Eric Nepomuceno
Cuando faltaba
poco para las seis de la tarde del 24 de enero, los tres magistrados
que integran el Tribunal Federal Regional con sede en Porto Alegre no
sólo confirmaron la condena al ex presidente Lula da Silva, sino
aumentaron su pena de nueve años y medio a doce años y un mes de cárcel;
redondeaban algo más que una farsa grotesca y abyecta: cerraban el
golpe perfecto.
Con la condena, Lula quedó inhabilitado –las posibilidades de lograr
alguna autorización judicial son ínfimas– para disputar las elecciones
presidenciales de octubre, en que era (¿es?) favorito absoluto.
Con eso, el trío abrió anchas, nefastas y oscuras alamedas por donde
tratarán de transitar los candidatos del actual gobierno, corrupto e
ilegítimo, nacido a raíz de ese mismo golpe que empezó el 12 de
diciembre de 2015 y cerró su primera fase a fines de agosto de 2016.
El único objetivo del golpe que defenestró a la presidenta Dilma
Rousseff –y sus más de 54 millones de electores– en un largo y arduo
proceso, cuyo final estaba cantado desde el inicio, nunca ha sido otro
que impedir que Lula da Silva volviese a ser presidente.
Y, a la vez, permitir que el legado de 13 años de gobierno de su
partido de los trabajadores, el PT, pudiese ser destrozado por una
pandilla de corruptos que, una vez limpiado el terreno, dejasen en su
lugar a alguien de total confianza de los dueños del país.
Brasil tiene varios y tenebrosos antecedentes. Basta con recordar
uno, del fallecido líder de la derecha, Carlos Lacerda, que en una
elección presidencial (en la que su partido perdió…) cuñó, al referirse
al adversario, una frase aclaradora: ‘No debe ser candidato. Si lo es,
no debe ganar. Si gana, no puede asumir. Y si asume, debemos impedirle
gobernar’.
Los tres magistrados de Porto Alegre optaron por acortar distancias e
ir directo al grano: sin una única y miserable prueba, sin siquiera un
indicio claro, condenaron a Lula da Silva. Ni siquiera tuvieron la
preocupación de disfrazar: los tres votos se complementaban, como en un
juego de encajes, iniciado por el juez de primera instancia, Sergio
Moro.
Desde el primer momento, las instancias superiores de la justicia
brasileña se omitieron frente a un sinfín de manipulaciones arbitrarias,
acciones autoritarias y hasta ilegales de Moro, el paladino justiciero
de Curitiba. Y peor, también se omitieron frente a denuncias claras y
contundentes de manipulaciones llevadas a cabo por los fiscales que
actúan en el mismo caso, indicando que presionaron por todos los medios a
los investigados. Si no incriminaban a Lula da Silva, ni pensar en
alcanzar los beneficios de la ‘delación premiada’, o sea, de reducción
de las sentencias a cambio de denuncias.
Y más, fueron insinuadas serias evidencias contra la esposa
del juez, la abogada Rosángela Moro, socia de otro causídico, Carlos
Zucolotto, a su vez acusado de intentar intermediar denuncias al ex
presidente a cambio de drásticas reducciones en las multas que serían
aplicadas a empresas acusadas de corrupción. El autor de los disparos
contra la cónyugue del señor juez y su socio fue Rodrigo Tacla Durán,
uno de los operadores de soborno de la constructora Odebrecht.
Tacla Durán dispone de recibos, comprobantes de depósitos,
transcripciones de conversaciones. Puede, desde luego, que nada sea
cierto. Pero sigue vigente una pregunta: ¿por qué no se investigó? ¿Por
qué la palabra de un delator contra Lula da Silva se transforma en
prueba irrefutable, y la de Tacla no es siquiera oída?
En resumen: la farsa es tediosa, ofensiva, indignante. Y no hubo ni hay cómo enfrentarla y deshacerla.
El golpe urdido por un hampón provinciano, un ladronzuelo habitual,
el senador Aécio Neves, derrotado por Dilma en 2014, fue muy bien
trazado. Contó con pleno y muy eficaz apoyo de un Congreso que abriga la
legislatura de peor estatura ética y moral desde la retomada de la
democracia, en 1985; con el total y eufórico respaldo de los grandes
medios hegemónicos de comunicación; con la contribución decisiva de
Sergio Moro, un juez que actúa como acusador, y de fiscales que se creen
emisarios de divinidades misteriosas, y también con la omisión de los
instrumentos de control de la justicia, de entrada por el Supremo
Tribunal Federal, corte suprema de un país sometido a su inacción o
cobardía.
Buen ejemplo ocurrió cuando un juez, también de primera instancia,
despreciable en sus ganas de lucimiento, llamado Ricardo Leite, y que
actúa en Brasilia, mandó aprehender el pasaporte de Lula da Silva. Quedó
claro, con eso, que la dictadura togada instalada en Brasil desconoce
límites.
La sentencia final emitida por los tres verdugos que actuaron en
plena armonía con el provinciano juez acusador da lugar a que Lula sea
llevado a la cárcel cuando se rechace su recurso.
Difícilmente lo detendrán. Primero, porque podrían explotar brotes de convulsión social en varias partes del país.
Y, segundo: ¿para qué?
Al fin y al cabo, el golpe se dio para expulsar al PT del poder e
impedir que Lula da Silva fuese electo una vez más. Misión cumplida,
¿para qué buscar más confusión?
En relación con los jueces, la historia quizá no se acordará de ellos, de sus nombres ni de sus trayectorias insignificantes.
De su farsa, sí. Porque esos seres moralmente ínfimos cometieron algo
grandioso. Tenebrosamente grandioso. Asquerosamente grandioso.
Y eso no será olvidado.
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