Raúl Zibechi
Garabombo está
convencido que es invisible. Cuando le reclama al patrón de la hacienda
o acude a tramitar una demanda ante las autoridades, no le hablan, no
lo miran. No lo pueden ver.
Al comienzo no me di cuenta. Creí que no era mi turno. Ustedes saben cómo viven las autoridades: siempre distraídas. Pasaban sin mirarme. Yo me decía «siguen ocupados», pero a la segunda semana comencé a sospechar y un día que el subprefecto Valerio estaba solo me presenté. ¡No me vio! Hablé largo rato. Ni siquiera alzó los ojos, escribe Manuel Scorza en el segundo de los cinco libros que componen La guerra silenciosa, titulado La historia de Garabombo el invisible”.
Los campesinos pobres como Garabombo, sólo se hacen visibles cuando se levantan contra los poderosos.
En la prisión me curé de mi enfermedad. Yo nunca he tenido mejor escuela que la cárcel. Oyendo las discusiones de los políticos se aprende, explica Garabombo a los comuneros al salir en libertad.
La historia que relata Scorza sintetiza de algún modo lo que Immanuel Wallerstein bautizó como
revolución mundial de 1968. Por muchas razones fue un parteaguas en la historia reciente, transformó el sistema-mundo anunciando el comienzo del declive de la hegemonía estadunidense y del sistema capitalista. Hay cuatro aspectos que quisiera destacar, con énfasis en cómo el 68 desarticuló las estrategias de los movimientos antisistémicos.
La primera y la segunda las explica Wallerstein en sus trabajos. Se
resumen en que 1968 fue una lucha contra la hegemonía de Estados Unidos y
también contra las promesas incumplidas de las revoluciones socialistas
y nacionalistas. La ofensiva vietnamita del Tet, durante casi todo el
año, mostró los límites del más poderoso aparato militar del mundo y fue
el comienzo de la primera derrota del Pentágono.
La resistencia popular a la invasión rusa de Checoslovaquia (agosto
de 1968) y la Revolución Cultural en China, lanzada por Mao en 1966 con
su célebre dazibao (cartelón)
Bombardead el Cuartel General, mostraron los agudos problemas que aquejaban al campo socialista. A esas alturas era evidente que algo andaba muy mal en los países que habían hecho la revolución y que no todo se podía resolver con la toma del poder estatal.
La tercera cuestión se relaciona precisamente con la irrupción de los de más abajo, de los ninguneados, de los naides,
las minorías o como se quiera llamar a esa inmensa humanidad
marginalizada hasta ese momento: indios, negros, mujeres y jóvenes de
los sectores populares, que conforman la inmensa mayoría de nuestro
continente. La revolución de 1968 fue protagonizada por las camadas más
oprimidas de las sociedades, las que no tenían cabida ni siquiera en los
sindicatos y en los partidos de izquierda y nacionalistas, que eran los
principales movimientos antisistémicos de la época.
Para ser escuchados debieron crear nuevas organizaciones, desbordar
los marcos establecidos, pronunciar en cada lugar sus Ya Basta, sufrir
la indiferencia o la persecución de los que, supuestamente, los debían
defender, como los sindicatos y los partidos de izquierda que, salvo
excepciones, se colocaron del lado del orden y del poder.
En un breve periodo que podemos situar entre fines de la
década de 1960 y fines de la de 1970, aparecieron las principales
fuerzas que jugarían un papel destacado en las luchas posteriores, hasta
el día de hoy. El zapatismo, como sabemos, es hijo de aquellos años
abigarrados. Pero también el grueso de los movimientos indígenas de
América Latina, desde los mapuche y los nasa de Colombia hasta los
kataristas de Bolivia y los mayas guatemaltecos.
Los campesinos sin tierra de Brasil que formaron el MST, la
Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, la
Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador
(Ecuarunari) que será la columna vertebral de la Conaie, son todas hijas
de ese tremendo ciclo de luchas y fueron las encargadas de deslegitimar
el neoliberalismo en los 90. Y muchas más que es imposible enumerar en
este espacio, incluyendo las barriadas populares autoconstruidas por los
de abajo en las periferias urbanas.
Fuera de dudas, la revolución de 1968 modificó el mapa de los
movimientos antisistémicos, al punto que ya no existe centralidad de una
clase (obreros industriales), ni de un tipo de organización
(centralismo democrático), sino una pluralidad de sujetos colectivos y
de formas variopintas de coordinación.
La cuarta cuestión es quizá la más importante. La irrupción del sótano desbordó la vieja estrategia de
dos pasos, como dice Wallerstein, consistente en tomar el poder para luego cambiar el mundo. Fue la estrategia de la que se dotaron los movimientos del siglo XIX, que triunfó desde 1917 en varios países. Sin embargo, el sociólogo estadunidense nos dice que 1968 es incluso más importante que la revolución rusa.
Crea las condiciones para ensayar nuevas estrategias. En su opinión,
vertida en conferencias de 1988, deberían pasar dos décadas para que
nacieran esas nuevas estrategias. Hoy podemos decir que nuevas
estrategias están en marcha, impulsadas por las juntas de buen gobierno y
un puñado de experiencias en la región.
Por último, algo que nos afecta en particular a los varones de
izquierdas, adultos, blancos, heterosexuales y educados: ¿qué aprendimos
en este medio siglo? ¿Estamos dispuestos a hacernos a un lado, a no
pasar de la cocina en los grandes eventos, como nos dicen las mujeres
zapatistas que convocan el encuentro del 8 de marzo? ¿Cómo hacemos
cuando nos paran los pies las mujeres, las indias y negras de los
movimientos?
Duele en el ego, ¿cierto? Molesta que los y las del sótano nos den
órdenes, nos marquen los límites. Bien. Es la revolución, es el
empoderamiento de las y los invisibles que nos muestran lo que aún
cargamos de racismo y de machismo. ¿Podemos seguir considerándonos de
izquierda si no aceptamos estos nuevos poderes de abajo? Esos poderes
que nos dicen
cuiden su ego, muchachos.
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