Estamos divididos. Se enfrentan ya dos amplios sectores de la sociedad.
En Estados Unidos la mitad de la población respalda abiertamente al presidente Trump. Acepta con entusiasmo su discurso triunfal del 5 de febrero. La otra mitad, que lo rechaza, se identificó quizás con el acto simbólico de la señora Pelosi, la líder demócrata en el Congreso, cuando al terminar el discurso rompió su copia a la vista de todos.
Chris Hedges, el agudo crítico estadunidense, puso el dedo en la llaga al analizar dos días antes la situación.
“El país del que hablan los políticos, los académicos y los medios es una fantasía, una ficción a la manera de Disney. Mientras más empeoran las cosas, más nos refugiamos en ilusiones. Mientras más posponemos llamar por su nombre y confrontar nuestra decadencia física y moral, más poder adquieren los demagogos que difunden ilusiones y fantasías… La manía de la esperanza opera como un anestésico.” Las innumerables esperanzas que abrigaron millones de estadunidenses en estos años fueron
escapes sicológicos ante la crisis.
El diagnóstico de Hedges es contundente:
Aferrarse al autoengaño colectivo define los espasmos mortales de todas las civilizaciones. Estamos en la etapa terminal. Ya no sabemos quiénes somos, en qué nos hemos convertido y cómo nos ven fuera de Estados Unidos. Es más fácil, a corto plazo, refugiarnos en nuestro interior, celebrar virtudes y fuerzas inexistentes y revolcarnos en la sentimentalidad y el falso optimismo. Al final, empero, este refugio, difundido por la industria de la esperanza, garantiza no sólo el despotismo sino también, dada la emergencia climática, la extinción(https://bit.ly/3boql4B).
Existe, sin embargo, otra forma de la esperanza.
Brian Snyder acaba de quedarse ciego. Una enfermedad genética degenerativa lo privó de la vista de que gozaba hasta hace poco; y fue entonces, dice él, cuando empezó a ver. Ni él, que tiene 40 años, ni su esposa, que sufre una grave crisis de salud, tienen seguro médico ni ingresos para pagarlo. Reaccionó de inmediato al artículo de Hedges. Una carta en Facebook describe su dramática situación y aclara de inmediato que no escribe para que le manden dinero.
Es una exigencia a mí mismo para conseguir la fuerza y el coraje necesarios para dejar de participar en este sistema económico de mierda y comenzar la organización para construir un mundo en que cada quien obtenga amor, comida, techo y sanación, porque eso es lo ético y moral como seres humanos con capacidad de actuar con empatía y amor.
Brian pide que lo contacten quienes vivan en su municipio y quieran organizarse para el cambio a escala local.
No hablo de salir a protestar a la calle, mientras la gente toca el claxon, y luego seguir con lo cotidiano. Hablo de ocupar en forma no violenta las corporaciones y evitar que operen, creando simultáneamente una comunidad autónoma y flexible que no dependa de esas corporaciones para sobrevivir.
Brian define de otro modo la esperanza.
Si te sientes como yo, multiplica estos sentimientos en tus propias palabras, para que quienes son como tú y yo no nos sintamos solos y desesperados en esta época desolada. Hay esperanza. Mientras estemos vivos, habrá esperanza.
Finalmente, de eso se trata. En vez de prepararnos a la guerra civil, enfrentando a quienes siguen colgándose de ilusiones, necesitamos concentrarnos en la construcción del mundo nuevo. Lo que hay que hacer es muy distinto en una pequeña ciudad del norte de California, en la Sierra Norte de Oaxaca o en un barrio de la Ciudad de México. Como dicen los zapatistas, cada geografía tiene sus propios desafíos y formas de organizarse. Pero eso es lo que hay que hacer: organizarse.
Esta actitud exige un cambio muy radical de perspectiva. Mientras políticos e intelectuales siguen hablando de cómo salvar el país, el mundo o la biosfera, mientras sus afirmaciones o promesas se alejan cada vez más de la realidad, abajo se teje otra percepción. Cualquier persona sensata y decidida puede caer en una sensación de impotencia e incluso desesperación si se plantea qué hacer ante los problemas actuales del país o del mundo. Quizás sienta que sus capacidades de acción, por muy relevantes que sean a escala local, son insignificantes ante los males que nos agobian. Caería entonces en la actitud obediente y sometida que espera de arriba la solución. Actuaría el fascista que todos llevamos dentro, el que nos hace amar el poder, ese poder que nos oprime y despoja, cuando finge estar de nuestro lado.
Necesitamos recuperar sentido común y escala humana. Hacer lo que se necesita a nuestra escala. La realidad no cambia porque algún líder tome decisiones que resuelvan todo o al menos conduzca a las masas hacia alguna tierra prometida. Cambia cuando hombres y mujeres comunes consideran insoportable la situación en que se encuentran y tienen el coraje suficiente para actuar en consecuencia. Como Brian.
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