Eric Nepomuceno
Hay en Brasil al menos una buena noticia: 2017, año amargo, de inclemente retroceso, llegó a su fin.
Es verdad que derechos laborales de más de medio siglo fueron devastados, que el petróleo fue y sigue siendo regalado a las multinacionales, que se impone un retroceso en el sistema de educación pública, que la salud pública es un escándalo que crece un poquito día a día, que el cinismo del gobierno de Temer logra ser cada vez más abyecto.
También verdadera es la constatación de que programas sociales exitosos han sido destruidos o amputados hasta casi la desaparición, que avanzan las fuerzas más retrógradas en la peor legislatura de los pasados 30 años.
Pero el año terminó, y ahora hay otro por delante. Ya que no se pueden ni deben borrar de la memoria las tinieblas de un año tenebroso, que los recuerdos de 2017 queden frescos para la hora del rescate.
De los 12 meses de 2017, cinco fueron consumidos por Temer y sus cómplices más íntimos a comprar –literalmente comprar– los votos de diputados e impedir que la Corte Suprema le abriese un juicio que, entre otras cosas, lo defenestraría de la presidencia y lo llevaría a la cárcel.
Entre la liberación de enmiendas de parlamentarios al presupuesto nacional y los generosos perdones de multas aplicadas al empresariado cómplice, de acuerdo con los cálculos más conservadores, suman 10 mil millones de dólares.
Lo que se logró ha sido una innovación en la historia universal del derecho: un denunciado, Michel Temer, fue absuelto no por falta de pruebas o evidencias, sino por exceso.
Entregarlo a la Corte Suprema sería asegurar su ingreso en algún presidio de mala muerte. Y este será, o debería ser, su destino inexorable, a menos que se engendre alguna artimaña para cuando termine su mandato ilegítimo y Temer vuelva a ser un ciudadano más en la multitud, sin foro privilegiado que lo proteja.
Como resultado de toda esa escandalosa maniobra –escandalosa e impune, gracias a la omisión del Supremo Tribunal Federal– el gobierno de Temer, en evidente paradoja, perdió buena parte del respaldo en la Cámara de Diputados.
Es decir: compró, pagó y no le entregaron la mercancía. Compró, pagó y perdió.
Además, el año terminó con la alianza en el Congreso haciendo agua, y con una dura derrota: la tan propalada reforma del sistema de pensiones y jubilaciones, principal bandera de Temer y compañía y fuertemente exigida por el dios invisible llamadomercado, no fue llevada al pleno de la Cámara al no tener la seguridad de que alcanzaría los 308 votos exigidos para una enmienda constitucional.
Mientras tanto, y pese a la formidable campaña llevada a cabo por un triunvirato formado por los grandes medios de comunicación, el empresariado y un judiciario completamente politizado, que actúa en flagrante atropello a las bases esenciales de la justicia, Lula da Silva sigue encabezando todos los sondeos y encuestas sobre las elecciones de octubre de 2018. El provinciano y arbitrario juez de primera instancia Sergio Moro, inicialmente convertido en paladín de la moral y del combate a la corrupción, ve cómo crece reiteradamente su desaprobación en la opinión pública brasileña.
Ahora estamos en 2018, año que se estrena encubierto por pesadas, pesadísimas nubes de incertidumbre.
El miércoles 24 de enero el tribunal regional federal de Porto Alegre juzgará el recurso de Lula da Silva contra la condena impuesta por Sergio Moro: nueve años y medio de prisión por haber aceptado un departamento en una playa vecina a San Pablo.
Si en las denuncias contra Temer sobraban evidencias y pruebas concretas (grabaciones, filmaciones), contra Lula no hay más que la palabra de un empresario detenido. Ninguna evidencia palpable y, de pruebas, mejor ni hablar.
Como está más que claro, la razón central del golpe institucional que destituyó a la presidenta electa Dilma Rousseff fue precisamente eliminar a Lula da Silva, el más popular presidente de la historia, del escenario político brasileño.
Pero hay otra razón de profunda incertidumbre en el horizonte de nieblas y tinieblas: la derecha, que destroza día sí y el otro también conquistas y logros y entrega el patrimonio público y los sueños de la gente, no tiene pieza de repuesto.
Octubre llegará, y el sistema no tiene un candidato viable. El discurso mediático de los grandes conglomerados de comunicación ya no convencen tanto a su público idiotizado. Si no inhabilitan a Lula da Silva, ya todos sabemos el nombre del futuro presidente brasileño.
La justicia arbitraria está lista para cometer ese absurdo.
Pero los golpistas y sus cómplices tienen otro problema: ¿dónde y cómo encontrar un postulante que sea viable?
En Argentina, Mauricio Macri es una especie de versión local de Temer. En Chile, Sebastián Piñera completa el trío del neoliberalismo más fundamentalista y criminal.
Ocurre que tanto uno como otro fueron electos, tienen legitimidad.
En Brasil, la estatura ética, política y moral del ciudadano Michel Temer equivale a un río que podría ser cruzado por una hormiga con las aguas por los tobillos.
Y, para peor de los males, los golpistas no logran encontrar un nombre que sea viable para suceder a semejante esperpento.
Será un año tenso y emocionante, 2018. Un año decisivo para el futuro de la democracia brasileña.
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