Arturo Balderas Rodríguez
Las próximas semanas
serán cruciales para la política estadunidense. Los cargos en contra de
Donald Trump y varios de sus más cercanos colaboradores por delitos
cometidos durante y después de la campaña presidencial se acumulan
conforme pasan los días. Robert Mueller, fiscal especial responsable de
investigarlos, parece estar dispuesto a llegar hasta las últimas
consecuencias sin importar quiénes los cometieron, incluyendo el propio
presidente.
Por lo menos una docena de colaboradores de Trump han sido
encontrados responsables y sentenciados por diversos delitos, entre
ellos el de mentir al Congreso. Michael Flint, su ex asesor de
seguridad; Paul Manafort, coordinador de su campaña, y Michael Cohen, su
abogado personal, han involucrado directamente al presidente en la
comisión de diversos delitos.
Tal vez hasta ahora la revelación más grave en contra del presidente
fue la que hizo Cohen, quien declaró que por órdenes directas de Trump
había pagado con fondos de la campaña presidencial para que el editor de
un pasquín se abstuviera de publicar sus relaciones con una actriz de
filmes pornográficos, y con una modelo de Playboy. La situación
del presidente pudiera ser aún más precaria si se comprueba que
conspiró con el gobierno ruso para divulgar información falsa sobre la
ex candidata demócrata Hillary Clinton con el fin de socavar su campaña
por la presidencia. Es evidente que el presidente y su equipo legal
disponen de múltiples recursos para evitar que sea juzgado. Por ello, la
única posibilidad real de juzgarlo será mediante un juicio político. El
problema es que esa vía tendría que pasar por el Senado y es claro que
la mayoría republicana en ese recinto se opondría.
Por lo pronto, la única posibilidad de juzgar políticamente al
presidente estará a cargo de los legisladores del Partido Demócrata, que
a partir de enero próximo serán mayoría en la Cámara de Representantes,
pero los riesgos de ese paso son grandes. Al margen de las faltas que
haya cometido, ¿cuál es la probabilidad de que la mayoría de los
ciudadanos estadunidenses esté dispuesta a que su presidente sea juzgado
y defenestrado. Si la mayoría de ellos desaprobara el proceso, los
demócratas estarían en peligro de perder las próximas elecciones, y la
presidencia quedaría en manos de Trump, o cualquier otro candidato
republicano. Pero, dadas las circunstancias, tienen la obligación ética y
moral de iniciar el proceso en la Cámara de Representantes, al margen
de lo que los senadores decidan. De no hacerlo, se les acusará de
anteponer sus intereses políticos a su obligación jurídica. Algunos
legisladores demócratas consideran que la mejor vía de la que por ahora
disponen es proteger a Mueller para que continúe con la investigación y
se hagan públicas sus conclusiones. Si las evidencias que Mueller
presente son suficientes para juzgar al presidente, tal vez los
legisladores republicanos, por fin, admitan que de continuar
protegiéndolo acabarán por destruir no sólo las bases ideológicas de su
partido, sino incluso la propia democracia de su país. Será el tiempo de
darle la espalda.
Lo que no está a discusión es que el sistema democrático
estadunidense está en un dilema. Entender que hay algo más en juego que
el interés por conservar el dominio político a toda costa, y cortar por
lo sano dando fin a uno de los periodos más dramáticos y menos
ejemplares de su historia será una decisión difícil. A la larga
beneficiaría a la democracia tal como históricamente la han entendido no
pocos de los gobiernos de Estados Unidos.
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