La Jornada
La Cámara (tribunal) Federal
de Buenos Aires aprobó ayer el procesamiento con prisión preventiva de
la ex presidenta y senadora Cristina Fernández, con lo cual el juez
Claudio Bonadio está en condiciones de pedir al Senado el desafuero de
la dirigente opositora con propósitos de detención. Cabe recordar que
ese magistrado la imputó en septiembre pasado como presunta jefa de una
asociación delictiva para recaudar sobornos, junto con el ex ministro de
Planificación, Julio de Vido, quien se encuentra detenido.
El hecho sería una noticia positiva si se tratara de una acción
orientada a combatir la corrupción y la impunidad en el ámbito de la
administración pública de la nación sudamericana, pero por desgracia el
fallo referido se inscribe más bien en la lógica perversa de la
invención de delitos en contra de los opositores políticos al gobierno
de Mauricio Macri, entre los cuales su antecesora en el cargo ocupa el
sitio más relevante. Con ello, los estamentos oligárquicos y regresivos
incrustados en el Poder Judicial buscan fortalecer la alicaída gestión
del actual ocupante de la Casa Rosada –un representante fiel de tales
estamentos–, socavar la credibilidad pública de la acusada y torpedear
por los medios que sea un eventual retorno al poder del Frente por la
Victoria y de sus propuestas sociales y soberanistas.
Es importante tener en cuenta que a lo largo de su estancia en la
presidencia (2007-2015), tanto Cristina Fernández como antes, su finado
esposo, Néstor Kirchner (2003-2007), emprendieron políticas orientadas a
devolver la soberanía a una Argentina por entonces endeudada con
organismos financieros internacionales y acreedores privados, atender a
los sectores sociales más necesitados e impulsar la integración
latinoamericana, tarea esta última que encontró condiciones propicias
con los gobiernos progresistas que existían por entonces en otros países
sudamericanos, particularmente en Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay,
Paraguay y Venezuela. Ello derivó en constantes confrontaciones con los
grupos empresariales que han dominado la economía argentina y con los
consorcios informativos y de telecomunicaciones de orientación
oligárquica –prácticamente todos– que realizaron una permanente labor de
zapa en contra del gobierno.
Por lo demás, desde antes que terminara su periodo, en diciembre de
2015, esos sectores lanzaron un alud de causas judiciales en contra de
la política peronista, una ofensiva que se incrementó tras su salida del
cargo, en diciembre de 2015 y que ahora alcanza un punto culminante con
el referido fallo de la Cámara Federal de Buenos Aires.
Lo más grave del asunto es que la judicialización de políticos
progresistas se ha convertido en un fenómeno cada día más frecuente en
Sudamérica. La ex presidenta brasileña Dilma Rousseff fue depuesta del
cargo en agosto de 2016 en lo que puede considerarse un golpe de Estado
legislativo; su mentor y antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, se
encuentra preso desde abril pasado y sometido a un juicio por delitos
claramente inventados; en Ecuador, el ex presidente Rafael Correa está
sometido a una persecución judicial ordenada por su sucesor y antiguo
protegido, Lenín Moreno, quien abandonó la postura soberanista que el
gobierno ecuatoriano había venido sosteniendo desde 2007, reintrodujo el
neoliberalismo y se enfiló a los lineamientos internacionales dictados
por Washington.
El avance de las nuevas derechas en la región apunta, pues, a la
negación de la política y de la democracia para remplazarlos por
procesos penales amañados, con jueces y tribunales de consigna y en los
que la justicia y la verdad brillan por su ausencia.
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