Carolina Vazquez Araya
Millones de niñas y niños pagan la elevada factura de las decisiones políticas.
Una de las consecuencias directas de la degradación social es la
pérdida de oportunidades de supervivencia para la niñez en la mayoría de
países subdesarrollados. Los problemas de este sector, sin embargo,
suelen ser abordados de manera tangencial por los gobiernos por una
simple razón: la niñez no es prioridad para ninguno de ellos, dado su
estatus de “población pasiva” sin derechos políticos ni sociales, ni voz
para exigirlos. Aun cuando la manipulación emocional del tema es
recurrente durante las campañas electorales, al asumir las nuevas
autoridades desechan de un plumazo las promesas y se enfocan en sus
verdaderos intereses: fortalecerse en el poder y pagar por los favores
recibidos.
A las nuevas generaciones, por lo tanto, se las relega a un rincón de
las políticas públicas siempre dependiente de la buena voluntad de las
clases dirigentes, pero nunca en pleno control de su cuota de
participación como grupo mayoritario, sobre todo en los países menos
desarrollados. En ese cuadrante de la gestión gubernamental de los
países políticamente débiles se agrupa a quienes están supuestos a
conformar el relevo generacional. Privados de una educación de calidad,
agobiados por los abusos de una generación anterior cuya niñez y
adolescencia transitó por las mismas vías de abandono y pobreza, estas
niñas, niños y adolescentes se ven enfrentados a una existencia precaria
y a una lucha injusta contra un sistema que los desprecia.
Desde los círculos de poder -pero también desde la sociedad- la
mirada es absolutamente contradictoria. Por un lado se valora a este
contingente enorme de mano de obra barata cuya explotación constituye
uno de los grandes beneficios del sector empresarial, pero también se le
criminaliza y se le declara “indeseable”, dado que en nuestras
sociedades racistas, clasistas y profundamente ignorantes la pobreza es
un delito y la rebelión puede ser castigada con la muerte, de acuerdo
con la ley. De este modo, países de una exuberante riqueza muestran en
sus indicadores el ofensivo desequilibrio entre ricos muy ricos y pobres
de miseria y, entre estos últimos son las mujeres, la niñez y la
juventud las principales víctimas.
Al revisar en detalle la situación de la niñez en algunos países, se
encuentra esto: Casi 3 millones de niños en grave inseguridad
alimentaria; más de 1 millón con desnutrición aguda; 2,4 millones
obligados a huir de sus hogares; 2 millones fuera de la escuela y, si la
situación actual se mantiene, es probable que solo uno de cada 13 niños
acabe la escuela primaria; unos 900 mil niños con trauma psicológico;
más de 19 mil niños reclutados en las filas de las fuerzas o grupos
armados; más de 2.300 niños muertos o heridos desde 2013, y cientos de
casos de violaciones y agresiones sexuales. Este escenario se asemeja a
cualquiera de nuestros ricos países latinoamericanos. Pero adivinen qué:
esta es la situación de la niñez en Sudán, una nación en guerra
bombardeada sin descanso por países poderosos que lo han convertido en
su propio campo de batalla con desprecio absoluto por la vida de
millones de civiles inocentes.
Es urgente reformar la gestión pública y comprender que la ausencia
de iniciativas para integrar a los beneficios sociales a las
generaciones de relevo, marcan de manera decisiva el futuro de las
naciones. Por ello es importante la participación de una sociedad
informada y comprometida con su país, con plena conciencia de que las
políticas públicas y la inversión en este segmento poblacional es una
apuesta afortunada y no un acto de caridad.
La niñez es la fuerza vital capaz de garantizar el desarrollo de un país.
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