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Empresas canadienses, italianas y, sobre todo, españolas explotan los inmensos recursos naturales del país apoyados en una legislación favorable y enfrentada a una población indígena a la que hunden en la pobreza |
Construcción de la central Renace (con inversión de Cobra, filial de ACS) en Alta Verapaz, Guatemala. MUGARIK GABE
A la Guatemala profunda, la que cultiva caña y café como se hacía hace
mil años, se llega por carreteras endiabladas. Más de 4 horas en
camioneta han empleado María Lucas, de 64 años, su hija y otros dos
vecinos de Sipacapa, un municipio del departamento de San Marcos
fronterizo con México, para recorrer los 65 kilómetros que separan sus
casas de Santa Cruz. Acuden porque el Consejo de Pueblos del Quiché
(CPK) ha convocado una asamblea con los líderes y lideresas indígenas
que aun aguantan la presión de las todopoderosas oligarquías locales.
Los datos de los siete primeros meses de este año alumbran el desastre:
137 dirigentes comunitarios agredidos, otros 22 asesinados y un número
indeterminado de detenidos, todos bajo acusaciones que las élites
utilizan para aplastar una cultura confrontada con el orden del mercado
libre que engorda sus insaciables bolsillos. María, su hija y los dos
vecinos de Sicapaca son cuatro rostros más entre los cuatro millones de
indígenas sentenciados a vivir en la pobreza extrema.
La
matriarca, cara arrugada y los ojos brillantes, participa activamente en
la asamblea. Es un debate muy vivo, reflejo de los temores y la
desconfianza que quedaron atrapadas en el alma de estos mayas en la
noche de los tiempos. Uno de los portavoces pide que “se evite cualquier
resistencia violencia” en las protestas periódicas que diferentes
comunidades y aldeas realizan contra la construcción de las grandes
infraestructuras proyectadas. En Huehuetenango, en Alta Verapaz, en
Izabal, Solol o en el propio departamento del Quiché. “Porque,
compañeros, ese será el motivo que utilicen para reprimirnos aun más”,
suelta a viva a voz. La cuestión se despacha con dilación porque lo que
más inquieta, de momento, son las consecuencias de esas inmensas
instalaciones cuando echan a andar. “En San Marcos tuvimos la mina
Marlin y fue terrible. Extendieron el miedo, el paramilitarismo, la
muerte y la desigualdad”, comenta María en un castellano frágil que no
le impide repetir con fuerza el nombre del engendro. “Mina Marlin”.
En 2005, la empresa canadiense Goldcorp puso sus ojos en el subsuelo de
San Miguel Ixtahuacán, una aldea pobre, fría e inhóspita cerca de la
frontera con México, para extraer oro puro de la base de una montaña.
Para ganarse el apoyo de la población, unos 35.000 habitantes, la
transnacional minera forjó una suerte de jerarquía comunitaria a base de
regalos y dinero que algunas autoridades locales aceptaron de buen
grado. Otros, como María, vieron en aquellas dádivas los ingredientes
inflamables de la codicia, la influencia y la corrupción que siempre ha
utilizado el poder en estas tierras y lo rechazaron. Quienes la
siguieron, perdieron su trabajo. La aldea enmudeció. El equilibrio
social, ya debilitado desde el genocidio perpetrado en los años 80, se
rompió del todo y la singular relación que las comunidades mayas
mantienen con sus tierras quedó marcada con fuego. La bomba que
escondían aquellos gestos filantrópicos no tardó en estallar. Cuando
comenzaron a horadar la mina a cielo abierto, las humildes casas de
adobe se resquebrajaron y los ríos que abastecían de agua se
contaminaron con arsénico. Los árboles se marchitaron como si un otoño
perpetuo se hubiera apoderado de ellos y varias especies de animales
desaparecieron o simplemente sufrieron un declive tristísimo del que aún
no se han recuperado. La salud de la población se resintió tanto que a
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) no le quedó otro
remedio que ordenar en 2010 la suspensión temporal de la actividad
minera.
Pero la dolorosa suerte de San Miguel Ixtahuacán ya se
había trazado. El coste de la cesta básica no dejó de aumentar y el
precio de la tierra se triplicó. Y con la especulación cabalgando libre
por estos caminos polvorientos llegaron las cantinas, las armas, la
violencia y el miedo. “¿Sabe usted lo que se llevaron los canadienses de
allí? ¡200 libras de oro puro al día durante 9 años! Calcule, pues. Y
de cada 100 dólares que la mina producía pagaban uno al Estado.
Imagínese”, interviene Domingo Hernández, 64 años y antiguo miembro del
Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) que combatió a la sangrienta
dictadura de Efraín Ríos Montt que gobernó el país a sangre y fuego
entre 1982 y 1983. Para muchos, San Miguel sigue siendo hoy el ejemplo
palmario de la explotación desenfrenada que gobierna Guatemala.
“Sepa usted que la guerra se acabó en 1996 con los Acuerdos de Paz pero
el terror ha seguido igualito. Sigue bien vivito porque en Guatemala se
eliminan a los indígenas que denuncian el modelo de convivencia, de
malconvivencia, que tratan de imponernos. La cultura de la violencia no
se terminó con la paz”, añade Domingo bajando el tono de voz y apretando
los dientes. Recuerda a su amiga Lolita Chávez, a la que ametrallaron
por impedir el paso de las máquinas madereras dispuestas a arrasar los
bosques milenarios que rodean Santa Cruz del Quiché, y a Bernardo Caal .
Pero tampoco de Berta Cáceres, la activista lenca asesinada en Honduras
por oponerse al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca; ni de Ovidio
Xol, un joven de 20 años desaparecido en 2014 durante la tensa
expropiación de tierras ejecutada en el departamento de Alta Verapaz
para construir Renace, una de las mayores plantas hidroeléctricas de
toda Centroamérica en la que participó a la empresa Cobra, la filial
guatemalteca de ACS. Este complejo acaba de ser premiado por S&P Global Platts ,
la biblia de la información energética y extractivista a nivel
planetario, “por el valor social compartido que desarrolla desde hace
siete años en Alta Verapaz”. Un contrasentido a tenor de los datos
oficiales. Un informe sobre violencia del PNUD certificó que en lugar de
un aumento del desarrollo humano, la paz firmada en 1996 trajo un
agravamiento de la inseguridad en la población indígena. Según datos de
la propia policía nacional guatemalteca, la violencia homicida se ha
incrementado un 120% entre 1999 y 2006. Y la peor parte, de nuevo, se la
llevan las mujeres.
Nadie duda de que el patriarcado racista
es la gasolina que alimenta la maquinaria de la desigualdad y amordaza a
las víctimas. Una investigación realizada por el Observatorio de
Multinacionales en América Latina (OMAL) en el área rural de San Pedro
de Carchá reportó en 2016 una veintena de violaciones sexuales
perpetradas por los trabajadores de la central Renace que andaban
reparando unas torretas de alta tensión. “La ausencia de más denuncias
por parte de las mujeres violadas se debe a que, además de vivir un
fuerte trauma psicológico, sufren el drama personal de ser las causantes
de la deshonra familiar ante la comunidad”, concluyeron sus autores. El
drama no cesa. Algunas mujeres cuentan a la asamblea relatos
estremecedores de conocidos o familiares.
Una consulta comunitaria contra la minería en el municipio de Cunen (Quiche). Foto de Mugarik Gabe.
Sus testimonios se suceden, espontáneos. Algunas lo hacen en lengua
quiché, uno de los dialectos mayas más extendidos; otras se esfuerzan
por expresarse en castellano. Priscilla toma la palabra y habla en ambos
idiomas con precisión y soltura. En su discurso hace una defensa
encendida de la educación “porque la cultura es el mejor antídoto contra
el engaño histórico. Lean, compañeros, lean y también escriban, por
favor”, proclama. Priscilla es joven y culta. Conoce el Popol Vuh, la
biblia Q’eqchí, cuya parte mitológica se desarrolla cerca de su casa.
“La tierra, el aire, la lluvia, los árboles, la energía. Esos son los
referentes de nuestra cosmovisión y los que las oligarquías están
destruyendo”, explica. Ella, como casi todos los asistentes al
concurrido consejo, perdió un familiar en el genocidio perpetrado por el
ejército hace tres décadas.
Pese a recordar con todo lujo de
detalles la espeluznante noche que impuso el general Ríos Montt en estas
tierras –400 aldeas arrasadas, miles de personas reubicadas a la fuerza
en los llamados “Polos de Desarrollo” que en realidad eran auténticos
campos de concentración, un millón de desplazados internos, más de
250.000 refugiados, 200.000 muertes, incalculables desapariciones–
Priscilla dice que aquello solo fue el primer cimiento de lo que ha
venido después. “Hoy somos un país entregado al dinero extranjero por un
gobierno corrupto que bajo el pretexto de modernizar el país impone
leyes que defiendan sus intereses: el saqueo de nuestras tierras y el
sometimiento a la pobreza extrema”, clama. Hay unanimidad hacia sus
palabras.
La gran aportación de los Acuerdos de Paz en
Guatemala fue la liberalización absoluta del país. Cierto es que para el
Banco Mundial sigue siendo la primera economía del istmo pero también
la más desigual. Si durante años se habló de que 22 grandes familias,
todas mestizas, controlaban la vida política, social y económica del
país, la selección natural ejecutada por el sistema financiero mundial
en los últimos años lo ha reducido a ocho. No es difícil conocer el
motivo. En las negociaciones de paz olvidaron detallar quién y cómo se
debía gobernar un territorio poco más grande que Andalucía donde el 50%
de la población es de etnia maya, xinca y garífuna, abiertamente
contrarios a un mercado libre que les condena. En este escenario, la
trayectoria de las élites guatemaltecas, todos multimillonarios y muchos
evangelistas, ha sido compartir beneficios con grandes transnacionales
extranjeras. Canadienses, italianas y, sobre todo, españolas. Según el
Directorio de empresas asentadas en Guatemala que elabora el ICEX hay
más de 120 firmas asentadas en este pequeño país centroamericano. Y el
abanico de sectores que abarcan es extenso y variado. Desde las
telecomunicaciones y el turismo al financiero y el energético.
“Encuentran muchas facilidades porque los sectores estratégicos han sido
desregularizados y, por lo tanto, son fáciles de apropiar y explotar”,
explica Jesús González Pazos, miembro de la organización Mugarik Gabe y
autor de un exhaustivo estudio sobre la realidad socioeconómica
guatemalteca.
El informe también detalla las
relaciones íntimas que algunos de estos poderosos terratenientes
guatemaltecos, como la familia Gutiérrez-Bosch propietaria de la
Corporación Multi Inversiones (CMI) que agrupa a 300 empresas y es la
aliada corporativa de ACS en el país, con el Partido Popular y FAES.
Fruto de estos estrechos vínculos es el nombramiento en 2006 de José
María Aznar como doctor honoris causa en la Universidad Francisco
Marroquín, cuna de formación del liberalismo guatemalteco. “En 2008 se
produjo la muestra más evidente de esta confluencia de intereses cuando
Aznar llegó al Congreso que el PP celebraba en Valencia a bordo de un
jet privado que puso a su disposición precisamente el dueño de la CMI
Dionisio Gutiérrez, interesado en acudir la convención de los populares
para aprender de la excelente experiencia inmobiliaria de la Comunidad
Valenciana y exportarla a su país”, afirma González Pazos. El corolario
de la gran amistad llegó en 2015 cuando la embajada de España premió a
Gutiérrez con la Orden del Mérito Civil.
Una consulta comunitaria contra la minería en el municipio de Cunen (Quiche). Foto de Mugarik Gabe.
Una delegación del Parlamento europeo, entre los que se encontraba el
miembro de Podemos Xabier Benito, acaba de visitar el país para conocer
de primera mano la situación de los derechos humanos. Tras la cadena de
reuniones oficiales concertadas con miembros del Gobierno que preside el
humorista Jimmy Morales, Benito visitó Santa Cruz de Quiché y Alta
Verapaz, dos de los enclaves más golpeados por la depredación
industrial. Su conclusión es desoladora. “Hay un incumplimiento
sistemático por parte del gobierno del derecho a la consulta de los
pueblos indígenas sobre la construcción de grandes infraestructuras que
afecten los recursos comunitarios y alteren la vida recogido en el
Convenio 169 de la OIT y que Guatemala ha ratificado. Y la negación de
estas consultas se asocia a la invasión, marginación y desposesión que
han sufrido a lo largo de la historia y que ahora se reproduce”,
comenta. A todo esto se le puede unir la ausencia de títulos sobre la
propiedad de las tierras. Es un factor de conflicto y también de abuso.
Mauro Vay tiene 64 años y es agricultor aunque lleve seis años sin
sembrar nada. La explotación en los campos de algodón le convencieron de
que debía dedicarse a otros “cultivos”. Almas rebeldes, por ejemplo.
Formado por un jesuita belga en el compromiso cristiano con los pobres
terminó levantando al campesinado “porque vivían en unas condiciones
deplorables”. Herido durante la guerra, fue encarcelado años después en
Huehuetenango “por denunciar los atropellos de las multinacionales
eléctricas que nos secan los ríos y no garantizan la luz”. Vay habla del
caso de Cambalam I y II, en Santa Cruz Barillas, las dos centrales
fantasma que la empresa gallega Hidralia Energía-Hidro Santa Cruz iba a
construir en 2008 avalado por un consorcio financiero en el que
figuraban Bankia y el Banco Mundial. También cita a sus propietarios,
Luís y David Castro Valdivia, cuyos caminos empresariales por Galicia
están plagados de oscuras sombras. “La protesta fue tan fuerte que en
2016 renunciaron el proyecto. Pese a todo hubo detenciones de
compañeros, órdenes de capturas, gente que huyó por las montañas a
México y un estado de sitio general”, rememora. No hay que olvidar que
esto es Guatemala, el país donde priman los intereses económicos por
encima de cualquier otro. Para las transnacionales españolas es un valor
seguro.
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