La Jornada
Generalmente ducho para
argumentar cuando las actividades de su Iglesia aparecen mezcladas en
asuntos económicos o políticos, el papa Francisco no salió precisamente
airoso durante su reciente visita a Chile, con relación a uno de los
temas que más presión ejerce sobre la jerarquía vaticana a inicios de
este siglo: el de la pederastia. El solo hecho de mostrarse vacilante o
ambiguo al referirse a esa delicada cuestión habría sido, de por sí, una
insatisfactoria respuesta del pontífice en un país donde los abusos
sexuales del clero católico alcanzaron brutal intensidad; pero la
aspereza –inusual dentro del tono habitualmente comedido de Bergoglio–
con que rechazó los señalamientos que le hicieron reporteros de una
estación de radio local, respecto de que el obispo Juan Barros durante
años encubrió a sacerdotes pederastas, chocó dramáticamente con la
imagen renovadora que el Papa pretende imprimir a la Iglesia y sin duda
le sumó varios puntos en contra.
Los comentarios papales pecaron –y en este contexto el verbo resulta
muy apropiado– en el mejor de los casos de negligencia y en el peor de
insensibilidad: si cuando le recordaron los cuestionamientos al obispo
Barros se hubiera limitado a lamentar la ausencia de pruebas, el traspié
no hubiera sido tan grave. Pero cuando cerró su frase afirmando en
forma tajante que
todo es una calumnia, ¿está claro?, el titular del Estado Vaticano desautorizó los testimonios de las muchas víctimas de los excesos del clero chileno (con algunas de las cuales se había reunido poco antes), y respaldó con todo el peso institucional de la Iglesia al obispo de Osorno (sur de Chile), quien por cierto tuvo una activa presencia pública durante la visita del Papa.
Las acusaciones de abuso sexual, en especial contra menores de edad,
por parte de sacerdotes católicos abundan en países de todo el mundo,
aunque por el carácter siempre clandestino de esas prácticas la
acumulación de elementos probatorios resulta poco menos que imposible:
la mayoría de las veces la única huella de los delitos sólo se encuentra
en la dramática exposición de hechos formulada por personas valientes
que difícilmente han logrado sobreponerse a los atropellos.
Pero la cantidad y la coincidencia de los relatos que se dan a
conocer en cada caso no dejan lugar para dudar de las denuncias; y en
el caso concreto de Chile, entre quienes exhibieron la conducta del
obispo Barros (que además de encubridor también habría sido copartícipe
en los abusos de Fernando Karadima, un cura ligado a la dictadura de
Augusto Pinochet, acusado de pedofilia, maltratos sexuales y
sicológicos, y al que la Iglesia obligó a retirarse de por vida en 2011)
se cuentan empresarios y profesionales ampliamente reconocidos dentro y
fuera de la nación andina.
La desafortunada reacción de Francisco no sólo causó escozor entre
quienes esperaban al menos alguna declaración de condena franca a los
religiosos señalados. Desde su sede en Boston, el cardenal Sean
O’Malley, arzobispo de esa ciudad estadunidense, manifestó extrañeza e
insatisfacción por las palabras del Papa. O’Malley pone el acento en que
las declaraciones de Bergoglio parten de no otorgar credibilidad a las
víctimas de abuso, aunque no lo dice con esas palabras. Y no se trata de
una voz aislada o secundaria: el arzobispo fue, en 2014, comisionado
por el propio obispo de Roma para integrar la Comisión Pontificia para
la Tutela de los Menores, organismo cuyo propósito explícito es acabar
con los abusos sexuales en el ámbito de las instituciones católicas.
Y no está de más apuntar que para millones de creyentes que confían
en la voluntad de este Papa para arrojar luz sobre los rincones más
sombríos de su Iglesia, las palabras que pronunció en Chile en torno de
la pederastia constituyen un retroceso.
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