Democracia y uso de la fuerza en América Latina
Nueva Sociedad
Los militares
han vuelto a la escena latinoamericana. Pero a diferencia del pasado, ya
no aparecen como aliados de las fracciones perdedoras para participar
de golpes de Estado contra los gobiernos constituidos sino,
generalmente, como parte de proyectos de seguridad pública interna.
Según las encuestas, los militares gozan hoy de mayores niveles de
confianza que los partidos políticos. De esta forma, en un contexto de
deterioro democrático regional, la «cuestión militar» vuelve al centro
del debate de manera transversal a los posicionamientos ideológicos de
los gobiernos.
Introducción
Para quienes aún recordamos los duros
acordes de las marchas militares preanunciando un discurso oficial; para
quienes observamos el desfile de tanques por las avenidas de la ciudad;
para quienes vimos los uniformes cerrando el paso en las universidades;
para quienes resuenan aún los dramáticos tiempos de las dictaduras
militares, estos años de democracia han sido vivificantes. Para otros,
la cuestión militar así planteada parece un tema del pasado. Como «ya no
hay golpes de Estado» en América Latina, proponen examinar los nuevos
roles de las Fuerzas Armadas en un mundo incierto y cambiante, que
enfrenta nuevas amenazas, como el tráfico de drogas. No se trata, sin
duda, de temas excluyentes, pero ni siquiera en las democracias más
desarrolladas el control civil democrático de las Fuerzas Armadas es un
asunto resuelto. Siempre será necesario ejercer límites sobre el poder
militar.
Desde la tercera ola democrática iniciada en Ecuador en
1979, se extendió el consenso, tanto entre especialistas como entre
ciudadanos y políticos, de que la conducción firme de los militares por
parte de las autoridades civiles es un requisito sine qua non
para la consolidación de la democracia. No obstante, con el paso de los
años y las falencias de los gobiernos civiles, surgieron otras
preocupaciones: la estabilidad política, la eficiencia en la gestión de
la economía, la lucha contra la corrupción y la espinosa cuestión de la
seguridad pública, que en varios países se ha convertido en la mayor
preocupación de la ciudadanía.
En este texto comenzamos recordando
algunos aspectos de ese asunto inacabado del control civil de los
militares; luego revisamos los procesos de repolitización de las Fuerzas
Armadas y, finalmente, aportamos evidencia sobre los inconvenientes de
utilizar a las Fuerzas Armadas para tareas policiales. Si bien la
realidad con que nos encontramos hoy es sustancialmente diferente de la
del pasado dictatorial, queremos poner de relieve que el poder militar
nuevamente se ha expandido y que los vínculos cívico-militares son un
elemento crucial para entender la política latinoamericana.
¿La política o el cuartel?
Entre
académicos y políticos, existe una amplia coincidencia sobre los
requisitos necesarios para que las Fuerzas Armadas se adapten al juego
democrático. La extensa bibliografía sobre el tema aporta un material de
investigación sólido y fundamentado. Estudios sobre un eficiente
control democrático, las prerrogativas y las impugnaciones militares, el
fortalecimiento de ministerios de Defensa que regulen rigurosamente las
políticas y directivas militares, los presupuestos para defensa o el
tamaño adecuado de las fuerzas acompañaron amplios debates en momentos
de la posdictadura para evitar la autonomía militar. Todos estos
trabajos resaltaban que era central comprometer a los militares con los
valores democráticos. Pero el proceso de democratizar el sector defensa
tuvo avances y retrocesos. Si bien los golpes de Estado del pasado
parecían desterrados, nuevas formas de poder militar emergieron en el
continente. Los militares no intervinieron directamente en las numerosas
crisis de los países de la región, pero en muchas ocasiones
desempeñaron un papel destacado en el manejo de los conflictos. En el
pasado, algunos sectores civiles que no lograban alcanzar el poder por
medio de las elecciones, es decir, que no conseguían construir una base
de apoyo político y social para sus proyectos suficientemente amplia,
optaban por golpear las puertas de los cuarteles. Y allí había altos
oficiales ansiosos de intervenir en política. Los militares no eran, en
efecto, víctimas de las demandas civiles, sino actores que sumaban al
monopolio del uso de la fuerza el monopolio del poder político. El
retorno democrático logró que regresaran al cuartel. Pero en los últimos
años, las Fuerzas Armadas incrementaron nuevamente su participación en
la política. No obstante, hay que destacar que estos procesos son
diferentes de la historia anterior. La politización y la
«policialización» de los militares se han convertido en dos formas de
aumentar su injerencia en la política, con el consiguiente deterioro de
la institucionalidad del Estado de derecho, sin que sea necesaria la
toma directa del poder.
La politización de los militares
En
forma distinta, varios presidentes han recurrido a las Fuerzas Armadas.
Ahora no son los militares quienes presionan para adueñarse de la
política, sino las autoridades elegidas quienes los utilizan para sus
propios proyectos. Mientras asumen nuevas funciones, los oficiales
adquieren más vinculación con el poder político y una relación
aventajada con la población civil. Las Fuerzas Armadas ya no son aliadas
de los perdedores del juego electoral. No pactan con quienes no ganan
votos. Ahora son convocadas por los triunfadores de las compulsas
electorales. Ya no entran en las casas de gobierno con los tanques, sino
por las puertas privilegiadas de la recepción de autoridades.
Los políticos no quieren minimizar ni neutralizar la autonomía militar, para utilizar los términos de Samuel Huntington[1].
En el poder, muchos presidentes, con la mira puesta en las siguientes
elecciones o en perdurar en el sillón presidencial, cooptan a los
militares como pilar de sus planes. Las formas que asume esta relación
varían de país en país: en algunos casos se conforma un «partido
militar», en otros procesos se instalan como ejecutores de las políticas
sociales, dominan la inteligencia estatal o se aseguran concesiones
económicas. Las Fuerzas Armadas disfrutan de ese retorno, que ya no las
tiene como brazo represor de la oposición. Por el contrario, toman el
poder de la mano del presidente, legitimado por el voto popular. Esos
mismos políticos entienden tardíamente que han creado un Behemoth, la
figura del monstruo de Thomas Hobbes que destruye el orden y descompone
el contrato político y social.
La participación política de los
militares desafía los principios democráticos. El uso de la fuerza para
intereses particulares quebranta a la institución militar, mientras se
desarticulan las funciones de otras autoridades de las que usurpan
poder. Así se disipa la construcción democrática. Venezuela representa
el peor ejemplo de la politización de los militares. Desde sus primeros
años como oficial, Hugo Chávez fue destilando una carrera política. La
creación del clandestino Ejército de Liberación del Pueblo de Venezuela
(elpv), sus discursos a los cadetes en la Academia Militar en 1981 o los
grupos de estudio de marxismo combinaban su pasión militar con sus
objetivos políticos. El Caracazo de febrero de 1992 marcó la disolución
del acuerdo entre el estamento militar y la democracia populista y
posibilitó el ascenso de un líder que articulaba ambas esferas en un
solo proyecto político. Las Fuerzas Armadas se convirtieron en el
instrumento de mediación y apoyo político para la ejecución del proyecto
bolivariano. Chávez empoderó a los militares y gobernó bajo la ficción
de una alianza entre el líder, el pueblo y el ejército. Ante la crisis
de los partidos políticos tradicionales, instauró un partido
cívico-militar. Las consecuencias concretas de esa operación política
derivaron en la militarización de la política.
Ya bajo la
presidencia de Nicolás Maduro, esa expansión del poder militar aumentó.
Para 2015, 32% del gabinete ministerial provenía de las Fuerzas Armadas;
11 gobernadores pertenecían a la rama militar. Maduro ha dado un paso
más allá al extender el control militar sobre la economía, al crear una
«zona económica especial» militar. Militares manejan tres de los cuatro
ministerios relacionados con la alimentación y cuatro de los seis
vinculados a la producción, y el presidente Maduro no habla de
«dirección política» sino de «dirección político-militar» de la
Revolución Bolivariana. Benigno Alarcón sintetiza este panorama
diciendo: «Maduro decidió conservar el poder por la fuerza y comprar la
lealtad de quienes se lo garantizan»[2]. La crisis política y
social de Venezuela presagia que tanto con este gobierno como con un
hipotético triunfo de la oposición, los militares serán avales de la
conducción política.
En Bolivia, Evo Morales dedicó buena parte de
su gestión inicial a cautivar a los militares, quienes pasaron de
considerarlo un traidor a la patria a verlo como el artífice de la
estabilidad política y económica. Con astucia, en poco tiempo los
reconvirtió en aliados de su gobierno. Las Fuerzas Armadas participan
activamente en la distribución del bono Juancito Pinto de 200 bolivianos
(equivalente a 30 dólares estadounidenses) para escolares en el sector
público, como así también en la distribución de los fondos de la Renta
Dignidad para los mayores de 60 años. Más sorprendente fue que el
Ejército horneara pan, unas 70.000 unidades al día, para responder a la
escasez causada por una huelga de panaderos en La Paz y El Alto. Desde
2008, el Ministerio de Defensa desarrolla el programa «Para Vivir Bien
en los Cuarteles»[3], cuya finalidad es mejorar las
condiciones de los soldados que cumplen su servicio militar obligatorio.
A su vez, el conglomerado industrial de las Fuerzas Armadas, que no
está orientado a la fabricación de armamentos sino a bienes agrícolas,
químicos o hídricos, recibió aumentos de partidas para su
funcionamiento.
Hay una enorme distancia entre la politización de
los militares en Venezuela y en Bolivia. Sin embargo, los mensajes de
Evo Morales detallan «el apoyo de las Fuerzas Armadas como garante
constitucional de la dignidad y la soberanía del pueblo boliviano»[4],
y la versión oficial habla de «unas Fuerzas Armadas con la misma raíz
pero fundamentalmente con la misma conciencia y memoria de su pueblo»[5].
Se promueve una relación entre líder, pueblo y militares, pero en la
política –a diferencia de Venezuela– no hay funcionarios militares. No
obstante, los oficiales que no comparten la política del presidente
Morales han sufrido segregaciones, encierros y bajas.
Durante su
presidencia, Rafael Correa intentó reproducir en Ecuador estos modelos,
pero tropezó con la fuerte defensa corporativa de las Fuerzas Armadas.
Correa pudo disminuir parte del complejo industrial-militar, pero debió
admitir que diversas situaciones «llevaron a nuestras Fuerzas Armadas a
intentar una especie de autarquía, prácticamente un Estado paralelo, con
su propio sistema de justicia, su propio sistema de educación, su
propio sistema de salud, su propio sistema de seguridad social, su
propio sistema empresarial, y algunos excesos como haberse convertido en
la mayor poseedora de tierras del país»[6]. Su sucesor,
Lenín Moreno, nombró como ministro de Defensa a un ex-general, aumentó
las asignaciones presupuestarias para las Fuerzas Armadas y reforzó la
participación del Ministerio de Defensa en tareas de policía,
inteligencia y gestión de riesgos. Moreno aceptó, de facto, compartir
poder con las Fuerzas Armadas.
Pero la politización de los
militares no solo vino de la mano de los gobiernos de la izquierda
«rosada». La campaña electoral que llevó a la Presidencia de Brasil al
ex-capitán del Ejército Jair Bolsonaro despertó una estridente euforia
militar. En varias ciudades se han visto camiones militares con enormes
carteles de apoyo a ese candidato. Generales retirados y otros
ex-oficiales fueron postulados a varios cargos nacionales para los
comicios de octubre. «En una democracia, los militares no hablan de las
elecciones», sentenció sin éxito Ciro Gomes, candidato brasileño de
centroizquierda[7]. Conceptualmente, los oficiales se forman
bajo el precepto de ser obedientes y no deliberantes, lo que implica
estar sometidos al poder civil. Su comportamiento militar los obliga a
ajustarse a las órdenes emanadas de las autoridades, sin deliberar. Sin
embargo, los soldados están expresando su favoritismo político. Si
Bolsonaro hubiera perdido las elecciones, ¿serían estos militares
obedientes al presidente surgido de las elecciones? ¿Podría un candidato
del Partido de los Trabajadores (pt) mandar sobre militares que no
coinciden con sus principios políticos? No se debe confundir esto con
que el militar tenga preferencias políticas y con que, como cualquier
otro ciudadano, tenga derecho al voto. Pero en sus funciones
profesionales debe tener neutralidad política y no utilizar el poder que
le otorga el monopolio del uso de la fuerza para imponer, además, una
opción ideológica.
Un caso de politización diferente es el de
Cuba. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far) nacieron con la
revolución en 1959. El concepto de defensa nacional está estrechamente
relacionado con la lucha revolucionaria por la independencia y la
soberanía nacional. La estrategia histórica es la «guerra de todo el
pueblo». Desde fines de los años 80 las far han relegado su
entrenamiento militar para ocuparse de tareas económicas, planes de
producción y servicios. El actual presidente, Miguel Díaz Canel,
reafirmó el poder del Ejército Rebelde y del Partido Comunista como
instrumentos políticos de la revolución. Sus postulados, establecidos en
plena Guerra Fría, quedan invariables.
Los oficiales se han
empoderado en toda la región. Las crisis de las democracias
latinoamericanas, sus falencias en el establecimiento de mecanismos
institucionales de supremacía política sobre las Fuerzas Armadas y una
creciente invocación a las fuerzas por parte de la dirigencia civil los
han legitimado. El aspecto más claro de esas fallas se vincula a los
ministerios de Defensa. Las autoridades civiles no prestaron la debida
atención a la institucionalización de los ministerios. En ningún país de
la región se ha instituido una carrera de funcionario público en esta
área. Los ministros rotan frecuentemente y arrastran en esos cambios a
sus equipos, que usualmente tampoco son expertos en el tema. En
numerosos casos, los técnicos especializados en presupuesto, logística o
equipamientos son exclusivamente militares. Esta situación crea un
círculo vicioso en el cual la ausencia de experiencia civil cede el
espacio a los oficiales, que resuelven desde una lógica castrense los
asuntos políticos de la defensa y que, simultáneamente, no impulsan la
profesionalización de un cuerpo civil, tal como ocurre, por ejemplo, en
la diplomacia.
Una ensalada de militares y policías
Cada
vez es más común que los países de América Latina utilicen a las
Fuerzas Armadas en tareas policiales. Justificado por una
reconfiguración de las amenazas y vinculado al fracaso estatal para
proveer orden público, parece natural que los militares y policías se
amalgamen. Pero cuando los militares patrullan calles o fiscalizan
documentos de identidad, avanzan en una mayor intervención en el sistema
político. De allí derivan tres evidencias.
a) Las Fuerzas Armadas
son una institución cara. Los equipos que utilizan, las instalaciones
que tienen asignadas, el tiempo de preparación e instrucción y, en
varias ocasiones, las viviendas, las escuelas y los servicios para
cuarteles en zonas despobladas implican una erogación considerable del
presupuesto nacional, que representa para el conjunto de América Latina y
Caribe 1,2% del pib . Según datos del Banco Mundial, México y Venezuela
tienen la porción más baja (0,5%), mientras que Colombia es el país de
la región que utiliza una mayor porción del pib (3,1%)[8]. En
relación con el presupuesto nacional, para 2017, América del Sur
fluctúa entre 2% en Bolivia y 15% en Colombia, mientras que en los casos
de Chile, Ecuador, Perú y Uruguay está entre 7% y 9%[9].
b)
Otorgar tareas en el campo de la seguridad a las Fuerzas Armadas
desvirtúa su rol profesional. Asimismo, relega el perfeccionamiento de
las instituciones policiales para que sean más eficientes en combatir
amenazas a la seguridad pública. Además, es una decisión poco racional
desde la perspectiva del gasto público y la organización general de la
administración estatal, ya que superpone tareas, duplica gastos y diluye
los controles de expendios. Militares y civiles han denunciado los
excesos y abusos que sobrevienen por la utilización de soldados en
tareas de seguridad pública. Por ejemplo, 20 soldados encarcelados en
México por crímenes cometidos durante la guerra contra las drogas
enviaron una carta dirigida al presidente y los legisladores mexicanos
para explicar que ellos fueron entrenados en tácticas de guerra y que no
son aptos para las tareas policiales. Agregaban que su despliegue está
socavando la confianza en el Ejército[10]. El general
retirado del Ejército mexicano Jesús Estrada Bustamante reafirmaba la
misma idea diciendo: «No queremos realizar las funciones de la policía»[11].
c)
Existe poca información respecto a la reacción de los militares ante la
«policialización» de sus efectivos. En el caso de Argentina, donde
recientemente se habilitó la participación de militares en tareas de
seguridad interna, Elsa Bruzzone, secretaria del Centro de Militares
para la Democracia Argentina (Cemida), indicó que «las Fuerzas Armadas
están muy disconformes con estas medidas» y sostiene que la movilización
militar a las fronteras significa «regresar a la Doctrina de la
Seguridad Nacional». Además, agregó, «el único poder autorizado para
cambiar, modificar las leyes y el papel que tienen que cumplir las
Fuerzas Armadas es el Congreso de la Nación»[12]. El jefe del
Estado Mayor General del Ejército Argentino, Claudio Pasqualini, ante
la propuesta de intervenir en la lucha contra el terrorismo y el combate
contra la droga decretados por el presidente Mauricio Macri, alegó que
podrían hacerlo si se modificaran algunas normativas «en el futuro»[13].
Una publicación de Gendarmería Nacional Argentina, por su parte,
sostenía que sus unidades «siempre fueron la primera línea de protección
en zonas limítrofes (…) son elementos altamente capacitados para la
lucha contra el narcotráfico, por lo que es erróneo enviar efectivos
militares a la frontera para una misión para la cual no fueron
capacitadas ni tienen vocación». Agregando luego: «en el caso de
los militares argentinos, las tareas policiales no les gustan, tampoco
están preparados, desconocen todas las modalidades delictivas»[14].
Es decir, el descontento no solo reside en las Fuerzas Armadas. Por
cierto, en el mundo, solo seis países tienen fuerzas policiales
militarizadas: Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia e
Italia, lo que refuerza la posición de los gendarmes argentinos.
Por
el contrario, el general César Augusto Astudillo Salcedo, comandante
general del Ejército del Perú, sostiene que los militares están
totalmente preparados para ocuparse de misiones policiales: «En nuestro
caso, aportamos personal debidamente entrenado y equipado o material,
aeronaves y vehículos en perfecto estado de mantenimiento de tal manera
que el Comando Conjunto consolida esos recursos y dirige las operaciones
en apoyo a la policía contra el narcotráfico, tala ilegal,
deforestación, trata de personas, etc.»[15]. Manifestaciones
similares se desprenden de los comentarios del general Walter Souza
Braga Netto, jefe del Comando Militar del Este del Ejército e
interventor federal en la seguridad de Río de Janeiro: «La meta
principal es reorganizar las fuerzas de seguridad pública de Río de
Janeiro y dotarlas de los recursos humanos y materiales que necesitan
para garantizar la seguridad, y eso lo estamos consiguiendo»[16].
Habitualmente,
el uso de los militares para funciones policiales se decide como una
excepción y por un tiempo limitado, pero luego no abandonan esas tareas.
Además, las nuevas funciones internas les otorgan poder de negociación
ante una sociedad que es ambivalente, pues rechaza la represión militar
pero demanda mayor protección, tanto de fuerzas policiales especiales,
que suelen ser más rigurosas, como de los militares. Tácitamente, la
ciudadanía acepta excepciones legales y ello concurre en paralelo con
mayores grados de impunidad. En consecuencia, se socava el Estado de
derecho y se debilita la subordinación dentro de las fuerzas. La
segmentación del personal militar entre los involucrados en el trabajo
policial y los que están en los cuarteles distorsiona la cadena de mando
militar, mientras se desdibujan los preceptos que han sido básicos en
el entrenamiento.
Según la «Pesquisa sobre el involucramiento de
las Fuerzas Armadas del continente americano en actividades de seguridad
pública» de la Junta Interamericana de Defensa, 33 países involucran a
sus Fuerzas Armadas en tareas policiales. En este estudio de 2012, solo
Argentina y Cuba no lo hacían. Argentina, de acuerdo con las medidas
dispuestas por el presidente Macri, ha enviado a sus Fuerzas Armadas a
combatir el tráfico de drogas en la frontera Norte. Cuba tiene un
servicio de seguridad interna dependiente del Ministerio de Interior. Al
frente del ministerio siempre ha estado un militar; actualmente es el
vicealmirante Julio César Gandarilla Bermejo. Si bien la misión central
de la seguridad del Estado es de policía política, es también la
jurisdicción que se ocupa de la inteligencia sobre el tráfico de drogas.
En suma, toda América Latina y el Caribe ha militarizado la seguridad
pública.
De este modo, las Fuerzas Armadas se convierten en
traficantes de la seguridad y promueven una dinámica nefasta de
amenazas, vulnerabilidad y respuesta militar que, como se ha comprobado
hasta el momento, es altamente inoperante para resolver la inseguridad
pública. Al mismo tiempo, se demanda a los militares que no actúen como
militares frente a la población civil en sus tareas de seguridad,
transgrediendo tanto las normas institucionales como las
constitucionales. Se supone que el mayor desafío de los gobiernos
latinoamericanos es cómo prevenir el crimen, no cómo combatirlo por
medio del uso de la fuerza militar. La inseguridad no se resuelve con
los militares en la calle ni en el gobierno. Las sociedades
latinoamericanas se han visto expuestas a niveles sin precedentes de
corrupción y a un catastrófico aumento de la violencia. Combatir estos
hechos requiere más democracia y no más coerción.
Comentarios finales
Las
democracias posdictadura han funcionado sin establecer el control civil
esperado según los preceptos teóricos referidos a la subordinación
militar. Han funcionado manteniendo altos grados de autonomía y, en
muchas ocasiones, prerrogativas incompatibles con el Estado de derecho.
No obstante, han sido la ineptitud, el desdén y la ignorancia de los
gobiernos lo que ha conducido a militarizar la seguridad pública. El
informe de Latinobarómetro de 2017 ubica a las Fuerzas Armadas como la
segunda institución que obtiene el mayor nivel de confianza (46%) y a
las policías en un tercer lugar, con 35%. Los partidos políticos y los
legisladores son quienes generan menos confianza. Ello indica fallas de
las autoridades políticas que pueden conducir a un futuro funesto. Son
las autoridades democráticamente elegidas las que inducen a los
militares a realizar tareas no admitidas por la legalidad vigente.
Así,
la antigua cuestión platónica «¿quién custodia a los custodios?» vuelve
a plantear el dilema de la subordinación de las Fuerzas Armadas a la
ley y a la autoridad políticamente constituida. Aunque realmente son los
custodiados quienes deberían custodiar a los custodios, o sea, ejercer accountability, rendición de cuentas, sobre gobernantes y uniformados.
Notas:
1. S.P. Huntington: El soldado y el Estado. Teoría y política de las relaciones cívico-militares, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.
2. «Así funciona la red de militares que sostiene a Maduro en el poder» en Portafolio,
17/5/2018; Carlos Rodrígues de Caires y Rachet Alejandra Brito: «Del
control civil al control político: las relaciones civiles-militares en
la Venezuela de Chávez y Maduro (2002-2006)» en Revista Andina de Estudios Políticos vol. 7 No 2, 2017, p. 145; Franz von Bergen: «Desde 2013 Maduro duplicó la cantidad de militares en su gabinete» en Runrun.es, 1/2/2018.
3. Disponible en www.mindef.gob.bo/mindef/node/58.
4. «Evo entrega cancha y pista atlética en Escuela Militar de Sargentos en Tarata» en Opinión, 7/9/2018.
5.
General de división Luis Ariñez Bazzán, comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas: «Las Fuerzas Armadas tienen la misma conciencia y
memoria de su pueblo» en Ministerio de Comunicación, Estado
Plurinacional de Bolivia: Las Fuerzas Armadas de Bolivia son
antiimperialistas y anticapitalistas, 1/2017, disponible en www.comunicacion.gob.bo/sites/default/files/media/publicaciones/separata%20posesion%20militar%202.pdf.
6.
«Discurso del Presidente de la República Eco. Rafael Correa en la
ceremonia de entrega de 709 nuevas unidades de transporte terrestre al
Ejército Ecuatoriano», Guayaquil, 7/4/2015.
7. Andy Robinson: «Ruido de sables en el club militar de Río de Janeiro» en La Vanguardia, 21/9/2018.
8. «Gasto militar (% del PIB)» en Banco Mundial, https://datos.bancomundial.org/indicador/ms.mil.xpnd.gd.zs, s./f.
9. Rosendo Fraga: «Adelanto del Balance Militar de América del Sur 2017» en Nueva Mayoría, 21/12/2017, www.nuevamayoria.com/index.php?option=com_content&task=view&id=5465&Itemid=30.
10.
Steve Fisher y Patrick J. Mcdonnell: «Hacemos trabajo para el que no
estamos preparados: soldados sobre guerra antinarco» en Aristegui Noticias, 18/6/2018.
11. Ibíd.
12. Ernesto Ávila: «El malestar de los militares con el gobierno es grande» en El Eslabón, 29/7/2018.
13. «El jefe del Ejército le respondió a Macri por la seguridad: ‘Podríamos ayudar en el futuro’» en TN, 29/5/2018.
14. «Nueva misión para las ffaa» en Tiempo GNA No 20, 9/2018, pp. 15-18.
15. Geraldine Cook: «Ejército del Perú: preparado para asumir las nuevas amenazas» en Diálogo. Revista Militar Digital, 2/4/2018.
16. «Comandante dice que la intervención militar en Río ha conseguido sus objetivos» en Agencia EFE, 25/9/2018.
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