Amy Goodman y Denis Moynihan
María Meza procuraba desesperadamente seguridad para ella y sus hijos. Esta madre hondureña de 39 años de edad emprendió el camino hacia el norte en la caravana de migrantes y llegó a Tijuana en noviembre. Ella y dos de sus hijas se encontraban entre los cientos de solicitantes de asilo que fueron reprimidos con gas lacrimógeno por los agentes fronterizos de Estados Unidos. Una foto de Reuters donde se ve a María y sus niñas huyendo de nubes de gas lacrimógeno se volvió viral, lo que provocó el repudio al gobierno del presidente Donald Trump y sus crueles políticas contra los inmigrantes. Pero también le trajo a Meza una notoriedad no deseada y potencialmente letal, ya que medios de comunicación de derecha, como el canal Fox News, avivaron las llamas del odio racial día y noche. Esta semana, María Meza ingresó a Estados Unidos y solicitó asilo, pero solo después de que dos miembros del Congreso estadounidense intervinieron a su favor: acamparon con ella y sus hijos durante toda una noche y la acompañaron en el cruce de la frontera a través de un punto de entrada cercano a Tijuana.
Jakelin Caal Maquin no tuvo protección de miembros del Congreso. La niña maya de 7 años de edad, originaria de Guatemala, cruzó la frontera hacia Nuevo México con su padre, Nery Caal, en búsqueda de asilo junto a otros 160 inmigrantes. Fueron detenidos y, tras más de ocho horas de detención, Jakelin comenzó a tener convulsiones. La temperatura de su cuerpo aumentó a casi 41° Celsius. Fue llevada a un hospital en El Paso, donde el 8 de diciembre murió de deshidratación, shock e insuficiencia hepática.
Clara Long, investigadora principal de la organización Human Rights Watch, manifestó en una entrevista para Democracy Now!: “¿En primer lugar, qué necesidad había de tener a esta niña en un sistema similar al carcelario? Estados Unidos puede hacerlo mejor, con una perspectiva humanitaria. Puede recibir a las personas con dignidad y humanidad, brindarles cuidados, asegurarse de que estén bien atendidas. Pero tratar a la gente como criminales lamentablemente tiene como consecuencia este tipo de resultados”.
Abdullah Hassan no es un solicitante de asilo; es ciudadano estadounidense. Pero este niño de 2 años sufre de epilepsia e hipomielinización y, al momento de escribir este artículo, se encuentra internado con respiración asistida, al borde de la muerte, en un hospital de Oakland, California. El padre de Abdullah, Ali Hassan, también es ciudadano estadounidense y ha estado a su lado a lo largo de su terrible calvario. Pero su madre, Shaima Swileh, es ciudadana yemení y, como tal, no puede entrar a Estados Unidos debido a la llamada “prohibición de viaje a musulmanes” de Trump, que prohíbe el ingreso a Estados Unidos a personas de cinco países de mayoría musulmana: Irán, Libia, Yemen, Siria y Somalia.
La familia Hassan le ha suplicado al Departamento de Estado de Estados Unidos durante más de un año que le otorgue a Shaima Swileh un permiso especial para que pueda estar con su hijo en sus últimos meses. El lunes, como parecía que el niño estaba cercano a morir, presentaron una demanda. Con la atención generada por los medios, el Departamento de Estado otorgó el permiso a último minuto y la madre comenzó el largo vuelo hacia California. CAIR, el Consejo de Relaciones Estadounidenses-Islámicas, está coordinando su viaje inmediato desde el Aeropuerto Internacional de San Francisco hacia el hospital donde se encuentra su hijo, que está en coma y no se espera que recupere la conciencia.
Estas son solo algunas de las historias que constituyen el grotesco entorno actual de la inmigración en Estados Unidos. La situación se ha vuelto tan mala que incluso uno de los think-tanks del liberalismo, el Cato Institute, ha calificado la política de asilo de Trump como “una farsa”.
En junio de este año, el entonces fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, emitió una nueva norma que impide alegar algunas de las razones más comunes para buscar asilo: violencia doméstica o relacionada con pandillas. Un grupo de inmigrantes presentó una demanda para impugnar la norma y el caso fue asignado al juez de distrito Emmet G. Sullivan. Sullivan fue uno de los principales protagonistas de las noticias de esta semana, ya que presidió la audiencia para dictar sentencia en el juicio contra el ex asesor de seguridad nacional de Trump y ahora criminal confeso, el general Michael Flynn.
El verano pasado, cuando la demanda contra las restricciones al asilo impuestas por Trump se abría paso en los tribunales, Sullivan se enteró de que una de las 12 personas demandantes estaba siendo deportada de regreso a El Salvador junto a su hija, donde ambas se iban a enfrentar a la misma violencia de la que habían huido. Sullivan ordenó que el avión regresara y amenazó a Sessions con desacato al tribunal si sus órdenes no se cumplían de inmediato.
Esta semana, el juez Sullivan emitió un fallo final que revoca la política de Trump y restaura el acceso al asilo para las víctimas de violencia doméstica o violencia relacionada con pandillas. En su fallo, el juez Sullivan escribió: “Debido a que es la voluntad del Congreso –no los caprichos del Poder Ejecutivo– lo que determina las normas para la aplicación del proceso expedito de expulsión, el tribunal considera que esas políticas son ilegales”.
La política de inmigración es una cuestión de vida o muerte, que afecta de manera trágica a los más vulnerables de nosotros. Como lo demuestra el juez Emmet Sullivan, los tribunales pueden brindar alivio. Pero se necesita un movimiento de base a nivel nacional y una exposición masiva en los medios para revertir la abominación de la guerra de Trump contra los niños migrantes.
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