“…no
admitan que nadie crea nada que no comprenda. Así se producen
fanáticos, se desarrollan inteligencias místicas, dogmáticas…Y cuando
alguien no comprenda algo, no cesen de discutir con él hasta que
comprenda, y si no comprende hoy, comprenderá mañana, comprenderá
pasado, porque las verdades de la realidad histórica son tan claras, y
son tan evidentes, y son tan palpables, que más tarde o más temprano
toda inteligencia honrada las comprenderá”.
Fidel Castro Ruz
Sólo
los odiadores de derecha e izquierda cierran los ojos ante la evidencia
palpable de que el proceso político en el Ecuador tiene un antes y un
después de Rafael Correa Delgado. Las acusaciones de corrupción hechas a
raíz de la traición de Lenin Moreno Garcés no pueden, ni podrán, negar
el intento de “asaltar el cielo” hecho por Rafael Correa y la llamada
Revolución Ciudadana. La prisión de Jorge Glas no simboliza la
corrupción del régimen correista, por el contrario, simboliza la
traición de un enano que se declaró incapaz de sostener el mundo en sus
espaldas y decidió entregar el poder a sus enemigos. La corrupción
sistémica salpicó, también al correísmo, qué duda cabe, pero la gangrena
en este caso, no llega a la cabeza, que ahora está volviendo con
fuerza. Las élites y sus sirvientes se niegan a aceptarlo, pero la
política en el Ecuador, por lo menos en los próximos cincuenta años, no
se podrá hacer sin Rafael Correa o lo que él representa. Como el
peronismo en la Argentina, Lula en el Brasil o el chavismo en Venezuela.
Mindo, Ecuador, 17-2-2020
https://www.alainet.org/es/articulo/204841
Fidel Castro Ruz
Lo
hemos sostenido en más de una ocasión, el progresismo es la izquierda
posible en los actuales momentos a nivel latinoamericano. Las FARC y el
ELN en Colombia son la demostración de que la insurgencia guerrillera
puede ser manejada a su antojo por la reacción interna y el poder
mundial. El zapatismo en México sobrevive aislado, como una especie de
Estado dentro del Estado, sin llegar a ser un peligro real. La única
alternativa con futuro en la región es el Progresismo Latinoamericano.
Contra él apuntan todas las armas del establishment, de la democracia
liberal, del neoconservadurismo mundial.
Que les asusta a las élites y al poder mundial que las dirigen
En
primer lugar, les asusta que los procesos progresistas despierten la
conciencia de las masas. No aceptan que pueda haber fisuras en el bloque
de dominación. Se trata de preservar la creencia ciega de que las
élites son sus benefactoras y no sus victimarios. De hecho, en el
Ecuador, por ejemplo, después del correísmo un sector de las masas ya
sabe que sujetos como Fidel Egas o Guillermo Lasso piensan más en sus
negocios que en los intereses de la gente. Haber despertado la
conciencia de una parte de las masas es uno de los más importantes
logros del progresismo latinoamericano.
Les
asusta que esa porción ínfima de las masas entontecidas por el poder
hegemónico comience a reclamar sus derechos, no como reivindicaciones
sociales, culturales o de simples derechos humanos, sino como derechos
políticos tendentes a participar en las decisiones del Estado. Eso no lo
puede aceptar el poder tradicional, porque con ellos se apunta al
corazón de sus intereses.
Les
asusta, entonces, que esas masas pongan en disputa el poder político,
terreno q las élites han considerado inviolable desde siempre. Aceptan
la disputa Inter oligárquica, pero jamás la disputa inter clasista.
Les
asusta ver que el poder progresista se aleja cada vez más de la Casa
Blanca y se acerca a los enemigos del hegemonismo norteamericano y, por
ende, se vuelve menos dependiente.
Les
asusta cualquier intento de mejorar la educación con proyección
libertaria, esto es, con el fin de liberar a las masas de la ignorancia.
Excelencia para la educación privada, mediocridad y mala calidad para
la educación pública.
Les asusta disminuir el desempleo porque, por esa vía, se eleva el valor de la fuerza de trabajo.
Les
asusta un plan de incrementos tributarios porque los sectores
productivos prefieren asegurar sus ganancias en los paraísos fiscales a
reinvertirlas en el país.
Les
asusta la existencia de una prensa libre, independiente y crítica que
sea la voz de la ciudadanía y no la caja de resonancia de los intereses
privados.
Les asusta la
existencia de una justicia desde el pueblo y para todos los
ecuatorianos, sin clasificarlos en de primera, segunda y tercera
categoría.
Les asusta el desarrollo científico y tecnológico autónomo, con talento nacional y libre de dependencias.
Les asusta los procesos de integración de los pueblos latinoamericanos.
Les asusta la modernización y desarrollo del campo porque la malformación desarrollista es la garantía de sus negocios privados.
Les asusta la democratización de las Fuerzas Armadas y la modernización de la Iglesia católica, apostólica y romana.
Les
asusta que se difundan y fortalezcan las culturas que en el Ecuador
existen, manteniendo solapadamente la hegemonía de la estética y
contenidos de la cultura blanco-mestiza y pro norteamericana.
En fin, les asusta un cambio en las formas y los contenidos de la vida nacional.
Todo
lo que atente a estas ideas hegemónicas ha sido combatido por las
élites, habiéndose incrementado ese combate desde la llegada de Rafael
Correa al poder, no tanto por su capacidad real de realización práctica,
sino por su audacia de poner los temas fundamentales de la política y
de la economía sobre el tapete de la discusión nacional.
Los límites del progresismo latinoamericano
El
Progresismo se enmarca en la era de la hegemonía del capital
financiero. El viejo imperialismo, entendido como “fase superior del
capitalismo”, sigue siendo el mismo, pero actúa de otra manera.
El
eje principal de su dominación es la deuda externa. Entre 2009 y 2018,
según la CEPAL, la deuda externa de América Latina aumentó en 80% y la
deuda externa de países como Argentina y Brasil sobrepasa el 80% del
PIB, lo que demuestra que el desarrollo de nuestra región se mueve en el
ámbito del mito y no de la realidad. Los intereses de los prestamistas
sobrepasan lo económico y entran, de lleno, en los terrenos de la
política. A estas obligaciones de hierro es que el progresismo
latinoamericano tiene que enfrentar.
La
contradicción está en que, para poder cumplir sus planes de atender a
los sectores marginales de la sociedad, el progresismo se ve obligado a
pactar con el capital financiero mundial y sus aliados locales y
permitir la exportación de sus recursos naturales, con lo cual, de
hecho, contribuye a fortalecer el régimen de dominación internacional
que existe. La deuda, entonces, actúa como un condicionante poderoso
equivalente a una camisa de fuerza.
La
naturaleza del progresismo nos hace pensar, incluso, que es una
estrategia del mismo capitalismo financiero mundial, lo cual no le quita
su potencial fuerza transformadora, dado que el impulso que pueden
tomar las masas podría desencadenar un auténtico proceso revolucionario,
lo que dependería de la existencia de una vanguardia
político-espiritual capaz de dar dirección revolucionaria a este
proceso. Como en las artes marciales, sería posible usar la fuerza del
mismo enemigo para alcanzar el triunfo.
El
progresismo actúa como inversor del sector privado, bien sea mediante
las asociaciones público-privadas o las concesiones de los activos
públicos, lo que es funcional a la estrategia de reacomodar el
capitalismo a las exigencias de la dominación corporativa mundial.
El
progresismo necesita mantener contentos a los sectores menos
favorecidos de la sociedad, motivo por el cual recurre a programas de
asistencia social y mantiene fuertes rubros de subsidios que alivianan
muy relativamente la grave situación de los desposeídos y sirven, a la
vez, para crear grandes expectativas de mejoramiento personal y
colectivo, convirtiéndoles a esos sectores en clientes electorales del
proceso.
El progresismo
tiene al “ciudadano” como sujeto histórico del cambio, lo que para
nuestras sociedades no deja de ser una interesante novedad, pero que
lejos está de ser un axioma político que no necesita demostración. De
hecho, en el Ecuador, por ejemplo, en la experiencia del correísmo
durante una década no puede decirse que la “ciudadanía” como categoría y
concepto sirvió para empujar el carro de las transformaciones
irreversibles que el sistema necesita. Más bien, la elevación del nivel
de vida de algunos sectores bajos de la ciudadanía los convirtió en una
precaria clase media que, pronto, olvidó su compromiso con el cambio.
Esa limitación merece una profunda reflexión que puede aportar en la
comprensión dialéctica de los cambios cualitativos que la “ciudadanía”
puede ir sufriendo en la medida que el proceso de cambio avanza.
En
fin, los límites del progresismo son estos y muchos más, que deben ser
tomados en cuenta para avanzar en la marcha a las transformaciones
profundas que países como el nuestro necesitan.
¿A qué le teme Rafael Correa?
La
razón por la que Rafael Correa inicia una nueva etapa de la política y
cierra otra, es porque estaba prevalido de la necesidad de cambio que el
Ecuador tenía. No era posible mantener el país de la partidocracia en
el que los sectores dominantes actuaban como gerentes de una empresa
capitalista, con todos los vicios de los empresarios inescrupulosos e
insensibles. Correa vino con fuerza a tratar de cambiar esta realidad.
Habiéndose dado el marco jurídico que necesitaba (Constitución de
Montecristi) Correa inició la tarea. Se trataba de un proceso que debía
ir de manos a más -menos radical en sus inicios, más radical en la
medida que avanzaba-. Los trecientos años de duración se explicaban sólo
en el marco de esta concepción. A lo que Correa le tuvo miedo fue,
precisamente, a la radicalización de este proceso, a sobrepasar los
límites que el progresismo latinoamericano como concepción tiene.
El
argumento que más se escucha para explicar esta situación es que no
había condiciones para avanzar, pero suena más a excusa que a una
explicación válida. Cuando se gana una elección con más del 70% de la
voluntad popular hay que saber utilizar ese poder legal y legítimo para
avanzar sin titubeos en el proceso de cambio. Rafael Correa y la
Revolución Ciudadana hicieron el trabajo a medias, dejando truncas, o a
medio hacer, casi todas las tareas de la compleja transformación.
Sucedió
en la economía, en cuyo nivel no fue capaz, la revolución ciudadana, de
superar el deficiente desarrollismo que por más de medio siglo no había
dado resultados positivos. La heterodoxia económica no fue suficiente.
Rafael
Correa tuvo miedo de avanzar a la realización de una verdadera reforma
agraria que transformara radicalmente la estructura de la propiedad de
la tierra en el Ecuador y rescatara el sector agrícola en el que está la
verdadera vocación productiva de los ecuatorianos. La infraestructura
construida fue importante, pero no suficiente. Las reivindicaciones del
agro siguen siendo una deuda que el Estado tiene con los campesinos, los
pequeños agricultores y hasta los medianos empresarios agrícolas.
Igual
sucedió en el nivel educativo. Acabar con las universidades de garaje
no fue suficiente, ni tan siquiera la creación de Yachay y tres
universidades más. La transformación real del sistema educativo consiste
en unificar la educación a nivel nacional, dándoles a las nuevas
generaciones una educación nacional y unificada que haga ciudadanos
comprometidos con los procesos de cambio y no ciudadanos de primera,
segunda y hasta tercera categoría. La concepción misma de la Revolución
Ciudadana sobre la educación nunca trascendió los límites de la
excelencia académica para formar profesionales defensores del sistema,
lejos se estuvo de sentar las bases para implementar una educación
liberadora, que lleve a los jóvenes a tomar conciencia de la solidaridad
y la conciencia social.
Poco
puede decirse que Rafael Correa hizo por la cultura. Tuvo temor de
tomar ese toro por los cuernos, porque significaba avanzar en el proceso
de crear un nuevo Estado, plurinacional y multicultural. Entró en
conflicto con los diversos pueblos y nacionalidades del Ecuador, dejando
entrever, en sus concepciones culturales, una sesgada preferencia por
la hegemonía de la cultura blanco-mestiza.
Escandalizó
sobre los privilegios dentro de las Fuerzas Armadas, pero su brazo no
fue lo suficientemente fuerte para acabar con los mismos y crear unas
Fuerzas Armadas del pueblo, con el pueblo y para el pueblo. Toda la
enjundia represiva y reaccionaria de los militares quedó intacta, como
ahora se demuestra con el gobierno traidor de Lenin Moreno.
En
una década se pudo realmente transformar la matriz productiva, que fue,
durante este tiempo, uno de sus más importantes caballos de batalla,
pero no se avanzó más de un metro en ese propósito. Tuvo miedo a
transformar la matriz productiva, se conformó con barnizarla. El nuevo
Ecuador venía de la mano de la transformación que en este nivel se podía
hacer. Correa prefirió la modernización del capitalismo ecuatoriano a
entrar en conflicto con las fuerzas internas y externas que lo defienden
y sostienen.
Esa falta de
decisión le llevo a conflictuarse con los sectores populares de la
ciudad y del campo. La modernización del capitalismo trajo como
consecuencia la reacción de los sectores populares que exigían de un
gobierno que hablaba en su nombre mayor atención a sus reivindicaciones
históricas. Cuando Correa vio que el pueblo podía trascender su proyecto
de creación del Estado Nacional y encaminarse a otro tipo de
democracia, se detuvo y no quiso seguir adelante. Al finalizar la década
del gobierno correista la fuerza transformadora de los inicios pasó a
estar en manos del pueblo y no del gobierno que decía representarlo.
Antes
del triunfo de Lenin Moreno, la Revolución Ciudadana de Rafael Correa
había comenzado a volver al redil de los intereses corporativos del
capitalismo financiero mundial. Lenin Moreno fue la continuación de la
decadencia de la llamada Revolución Ciudadana, la demostración práctica
de los límites de un proyecto que, sin dirección revolucionaria y con
clara perspectiva de trascendencia del sistema capitalista, termina
siendo una exitosa estrategia de recomposición del capitalismo, esta
vez, con apoyo popular y cánticos revolucionarios.
Han
transcurrido catorce años del primer triunfo de Rafael Correa Delgado,
se impone preguntarnos: ¿qué queda del proceso iniciado por él?
Quedan
los ideales del Progresismo Latinoamericano que se ha convertido, hoy
por hoy, en la izquierda posible y queda el prestigio del líder que en
el Ecuador lo representó. Toda la artillería de la CIA imperialista y el
odio de las élites internas no han podido manchar todavía su figura. El
apoyo popular a Rafael Correa Delgado crece de forma exponencial y,
aunque la reacción interna logre sacarle de la próxima contienda
electoral, no dudemos de que quién lo represente tiene amplias
posibilidades de triunfar.
Hoy
la garantía del triunfo de los ideales del progresismo es una alianza
del correísmo con el movimiento indígena-popular y pequeños grupos de la
izquierda revolucionaria como Ñukanchik Socialismo que, sin ser fuerzas
electorales, pueden contribuir a la creación de esa dirección
revolucionaria que le ha faltado al Progresismo Latinoamericano, en un
nivel de honestidad diferente al que plegaron las fuerzas de la
“izquierda histórica” en los años iniciales del proceso.
El
regreso de Rafael Correa no puede repetir los errores cometidos en la
primera etapa de la transformación del Ecuador. Una segunda oportunidad
debe ser para vencer o morir.
https://www.alainet.org/es/articulo/204841
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