Editorial La Jornada
Por orden del ministro de Defensa de Israel, Naftali Bennett, el ejército de ese país empezó ayer a bloquear las exportaciones agrícolas de Palestina e impedir que transiten de los territorios cisjordanos ocupados por el paso fronterizo hacia Jordania, única vía que pueden utilizar los palestinos para enviar sus mercancías al mundo exterior.
De esta manera, la nación ocupada enfrenta una grave afectación económica que empeorará las perspectivas de una economía de por sí arrasada por los efectos del robo, por parte de Israel, de las tierras palestinas más fértiles, las murallas que ha construido para aislar a las poblaciones cisjordanas y la violencia militar contra la población –asesinatos selectivos o masivos, encarcelamientos sin juicio, demolición arbitraria de casas– imperante desde hace décadas.
Podría pensarse que este bloqueo forma parte de una mera disputa comercial, en la medida en que es respuesta a la decisión de las autoridades palestinas de suspender las compras de carne de ternera a Israel, país que a su vez importaba ese producto y lo revendía a los palestinos con un margen de utilidad. Al descubrir esa situación, el gobierno que encabeza Mahmoud Abbas ordenó adquirir de manera directa la ternera a los países productores, y el régimen de Tel Aviv respondió con otras medidas de represalia, de las que forma parte el bloqueo a las exportaciones palestinas de verduras.
Sin embargo, sería ingenuo y superficial hablar de guerras comerciales en una relación bilateral tan rotundamente desequilibrada, injusta y asimétrica, como lo es la palestino-israelí, en la que uno de los participantes tiene el control militar que le permite cerrar la puerta a voluntad a los intercambios comerciales de la contraparte, e incluso de descarrilar su economía por medio de acciones que pueden ir del embargo al bombardeo.
Así pues, el cierre del único punto que tenían los palestinos para sacar sus exportaciones debe verse como una agresión pura y dura en contra de la población y un intento de reducir por hambre a una nación que durante siete décadas ha luchado por su derecho a existir.
No debe soslayarse que ese derecho recibió en días pasados un duro golpe cuando el presidente estadunidense, Donald Trump, anunció un
plan de pazque consiste lisa y llanamente en reducir a la población palestina a un conjunto de enclaves o reservas territoriales, negarle el derecho a construir un Estado soberano, arrebatarle el margen del río Jordán y cambiarle tierras fértiles por pedazos aislados de desierto.
En suma, la medida comentada no puede considerarse un episodio de guerra comercial sino un acto de guerra a secas que contraviene el derecho internacional, el cual prohíbe, en muchos de sus instrumentos, que una potencia haga padecer hambre a la población civil de un adversario.
Resulta desoladora la agresión en sí, pero también lo es la indiferencia de la comunidad internacional ante el sufrimiento palestino causado por la criminal e ilegal ocupación israelí en Cisjordania y el cerco militar de Gaza.
La opinión pública internacional debe clamar por el fin inmediato de esa opresión y presionar a sus gobiernos para que contribuyan a poner freno al militarismo expansionista de Tel Aviv.
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