Bernie Sanders, actual
senador por Vermont, Estados Unidos, es un político de recia tesitura y
larga duración en el ámbito público de su país. Ha sido presidente
municipal (Burlington) en Vermont y muchos años congresista por ese
estado. Se ha distinguido por su continuada congruencia en posiciones
progresistas hasta llegar a definirse como socialista democrático. Una
posición disonante con la que ha sido corriente dominante: de honda
simpatía por toda la gama de creencias capitalistas. Sin embargo, en la
pasada contienda por la candidatura demócrata para la presidencia del
país pudo colocarse como serio aspirante al triunfo. No lo logró, a
pesar de que las encuestas lo daban, consistentemente, como factible
vencedor de Donald Trump. Y muy a pesar del sólido y entusiasta
movimiento de apoyo que logró construir, principalmente entre la
juventud estadunidense. Tuvieron que ser empleadas serias marrullerías
cupulares para favorecer a Hillary Clinton quien fue, finalmente,
derrotada por Trump por el voto del colegio electoral. Debe aclarase que
ella consiguió unos 3 millones de votos más que el republicano, ahora
presidente.
La consigna, entre la alta dirigencia demócrata, los grupos de
presión que se alinean con ella y sus voceros mediáticos, apuntalaba la
posición centrista de Hillary frente al progresismo de Sanders. El
miedo, no tanto a perder la contienda presidencial (que lo hay), sino a
los efectos estructurales internos de cambio drástico a lo establecido,
fue y sigue pesando debido a la ideología de Sanders. Esa característica
del senador fue la razón de fondo que los impulsó al tramposo boicot y
al uso de propaganda sucia: Sanders sería un peligro para Estados
Unidos. Muy a pesar de tan intensa campaña, este judío askenazí nacido
en Brooklyn, Nueva York, mantuvo su muy extensa base de apoyo. Tanto que
hoy ha regresado a la competencia presidencial, pese a su edad (78
años) y sólida narrativa progresista. Hoy va a la cabeza de los demás
candidatos demócratas y con serías posibilidades de, esta vez, ganarles a
todos sus contendientes. La aristocracia de los grandes negocios (Wall
Street y núcleos corporativos), en verdad una plutocracia, esos mismos
que hundieron al mundo en una terrible recesión, están muy temerosos de
lo que pueda pasar si Sanders llega al poder. Buscan, de manera
desesperada, un perfil de candidato pragmático que, según sus intereses,
no asuste al electorado. Alguien que, en resumidas cuentas, sea un
híbrido estilo Clinton o, por ahora, el ex vicepresidente Biden. Un
personaje, inicialmente favorecido, que se ha desinflado. La voz que
corre por todos los pasillos del poder estadunidense –reproducida en los
de México– es simplona y en mucho falsa: se requiere un candidato que
sea elegible. Dan por sentado, aunque de manera oblicua, que Sanders no
lo es.
La base de contribuyentes a la campaña de Bernie Sanders son
maestros, carteros, empleados de trasnacionales del comercio, gente
común y otros miles de jóvenes que han formado todo un movimiento de
hábiles propagandistas, usuarios calificados de las redes sociales.
Gente que requiere y hasta exige un cambio drástico en la que juzgan una
democracia de y para los grandes capitales. La propuesta de Sanders,
que han hecho suya, es la del combate a la desigualdad imperante en la
economía más poderosa del planeta. Su apuesta es por los trabajadores y
los marginados del sistema establecido.
Y es aquí donde se emparenta con lo prometido por López Obrador. Las
similitudes son mucho más profundas que las sugeridas por la
coincidencia anecdótica. Este veterano de la política estadunidense es
un endiablado operador del quehacer público. No descansa en su caminar y
prédica contra lo que considera una real mafia del poder: ese uno por
ciento que acapara las riquezas generadas por todos los demás. Eso es,
precisamente, el meollo del miedo sistémico a su triunfo. Al ponerse del
lado de los desposeídos lo hace un engendro incomprensible y digno del
más profundo calabozo. Propugnar por un cambio tanto en el tinglado
educativo como en el peliagudo asunto de salud, lo vuelve, si fuera
necesario repetirlo, el enemigo predilecto de los mandones. Empujar un
cambio en el injusto e ineficiente sistema de salud y proponer su
universalidad es anatema para el entorno farmacéutico, de seguros,
grandes burós de médicos y regenteadores de carísimas unidades
hospitalarias. Lo combatirán con poderosas armas, tal como aquí lo hacen
contra el gobierno, sus similares contrapartes. Si a todo esto le
sumamos el cambio en el aparato educativo, allá profundamente elitista,
entonces las posiciones entre Sanders y AMLO se tornan claras, básicas,
disruptivas.
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