexual o
laboral en un delito menor, actos de intimidación contra cualquier
intento de exigir castigo por esta clase de crímenes.
Los abusos contra la niñez comienzan a partir
del momento cuando los adultos –padres, maestros, líderes espirituales-
se creen con derecho de propiedad. De esa convicción y de un sistema
patriarcal cuyo pilar fundamental es el abuso de poder, se desprende
todo un abanico de oportunidades para hacer de niños y niñas víctimas
propiciatorias para toda clase de vejámenes, convirtiéndolos en pequeñas
figuras de papel clavadas sobre un muro de indiferencia colectiva. De
ahí viene el afán de mantenerlos en la ignorancia negándoles el acceso
al conocimiento y a la información, de ese modo viven amordazados desde
temprano y sometidos a una autoridad ilegítima, sin posibilidad de
escapatoria.
Nuestras sociedades han abandonado su misión
fundamental debido, en parte, a esa cadena histórica de abuso contra los
seres más vulnerables de las comunidades humanas. El sistema ilegítimo y
perverso de cadenas de autoridad creadas para someter a grandes
sectores de la población a las decisiones de un pequeño círculo de
poder, debe ser destruido. De otro modo, el concepto mismo de sociedad
continúa siendo una vil mentira.
elquintopatio@gmail.com
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