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viernes, 28 de febrero de 2020

El brote en Irán, historia que se repite

Robert Fisk

Cuando surgieron los primeros reportes de coronavirus, tuve la sospecha de que Irán sería el blanco del enojo del mundo. La propagación del Covid-19 hacia Medio Oriente era tan inevitable como su historia, pues las rutas de los peregrinos musulmanes siempre han funcionado como un cauce para la pestilencia. Sin importar qué tan honesta o deshonesta es la respuesta de Irán al virus, el odio contemporáneo por el islam chiíta en las tierras sunitas musulmanas y el sesgo anti-iraní del mundo occidental iban a convertir a la pobre antigua Persia en paria de la peste.
Un virus que claramente se originó en China ahora, supuestamente, está convirtiendo a Irán en una amenaza para todos. El diario The New York Times anunció que emergía como una amenaza mundial la propagación del coronavirus a un conjunto de países vecinos (de Irán). El Jerusalem Post declaró que Irán ha alarmado a Medio Oriente con los temores por el coronavirus. El secretario de Estado, Mike Pompeo, afirmó que Washington está profundamente preocupado por informes que indican que el régimen iraní ha suprimido detalles vitales sobre el brote en su país.
Era inevitable, por supuesto. Tras haber negado, en un principio, que derribó un avión de pasajeros ucranio sobre Teherán el pasado 8 de enero, nadie iba a confiar en la palabra de Irán cuando anunció sus primeras muertes por coronavirus. La ciudad santa de Qom ya había sufrido 50 fatalidades, uno de sus ministros delató que el gobierno estaba negando el horror. Las 139 personas que dieron positivo en el país incluyen a un ministro de Salud que admitió que estaba enfermo después de haber dado una conferencia de prensa televisada en la que se le veía empapado en sudor. Con 19 muertos reportados esta semana, no ayudó que un clérigo iraní aseverara que los muros de las mezquitas de domos dorados de Qom protegerán a los peregrinos. Esto es una verdadera fantasía medieval. Los vecinos de Irán se unieron a las acusaciones. Los Emiratos, Bahrein y Arabia Saudita lo señalaron como la fuente de los brotes en sus territorios –tienen razón debido a que las víctimas, incluso las de Líbano, parecen haber estado en Teherán– pero es un acto de grotesca hipocresía, pues el mundo, colectivamente y durante años, ha aislado y sancionado a Irán, privándolo de los insumos más básicos, incluido equipo médico.
El virus coincide con las procesiones a Qom. Si hubiera surgido unos meses más tarde, entonces la fuente más peligrosa hubiesen sido –y todavía pueden ser– los peregrinos de la procesión del Haj hacia la Meca que tiene lugar a mediados del verano en Arabia Saudita.
El coronavirus no respeta al islam… ni al cristianismo. Recuentos históricos indican que los musulmanes de Medio Oriente creían que los cristianos podían ser inmunes a la peste negra cuando ésta llegó a la región. No fue así.
A sólo siete años de la muerte del profeta Mohamed, la pestilencia azotó toda la región. La epidemia de Amwas, llamada así por una aldea palestina cercana a Jerusalén (sus habitantes árabes contemporáneos fueron expulsados de la zona por fuerzas israelíes en 1948). La enfermedad mató entonces a 20 mil personas, entre ellas al compañero del profeta Abu Ubaidah ibn al Jarrah, y se propagó por toda Siria hasta lo que hoy es Arabia Saudita.
Durante una epidemia anterior, el segundo califa, Umar al Khattab, avanzaba de Medina a Siria, pero retrocedió cuando escuchó de Abu Ubaidah que la peste había alcanzado Siria. Incluso regresó a Arabia en un acto que provocó un debate que evoca el que actualmente provoca el coronavirus ¿Debemos quedarnos en el lugar al que llega la pestilencia? ¿O debemos irnos de nuestro hogar? Los antiguos musulmanes aparentemente se contentaron con una supuesta cita del mismo profeta –su corrección histórica está abierta a debate–. Mahoma dice que cuando la peste está en otra tierra, no se le acerquen; pero si ocurre en la región en que están, no salgan ni traten de escapar.
El académico Yaron Ayalon señala que tanto musulmanes como cristianos han enfrentado el dilema tanto físico como filosófico del contagio. Si una enfermedad se transmite de una persona a otra, debe haber manera de prevenirla, y de ser así, el argumento de que las epidemias eran un castigo divino por los pecados del hombre es más difícil de sustentar. Algunos escritores musulmanes sugieren que a pesar de que el contagio existe, Dios decide si una persona debe enfermarse.
Durante cientos de años, desde luego, Medio Oriente y el mundo islámico tuvieron una comprensión más sólida de la medicina que la que poseían los europeos. Un árabe cristiano de Irak, Hunayn ibn Ishaq, por ejemplo, tradujo tanto a Hipócrates como al médico y cirujano romano Galeno de Pérgamo.
Por su parte, el historiador musulmán del siglo XVI Mamlyk Egipto dijo que morir de la peste era equivalente a una muerte de mártir en la batalla –quizá debamos predecir un despertar de esta idea en Medio Oriente moderno– e incluso sugirió, aparentemente citando al profeta, que Medina y la Meca estaban rodeadas de ángeles para que ningún contagio entrara a estas ciudades.
Esta seguramente es una versión temprana de lo dicho por el clérigo de Qom, quien afirmó que las mezquitas de la ciudad protegerán a los peregrinos.
Los recuentos musulmanes de las grandes epidemias que fustigaron al mundo islámico son mucho más escasas que los documentos europeos que dan cuenta de hasta 800 mil muertes por la peste negra en Inglaterra sólo en el siglo XIV. Historiadores árabes creen que los contagios se originaron en Mongolia y hay pocas dudas de que llegaron a Persia a través de la Ruta de la Seda –a la velocidad que se movían los ejércitos y los camellos; no los aviones de pasajeros, claro está– y de ahí pasaron a Levante (Siria, lo que hoy es Líbano, Palestina, Israel contemporáneo) y después a Egipto.
El escritor sirio Ibn al Wardi, quien fue víctima de la epidemia en 1348, habló de la peste negra surgiendo de la tierra de la oscuridad. Hasta 30 por ciento de la población persa murió en el siglo XIV. El gran viajero árabe, Battuta documentó 2 mil muertes por día en Damasco. Cuatro años más tarde la Meca fue azotada por una plaga aparentemente llegada a través de la ruta de peregrinaje hacia Haj.
En 1347 la peste negra infestó El Cairo y mató a un tercio de su población a razón de mil fallecidos por día, de acuerdo con el historiador y periodista Max Rodenbeck, quien también anotó 55 brotes de la peste en la ciudad egipcia, lo que incluye 20 epidemias en poco más de 150 años.
Escribió: Fatalmente, gobernantes y gobernados siguieron pensando en la peste como resultado de la furia divina. El jeque Al Azhar estaba seguro de que era un castigo de Dios a los hombres, por fornicar, y a las mujeres por adornarse para caminar por las calles.
Ya en 1835, un viajero inglés en El Cairo documentó que su casero, su banquero, su médico, el hombre que rentaba burros, los parientes de su sirviente y un mago murieron por la peste que cobró las vidas de otras 70 mil almas.
Dudo que la cruel historia de los contagios en Medio Oriente sea tomada en cuenta por la Casa Blanca, o por los monarcas sunitas del Golfo. Dentro de los campos de refugiados de la región en Siria, Irak, Jordania y Líbano, sin embargo, esa historia acecha un poco más de cerca.
En comparación con las antiguas epidemias –dejando de lado el término pandemia– es una amenaza infinitesimal para la humanidad. Pero la forma en que se expande es de una velocidad que entenderían pasadas generaciones en Medio Oriente. La peste alcanzó Italia casi en el mismo momento en que golpeó Alejandría en Egipto. La Ruta de la Seda no sabía de sectarismos ni divisiones nacionales. Tampoco las rutas de peregrinaje del islam.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca

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