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jueves, 13 de febrero de 2020

Odio de clase y crueldad 5G



El comentarista empieza a ­manifestar síntomas de cierta fragilidad existencial. Se ­pregunta, por ejemplo, si el amor es inculcado y el odio inducido… o viceversa. ¿Se trata de sentimientos naturales o hay que verlos desde el punto de vista de clase? Y si el orden de los factores no altera el producto… ¿da igual que ambos verbos precedan a la acción?
Hablar del amor siempre ha sido más fácil (y saludable), que pensar en el odio. Como si ambas cosas fueran propias de la condición humana, antes que producto de una educación. Una educación dirigida que, emulando a las tecnologías de punta, parece inclinarse peligrosamente en favor del odio y la crueldad 5G (odio y crueldad exponencial).
Donald Trump, Jair Bolsonaro y Benjamin Netanyahu deben estar convencidos de que “…el odio nunca es vencido por el odio, sino por el amor…”. ¿Qué los llevó, entonces, a convertirse en el polo opuesto de una enseñanza que algunos atribuyen a Buda y otros a Gandhi? ¿La crisis terminal del capitalismo, la pertenencia de clase, la violencia síquica, como dirían los expertos en sicología profunda?
Frente a la mirada impasible de las naciones civilizadas (¡ejém!), el devoto Netanyahu se apresta a rematar la solución final para el pueblo de Palestina. Al mesías Bolsonaro le restan tres años más de gobierno en Brasil (con posibilidad de relección) y, tras el fallido impeachment, nueve a uno que el impío Trump se quedará cuatro años más en la Casa Negra del terrorismo mundial.
Hasta ahí, la reflexión del café matutino. Porque, ajustado a derecho, el lector reclama nombres, ejemplos. Pues bien. Destapemos una botella con alcohol de 90 grados y para lo que viene tomarla enterita.
En Colombia, en nombre de la institución que encabeza bajo las órdenes del presidente Iván Duque, el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante en jefe del Ejército, acaba de manifestar su congoja (sic) por el fallecimiento de John Jairo Velásquez, alias Popeye. Seguramente que usted se acuerda de Popeye, a quien la enroscadora de ofidios Adela Micha, entrevistó para Televisa en 2015.
Un gran colombiano (sic), dijo Zapateiro de Popeye, lugarteniente favorito de Pablo Escobar Gaviria, cerebro del atentado a un avión de Avianca (1989, 107 muertos), coordinador de al menos 200 coches bombas en toda Colombia y autor confeso de 3 mil asesinatos (300 de propia mano). Entre otros, el de Wendy Chavarriaga Gil, gran amor de su vida quien había sido amante de Escobar. Pero sospechada de informante, la infeliz cayó en desgracia. Tú o ella, ordenó el jefe. Ah… ¡qué ­Popeye!
Demasiado para analizar con frialdad. Nuestro futuro mediato depende de los líderes del mundo referidos, y el pescado civilizatorio continúa pudriéndose por la cabeza. Junto con la menguante capacidad y tiempo disponible para procesar, día tras día, lo que consumimos en lo personal, laboral, mediático y social.
El odio de clase y crueldad 5G tuvo su climáx legal con el juez Sergio Moro, gran ejecutor del lawfare (persecución judicial y mediática contra opositores populistas), y cuando los fiscales del caso Lavajato que encarcelaron a Lula da Silva se mofaron del fallecimiento de Marísa Leticia, su esposa.
La fiscal Laura Tessler bromeó entonces: Quien vaya a asistir a la próxima audiencia de Lula es bueno que vaya con una dosis extra de paciencia para la sesión de victimización. Y ya con Lula en prisión, los fiscales no le concedieron permiso para ir al funeral de su hermano Genival Inacio. Sin embargo, el permiso le fue concedido cuando el cuerpo de su hermano había sido sepultado. El descarado sólo quería pasear, dijeron. los fiscales. Y de la muerte de su nieto Arthur Araujo, de siete años, también se burlaron.
El odio de clase y la crueldad 5G carecen de límites y horizontes. A mediados de enero pasado, en Villa Gesell (balneario de la costa atlántica de Buenos Aires), un equipo de 10 jugadores de rugby (18-20 años) concurrió a una discoteca. Allí, el joven Fernando Báez Sosa (19), entre apretujones, tuvo la mala suerte de volcar su vaso en la camisa de uno de los ­rugbistas.
Se armó la típica bronca de machos y todos fueron expulsados de la disco. Minutos después, en la calle, los rugbistas atacaron a Fernando en manada. Lo arrojaron al suelo, con dos o tres pegándole patadas en la cabeza. Pero los otros filmaban la escena: ¡Matalo, matalo!, ¡Negro de mierda! Uno de los rugbistas alzó la cabeza exangüe de Fernando, diciendo: me lo llevo de trofeo. Y le dio la patada final.
Fernando era hijo único de paraguayos inmigrantes, estudiante, deportista, conocido de sus atacantes. Y los rugbistas, de familias pudientes de la misma ciudad. De esas familias que ahora, en las afueras del penal al que los jóvenes fueron a parar, se preguntan entre ellas: “no entiendo… Mi hijo era un chico normal”.

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