Detroit, Estados Unidos, símbolo de la decadencia del capitalismo
El
capitalismo no ofrece salida y el clima neonazi que puede vivirse hoy
día, expresión de un sistema afiebrado, es más pernicioso aún, porque
convierte el racismo en su motor primordial.
Capitalismo: ganancia para pocos
El
sistema capitalista ha impulsado prodigiosos avances en la historia de
la humanidad. El portentoso desarrollo científico-técnico que se viene
registrando desde hace dos o tres siglos a la fecha -y que ha cambiado
la fisonomía del mundo-, va de la mano de la industria moderna surgida a
la luz de este sistema. Problemas ancestrales de los seres humanos
comenzaron a resolverse con esos nuevos aires que, del Renacimiento
europeo en adelante, se expandieron por todo el planeta.
Pero
ese monumental crecimiento tiene un alto precio: el modo de producción
capitalista sigue siendo tan pernicioso para las grandes mayorías como
lo fue el esclavismo en la antigüedad. Para que, exagerando la cifra, un
15% de la población mundial goce hoy de las mieles del “progreso” y la
“prosperidad” (oligarquías de todos los países y masa trabajadora del
Norte), la inmensa mayoría planetaria padece penurias. Con el agravante
-que la historia humana anterior no registró- de la catástrofe
medioambiental consecuencia del insaciable afán de lucro, y la
posibilidad cierta de una posible extinción de la especie humana si se
activaran todas las armas de destrucción masiva (energía nuclear) de que
actualmente se dispone.
No
debe olvidarse nunca que, para constituirse como sistema con mayoría de
edad, el capitalismo debió masacrar a millones de nativos americanos y
africanos, generando así la acumulación originaria que dio paso a la
industria moderna en Europa. En síntesis: el capitalismo es sinónimo, no
tanto de desarrollo y prosperidad, sino más bien de destrucción y
muerte para las grandes mayorías, beneficiando en realidad a poca gente
en el planeta.
Y es que
ese desarrollo material fabuloso no logra el reparto equitativo -con
auténtica solidaridad- de los productos derivados de una colosal
producción: se llega a la Luna o se desarrolla una inteligencia
artificial que nos deja pasmados, pero no se acaba con el hambre. Se
busca agua en el planeta Marte, pero no se puede terminar con la sed en
la Tierra. Todo esto no se trata de un error coyuntural: el problema es
estructural, de base. El sistema capitalista no puede ofrecer soluciones
reales a los problemas de toda la humanidad. No puede, aunque quiera,
pues en su esencia misma están fijados los límites. Como se produce en
función de la ganancia, del descarnado lucro (que es para muy pocos), el
bien común queda relegado.
Por
más que el llamado capitalismo de rostro humano intente medidas
caritativas para los más necesitados, válvulas de escape para permitir
algunas mejoras paliativas (capitalismo keynesiano, Estado benefactor,
socialdemocracia), el sistema en su conjunto se erige contra la
colectividad humana -a la que convierte en esclava asalariada,
explotándola- y contra la naturaleza, devenida una mercadería más para
consumir, obviando la condición del planeta como casa común.
Como
sistema, el capitalismo -al no planificar la producción- tiene momentos
de expansión y repliegue. Se supone que “la mano invisible del mercado”
la regula; pero esa “mano” nunca resuelve a favor de las grandes
mayorías, sino en función de los capitales. Por tanto, periódicamente,
se asiste a crisis sistémicas generales, que terminan padeciendo los más
desposeídos: las mayorías populares. Como suele decirse: se privatizan
las ganancias y se socializan las pérdidas.
Unos pocos ganan, muchos pierden
Desde
el año 2008 transcurre una de las mayores crisis sistémica, comparable a
la de 1930. Una especulación financiera sin par trajo consigo el
quiebre de economías, con una recesión fenomenal que empobreció, aún
más, a los más pobres e hizo desaparecer una exorbitante cifra de
sectores medios y, con ello, numerosos puestos de trabajo.
El
sistema no acaba de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales
en aprietos (bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como
la General Motors) reciben asistencia de sus Estados, mientras las
grandes mayorías empobrecidas tienen que resignarse y ajustarse aún más
el cinturón. En otros términos: las ganancias son siempre para el
capital, las pérdidas se socializan y las paga la clase trabajadora, el
pobrerío en su conjunto. El capitalismo no es solidario, y aunque se
diga cristiano (por tanto, con una moral que debería hacer pensar en el
sufrimiento de los más humildes), en realidad no tiene sentimiento de
culpa. Lo único que cuenta es el dinero, la ganancia, el lucro.
En
las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón),
la crisis se siente de una manera distinta que en los países
históricamente empobrecidos. El fantasma en juego en el Norte no es el
hambre, pero sí la precarización de la vida, la falta de trabajo, el
estancamiento económico. Los planes de capitalismo salvaje
(eufemísticamente llamado neoliberalismo) en estas últimas décadas,
además de incrementar las riquezas de los más ricos, empobrecieron de
una forma alarmante al conjunto de los trabajadores en todas partes del
mundo, contribuyendo así a su amansamiento, a quitarles el ánimo de
lucha, a mantener calladamente los precarios puestos de trabajo.
Por
un conglomerado de causas (planes neoliberales para las masas
trabajadoras, una robotización creciente que prescinde de la mano de
obra humana, traslado de plantas industriales desde la metrópoli hacia
la periferia en beneficio de una mayor explotación), los trabajadores
del (mal) llamado Primer Mundo vienen sufriendo un descenso en su nivel
de vida. En Estados Unidos, la primera potencia capitalista mundial, es
notorio.
Si bien ese país
no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus ciudadanos está
lejos de una franca mejoría en expansión, como ocurrió varias décadas
antes, terminada la Segunda Guerra Mundial. De “locomotora de la
humanidad”, como se la consideró durante largos años (producía en aquel
entonces la mitad del producto bruto de todos los países), la economía
estadounidense dista de una sana expansión (hoy día aporta el 18% del
producto mundial). El hiperconsumismo sin freno trajo aparejado un hiper
endeudamiento (a nivel personal-familiar y nacional) técnicamente
impagable. La deuda estadounidense se mantiene solo por sus armas.
Descenso del imperialismo estadounidense
El
poder de Estados Unidos viene sustentándose, cada vez más, en su
condición de “grandote del barrio”. La discrecionalidad con que fijó su
moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y
unas faraónicas fuerzas armadas que representan, en sí mismas, la mitad
de todos los gastos militares globales, constituyen el soporte en que
se apoya. Pero ese poderío, en sí mismo, no es sostenible en forma
genuina. La principal potencia capitalista del mundo tiene hoy pies de
barro.
La interdependencia
de todos los capitales que fue sustentando el sistema a nivel global
permite a la clase dominante estadounidense seguir manteniendo su
supremacía; su Estado funciona como gendarme del orden mundial. Pero su
dependencia de capitales de otras zonas (China, Japón) es vital.
Por
otro lado, su monumentalidad se basa, en gran medida, en los recursos
naturales que roba de distintas latitudes (petróleo, minerales
estratégicos, agua dulce, biodiversidad). Sin ese militarismo desbocado
-causa de muerte por millones, destrucción y avasallamiento de los
grupos más vulnerables-, su supremacía económica no sería tal. En un
informe del Global Policy Forum, James Paul, uno de sus autores, lo
expresa sin ambages: “Así como los gobiernos de los Estados Unidos. (…)
necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible
necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras
necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control
de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.
La
economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado,
cuando el país del norte se alzó como principal ganador de la Segunda
Guerra Mundial, se terminó. Estados Unidos -que de ningún modo ahora es
un país pobre- está en decadencia. Los homeless (gente sin
hogar) son cada vez más mayoritarios. Los trabajadores que han perdido
sus puestos, y con ello los beneficios sociales, se cuentan por
millones. Industrias florecientes algunas décadas atrás, ahora
languidecen, pues para el capital es más rentable invertir en la
periferia, con salarios de hambre, que en el propio territorio
estadounidense.
Un ejemplo
icónico es la ciudad de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el
centro mundial de la producción de automóviles -que nucleaba a todas las
grandes empresas de capital netamente norteamericano con casi tres
millones de habitantes- es ahora una ciudad fantasma, con apenas
trescientos mil pobladores, fábricas cerradas, entre pandillas y calles
sin luz. Lisa y llanamente, el capital no tiene patria ni nacionalismos
sentimentales. Si a los accionistas de la General Motors, la Ford Motor
Company o la Chrysler les es más lucrativo montar sus plantas
industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo y dejar en la calle a
sus propios trabajadores, no tienen ningún reparo en hacerlo. Y lo han
hecho.
La estrella esplendorosa que pintaba el show
rutilante de Hollywood enseñando el “sueño americano”, está opacándose.
Lo que no pudo conseguir la Unión Soviética en sus siete décadas de
desarrollo -el oponerse a Estados Unidos como gran rival no solo
político-militar sino, básicamente, económico- lo está logrando ahora la
República Popular China. Con un complejo sistema de “socialismo de
mercado”, el país asiático en pocas décadas logró un crecimiento
económico impresionante, siendo en este momento el principal factor de
peligro para la hegemonía estadounidense. Su asombro avance
científico-técnico cuestiona seriamente la supremacía norteamericana.
Esa
es la situación que hoy viene aconteciendo en Estados Unidos, y también
en otros países de Europa Occidental: los trabajadores se van
empobreciendo, por ello votaron a favor de la salida de la Unión Europea
de los británicos (así como hay quienes también quieren hacerlo en
Francia, Holanda, Italia), o a favor de un ultraderechista como Donald
Trump en Estados Unidos, quien muy probablemente ahora pueda volver a
ganar para un segundo mandato. El motivo para esa creciente
derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto, afecta a
la clase desposeída y no a las oligarquías.
Trabajadores empobrecidos por “culpa” de otros trabajadores
Ante
el empobrecimiento generalizado de los países capitalistas centrales
entra en juego un agravante extremadamente pernicioso: la ideología
dominante, de derecha y conservadora. De acuerdo con ello, se omite la
verdadera causa de esa creciente pauperización recurriendo a un “chivo
expiatorio”: los extranjeros, aquellos, que “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y aprovecharse de la seguridad social”. En otros términos: alguien distinto, proveniente de fuera, es esgrimido como causante de los males.
En
la Alemania de la posguerra de 1918, ante la derrota y humillación a
manos de las otras potencias europeas que le ganaron en la carrera por
el reparto de las colonias africanas, fue emergiendo un espíritu
revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible
psicopatología, encarnó ese ideal, pues ponderaba lo que buena parte de
la población alemana quería escuchar; ante el ultrajado nacionalismo
pangermánico, asumió el ideal teutón de “raza superior” como estandarte
privilegiado y adjudicó a los judíos la condición de chivo expiatorio.
No
puede afirmarse que la corriente nazi en Alemania, o fascista en Italia
-con Benito Mussolini a la cabeza-, sean atribuibles solo a la
personalidad desequilibrada de líderes carismáticos; este puede ser un
elemento importante, pero ambos representaban el ideal de buena parte de
la población. Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la
moral pisoteada en la derrota de la Primera Guerra Mundial: entonces
emergió el concepto de eugenesia, de un elemento concreto al que atacar,
supuesto fundamento de todos los males y desgracias. Los campos de
concentración atestados de judíos fueron el resultado de ello.
En
los Estados Unidos actuales (y en buena parte de Europa Occidental que
no termina de salir de la crisis financiera iniciada en el 2008) está
ocurriendo algo similar: una clase trabajadora golpeada, en camino de
empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón de sus males. El
sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación de que
dispone (medios masivos de comunicación, aparatos ideológicos del
Estado, iglesias varias, redes sociales) impide vislumbrar las causas
reales de la situación.
De
ese modo, los inmigrantes indocumentados de Latinoamérica y el Caribe
-en Estados Unidos- o los africanos llegados en las infernales pateras a
través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del Medio Oriente
en Europa, se van transformando en un elemento satanizado, supuesta
fuente de todas las desventuras.
Hoy
día no hay campos de concentración, ni en Europa ni en Estados Unidos;
pero de alguna manera esa exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald
Trump, así como Hitler en su momento, encarna esa “misión redentora,
purificadora”: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada quiere escuchar. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.
¿Norte versus Sur?
El
mundo de la opulencia del Norte va tornándose cada vez más hostil y
refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere “hispanos”,
“negros” o “musulmanes”; mucho peor aún: procede a deshacerse de ellos.
El presidente Trump empezó a poner en práctica esos “valores”,
institucionalizándolos. De hecho, con ese mensaje ganó la presidencia, y
sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca lo dejaron en
evidencia. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una
bravuconada pirotécnica de campaña, quiere ser concretado. La negativa
de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo estadounidense se
inscribe en esa línea.
En
una línea similar también comienzan a prodigarse, cada vez con mayor
frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como expresión
sintetizada de ello, como ejemplo patético y descarnado de esa dinámica,
lo ocurrido en los canales de Venecia en 2017,
donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada
impávida de europeos que, incluso en algún caso, proferían insultos
racistas.
Todo esto bien
pudiera ser el preámbulo de nuevos Auschwitz o Buchenwald. Los chivos
expiatorios -la psicología social nos lo enseña con claridad meridiana-
sirven como elemento unificador para el grupo excluyente, que reafirma
así su identidad supremacista excluyendo a los “inferiores” no
deseables, satanizados como plaga bíblica.
El
Brexit en Gran Bretaña, o Donald Trump en Estados Unidos, expresan ese
encono visceral, encarnando al “malo de la película” (el inmigrante
irregular) como el origen de todas las penurias, escamoteando así las
verdaderas causas del problema: el sistema capitalista.
Más
allá de que Trump pueda ser un megalomaníaco, un bravucón que se lleva
el mundo por delante, representa lo que muchos ciudadanos
estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los tiempos
dorados de su economía de 50 o 60 años atrás, presuntamente arruinada
por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante
todo, un país construido por inmigrantes,
omitiendo la verdadera causa del problema: el empobrecimiento de los
trabajadores tiene como auténtica y única razón un sistema que no ofrece
salidas.
El nazismo se
inició en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del ejército,
probablemente desequilibrado, devino representante de una mayoría
empobrecida que ansiaba renacer como “raza superior”. Donald Trump sigue
ese camino: representa el ideal supremacista de los WASP (white, anglosaxon and protestant -blanco,
anglosajón y protestante-). El Ku Klux Klan supremacista (equivalente a
los campos de concentración nazi y las cámaras de gas para judíos) se
siente ahora dueño de la situación.
La llegada de Trump es un evidente síntoma de lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Su “America first”
es un llamado a recuperar una supremacía hoy en decadencia, esgrimido
para cimentar su discurso sobre los inmigrantes irregulares. Tanto lo
que él representa, como lo que significa el rosario de gobiernos de
ultraderecha y neonazis que está expandiéndose por Europa (Italia,
Hungría, Polonia, Croacia, República Checa, Holanda, Suecia, Finlandia),
nos debe mantener extremadamente alertas a lo que siga, y prepararnos
para enfrentar la locura en ciernes.
Capitalismo: peligro para la humanidad
El
capitalismo no ofrece salida y el clima neonazi que puede vivirse hoy
día, expresión de un sistema afiebrado, es más pernicioso aún, porque
convierte el racismo en su motor primordial. El discurso conservador,
reaccionario, cargado en muchos casos de fundamentalismo religioso, se
ha adueñado de la ideología dominante. Las poblaciones, eternamente
manipuladas por una maquinaria propagandística
despiadada, terminan votando por sus propios verdugos, sin siquiera
tener conciencia de qué están eligiendo. Ello sucede tanto en el Norte
como, increíblemente, en el Sur (Bolsonaro en Brasil, Macri en
Argentina, Piñera en Chile, Duque en Colombia, Giammattei en Guatemala,
Bukele en El Salvador). La entronización del libre mercado, de la
falacia de “quien quiere puede con esfuerzo personal”, del más
ramplón y simplista individualismo y la necesidad de la “mano dura” para
castigar la delincuencia rampante que caracteriza buena parte de países
latinoamericanos, calan en la gente. De ahí que un sinnúmero creciente
de mandatarios a nivel global tenga posiciones neofascistas, apoyados
alegremente por el voto popular.
Junto
a todo lo anterior, por cierto absolutamente preocupante, algo que
también inquieta enormemente por su carácter mortífero es la catástrofe
medioambiental que se vive, producto de la voracidad sin límites del
lucro empresarial. No es cierto que la humanidad, cada uno de nosotros,
seamos los causantes de ese desastre. Querer culpabilizar a cada
habitante por su consumo es una artera maniobra distractora. Consumimos
(loca, vorazmente en muchos casos) porque el modelo económico vigente
nos conduce a ello. No se trata de “responsabilidad personal” para
evitar ese consumo feroz; es el sistema capitalista el que se basa en la
producción interminable, creando y recreando necesidades artificiales.
La población, manipulada hasta la saciedad por la publicidad, solo sigue
los dictados de las empresas que le manda a consumir.
También
es altamente preocupante que el capitalismo tenga como válvula de
escape, cuando no encuentra salidas, la promoción de las guerras (hoy
día más de 20 frentes de guerra se registran en todo el planeta,
causando muerte, destrucción, dolor… ¡y ganancias para algunos!). Todas
las guerras son creadas por intereses sectoriales. Dicho de otro modo:
decididas por los factores de poder que manejan el mundo. Jamás las
poblaciones deciden nada al respecto; simplemente las padecen.
Sucede
que hoy, dado el empantanamiento del sistema capitalista en su
conjunto, y en especial de su principal potencia: Estados Unidos, las
posibilidades de esas “salidas” son escalofriantes. Guerras cada vez más
devastadoras, con armamentos que parecieran de ciencia ficción (energía
nuclear), con la capacidad real de terminar con toda la especie humana.
No hay que olvidar que quien juega con fuego se puede quemar. El
problema es que en esos macabros juegos está comprometida toda la
Humanidad, y ningún ciudadano de a pie participa en las decisiones.
En síntesis: el capitalismo solo promete penurias, destrucción y muerte para las grandes mayorías. ¿No es hora de reemplazarlo?
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