2017, el penúltimo
año del terrible sexenio priista de Enrique Peña Nieto terminó, en
concordancia completa con el carácter funesto que ha determinado todo su
gobierno. Eso fue la aprobación en noviembre y diciembre por los
senadores y diputados de la Ley de Seguridad Interior (LSI) que, en
completa contradicción con la Constitución vigente, legaliza el
despliegue de la acción represiva del ejército y la marina en todo el
territorio nacional. México, una república en la que formalmente no hay
una guerra, ha sido azotado en 2017 por una oleada de violencia que se
equipara con la de la infortunada Siria, envuelta en una sangrienta
guerra, en todos los índices macabros de muertos, desaparecidos y su
cauda de daños colaterales como los feminicidios, periodistas
asesinados, secuestros, violaciones e impunidad rampante. Los índices
terribles han llegado a cifras records: más de 27 mil muertes dolosas
(80 asesinados al día, 2 mil muertes como media mensual), decenas de
miles de desaparecidos (la desaparición de los 43 estudiantes
normalistas rurales de Ayotzinapa en 2014 todavía no es esclarecida ) y
la decisión de Peña Nieto de darle patente de corso a los militares
viene a ensombrecer aun más este siniestro panorama al convergir con el
otro acontecimiento fundamental que hace del año que se inicia una fecha
clave de la política nacional: las elecciones generales de julio del
2018.
Elecciones “democráticas” en un país militarizado
Durante las últimas semanas de 2017 hubieron numerosas protestas,
marchas, mítines, declaraciones públicas (por ejemplo de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos) y todo tipo de actos que se pronunciaron
contra la promulgación de la LSI por parte de las autoridades. La
cuestión desbordó las fronteras nacionales declarándose en contra de la
LSI el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Amnistía
Internacional, Human Rigths Watch y otras prestigiadas organizaciones,
todas ellas enfatizando las violaciones a los derechos humano que muchos
de sus artículos representan y señalando las consecuencias
catastróficas de la permanencia de las Fuerzas Armadas en labores de
seguridad pública. Vana ilusión, la aplanadora oficialista en el
Congreso acabó imponiéndose con la votación de los priistas, de sus
aliados (como los verdes) e incluso legisladores panistas que, a pesar
de sus ataques políticos al PRI, confluyen con éste en temas clave de la
agenda conservadora. La consigna de Peña Nieto a los legisladores de su
partido no dejaba dudas: hay que aceptar y aprobar la iniciativa de ley
sobre la seguridad interior para dar gusto a los militares que son más
exigentes y quienes a su vez responden a las demandas de sus colegas del
Pentágono que influyen e intervienen cada vez más en las decisiones de
las Fuerzas Armadas mexicanas.
La interpretación política
prácticamente unánime de los observadores independientes de los medios
es que la promulgación de la LSI por parte de Peña Nieto está orientada a
profundizar, con un marco “legal”, la militarización del país en gran
medida debido a la situación que es previsible se presente ante la muy
probable crisis electoral del primer domingo del próximo julio. Una
crisis electoral anunciada ante la evidente lamentable situación del
Instituto Nacional Electoral (INE) controlado sin tapujos por el partido
gobernante de Peña Nieto, el corrupto y desprestigiadísimo PRI. Tanto
nacionales como internacionales, estas interpretaciones coinciden sin
apelación ante el tsunami de hechos que las sustentan: la controvertida
LSI de Peña Nieto, que solamente espera la hoja de parra de su
aprobación casi segura de la Suprema Corte de Justicia, viene a coronar
una situación que se originó hace dos décadas con la salida de los
militares de sus cuarteles para intervenir en actividades policiacas
contra “el crimen organizado” que se convirtió en el gobierno panista de
Felipe Calderón (2006-12) en una feroz embestida represiva contra una
oleada de descontento popular producida por las consecuencias de las
fraudulentas elecciones de 2006.
Este reforzamiento del poderío
de los militares en la vida política nacional que representa la LSI,
cuyo texto base enviado al Congreso por Peña salió precisamente de las
oficinas de la Secretaria de la Defensa Nacional, ha sido percibido así
en México en forma casi unánime, por supuesto si exceptuamos a las
opiniones oficialistas. Por ejemplo esta es la conclusión que se saca en
el documentado reportaje “La Ley de Seguridad Interior: el ejército
avasalla” en la revista Proceso, (17.12.2017) una de las
publicaciones independientes más leídas del país. Y en el extranjero
también ha habido esa percepción como se constata en reportajes
excelentes en diversos órganos, como por ejemplo el de Eliana Gilet “La
hora verde. México refuerza el poder militar sobre las instituciones
civiles”, publicado en el uruguayo Brecha (29.12.2017) y reproducido en la red por el Boletín Informativo:Correspondencia de Prensa.
Como puede aquilatarse, este coctel explosivo de unas “elecciones
democráticas” realizadas mientras se profundiza el proceso de la
militarización, ahora “legalizada”, del país es de pronósticos
reservados.
Tres bloques burgueses
Existe así
una situación paradójica en la cual se mezcla de manera contradictoria
la muy burguesa democracia mexicana (y no sin adjetivos, como quieren
Enrique Krauze y sus amigos) con sus constantes jornadas electorales y
cuyo pilar es indudablemente el INE, la institución matriz de corrupción
y fraude asentada en una bolsa de miles de millones de pesos de donde
se nutren abundantemente todos los partidos “registrados” con la
realidad política de un país en donde el “partido” de los militares ha
acumulando y conquistado espacios en donde disponen de gran influencia y
poderío. Esta situación constituye un verdadero oximoron político: una
democracia burguesa militarizada o una militarización “democrática”. En
este escenario van a actuar los principales protagonistas de las
elecciones del julio que son los tres bloques electorales burgueses ya
constituidos y en plena campaña electoral desde diciembre. Los mismos
están encabezados por los candidatos de los tres principales partidos
burgueses: el PRI con José Antonio Meade, el PAN con Ricardo Anaya y
Morena con Andrés Manuel López Obrador.
El bloque del partido
que detenta el poder presidencial adoptó el personalísimo título de
“Meade Ciudadano por México” y lo integran el propio PRI y sus aliados
el Partido Nueva Alianza (Panal) y el Verde. Peña Nieto y su asesor
político principal, el secretario de Relaciones Exteriores Luis
Videgaray, decidieron enfrentar el enorme reto que tienen ante el
gigantesco desprestigio del PRI que en las encuestas aparece como seguro
perdedor, escogiendo como su sucesor a un personaje que formalmente no
es priista sino perteneciente a una familia de larga estirpe panista.
Meade es un tecnócrata puro salido de los cubículos de las instituciones
financieras: su padre fue el primer presidente del IPAB (Instituto de
Protección del Ahorro Bancario) el engendro en que acabó en los años
noventa la operación multimillonaria del rescate bancario con motivo de
la grave crisis financiera de 1994. El joven Meade, empezó su carrera de
tecnócrata contratado por su padre para fungir como secretario del
mencionado IPAB y desde entonces se fue encumbrando como un servicial
funcionario de los gobiernos tanto panistas como priistas. Con Peña fue
miembro de su gabinete y titular de tres secretarias de estado:
Desarrollo Social, Relaciones Exteriores y Hacienda y Crédito Público.
La operación de la forja de la candidatura de Meade es el reconocimiento
patente que hacen los propios priistas que ya son impresentables y
también es un claro guiño a los sectores panistas de lo que se ha venido
en llamar el PRIAN. Como es fácil de imaginar cuenta con el apoyo
decidido de los integrantes del Consejo Económico Empresarial, organismo
cúpula de los capitalistas más importantes de México.
El PAN,
con su ex presidente y ahora candidato Ricardo Anaya ha logrado
constituir una coalición con el PRD y con el Movimiento Ciudadano con el
nombre de “Por México al Frente”. El éxito que significa para el PAN
lograr atraer al PRD a una coalición encabezada por su líder significa
un importante logro. El PAN adquiere una imagen centrista que disfraza
su tradicional postura de la derecha clásica, mientras que el PRD
culmina su deriva hacia la derecha que el progresismo de origen
nacionalista (neocardenista), lombardista y de diversos grupos de
directa procedencia estalinista y hasta algunos personajes provenientes
del trotskismo, han venido recorriendo abiertamente desde, por lo menos,
el año 2000. La coalición tiene sus fricciones y hereda, por supuesto,
los fardos de sus componentes, sus vínculos con la corrupción, los
personajes desprestigiados que ya comenzaron a aparecer como en Guerrero
en donde el PRD ha tenido el cinismo de ofrecerle una candidatura a
diputado a Ángel Aguirre Rivero, quien debió renunciar como gobernador
del estado con motivo de la desaparición de los 43 estudiantes de
Ayotzinapa. La voraz ambición de Anaya y su capacidad contorsionista lo
hacen un candidato competitivo. Esta coalición tiene la potencialidad de
proporcionar el factor de cambio que pueden necesitar los sectores
burgueses dominantes que se vean obligados a optar por una alternativa
más creíble que la representada por Meade con el desgastadísimo PRI.
El tercer bloque es el de López Obrador (AMLO) compuesto por su partido
el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el Partido del Trabajo
(PT) y el Partido Encuentro Social (PES) cuya denominación es “Juntos
Haremos Historia”.
Es éste el bloque político cuyo protagonismo será clave en las jornadas de este año.
Las antinomias de AMLO
AMLO será en 2018 por tercera ocasión candidato presidencial. Como en
2006 y en 2012, de nuevo es el candidato que encabeza todas las
encuestas como el preferido por parte de amplias capas populares. Tanto
en la primera como en su segunda participación como candidato
presidencial del PRD fue el hombre a vencer por parte de los dos
partidos más directamente representantes de los grandes sectores
capitalistas el PRI y el PAN. En ambas ocasiones perdió, en especial en
2006, por escasísimos márgenes de votación. La sombra del fraude se
elevó sobre las dos victorias, la panista en 2006 y la priista 2012.
A partir de su ruptura con el PRD y ahora postulado por el novísimo
Morena el partido hecho a su imagen y semejanza fundado en 2013, su
objetivo fundamental es el de presentarse ante los grupos poseedores
dominantes como una alternativa creíble y necesaria ante la evidente
decadencia priista. Sus credenciales al respecto son intachables. Tanto
en 2006 como en 2012, el enorme caudal de apoyo electoral que recibió
con sus posturas críticas a la política dominante no se reflejó, ni de
lejos, en movilizaciones y en la organización de una verdadera oposición
radical: “no se rompió un solo vidrio” se jactó él. Desde el 2000,
electo como jefe de gobierno del Distrito Federal, surgió como un
personaje de gran influencia política y definió su oposición como
estrictamente electoral. Desde entonces no ha dañado ni impedido la
puesta en práctica de la aplanadora neoliberal. Repetimos, limitándose a
los tiempos electorales, AMLO promovió tímidamente la organización de
movilizaciones contra las leyes privatizadoras de los recursos
energéticos, no apoyó efectivamente la lucha de los maestros contra la
reforma educativa. Su rompimiento con el PRD se hizo de manera
respetuosa sin que mediara una fuerte crítica ya que había sido en 2012
su candidato presidencial y a pesar de que inmediatamente después la
cúpula perredista se desbordó con todas sus fuerzas hacia el apoyo del
Pacto por México propuesto por Peña Nieto en el inicio de su gobierno.
Con motivo de la LSI fue conspicua la ausencia de sus críticas incisivas
a las Fuerzas Armadas. Como sucede con sus denuncias a la corrupción,
éstas se refieren ante todo a los políticos pero en sus discursos la
crítica a la fuente fundamental de corrupción que son las grandes
corporaciones capitalistas (como Odebrecht que salpicó la campaña de
Peña Nieto en 2012) sólo aparece de pasada y sin énfasis.
AMLO
como tribuno se atreve a enfocar problemas espinosos. En esto se
adelanta a los otros candidatos. Por ejemplo en el caso de la guerra
contra el narcotráfico, una cuestión candente, ha hecho declaraciones
muy polémicas. Como ésta: “De ganar la presidencia en la mitad de mi
gobierno acabaré la guerra contra el narco” o esta otra: “estoy
dispuesto a amnistiar a narcos encarcelados”. Ciertamente el tema es de
una importancia colosal teniendo en cuenta el poderío que han adquirido
las bandas de narcotraficantes, muchas de ellas filtradas ya
directamente en los partidos y en los tres niveles de gobierno. Pero
aquí el problema es la falta de claridad o de plano la total ausencia de
ideas y estrategias a seguir de modo concreto para lograr esos
resultados. El fracaso de la guerra contra el narcotráfico es reconocido
por el propio gobierno de Washington, en especial por los especialistas
del Pentágono. Igualmente se reconoce que ha sido México el país que ha
pagado más caro los costos de esta guerra. Pero AMLO, a pesar del
mérito de aceptar entrarle al tema que los otros eluden y reconocer que
la estrategia panista y priista ha fracasado, él también adolece de una
estrategia concreta para erradicar esta terrible fuente de corrupción y
violencia: no dice nada de la legalización o no de las drogas, se
refiere al éxito durante su gobierno en la ciudad de México pero es
obvio que el problema a nivel nacional es mucho mayor que al nivel
local. No basta con decir que con el crecimiento económico, con la
generación de empleos y con políticas de desarrollo social se superará
la plaga del narcotráfico. Se necesita aterrizar en las cuestiones
concretas vinculadas a políticas que ataquen a poderosos grupos que
lucran con capitales gigantescos y se incrustan en los círculos
financieros en el lavado de su dinero. Se necesita una política radical
que vaya a la fuente primordial de la llaga abierta de la descomposición
social: la experiencia misma en el seno de la sociedad violenta,
deshumanizada y mercantilizada del capitalismo.
Las elecciones
del año pasado en el estado de México, el más populoso del país, fueron
una prueba muy importante que no augura nada positivo para la estrategia
de AMLO de hacer depender toda su política de una victoria en las urnas
que lo lleve a ocupar la silla presidencial. En dichas elecciones
mexiquenses el PRI, a pesar de que perdió más de un millón de votos en
comparación con las elecciones estatales anteriores, se alzó con la
victoria de su candidato a gobernador. AMLO y Morena protestaron y
denunciaron un fraude pero se abstuvieron de iniciar la movilización de
una verdadera campaña masiva contra él. Y el argumento fue el mismo “en
julio de 2018 será diferente”.
Pero las acciones políticas dicen
otra cosa que los discursos incendiarios que AMLO pronuncia en los
mítines de sus constantes recorridos (lleva casi veinte años
haciéndolos) que hace por todo el país. En la presentación del gabinete
presidencial que propondrá en caso de su victoria, AMLO ha incluido a
prominentes políticos que son antiguos miembros del PRI y se ha rodeado
con asesores igualmente prominentes que fueron también colaboradores de
los gobiernos tanto del PRI como del PAN. Y ya en el colmo del
electoralismo más crudo al final del año AMLO sorprendió e irritó a
muchos de sus propios partidarios y potenciales votantes con el pacto de
alianza electoral que realizó con el PES, un partido caracterizado por
sus posiciones de extrema derecha cuya cúpula no esconde sus posiciones
religiosas evangélicas reaccionarias. Pero según AMLO, contradiciéndose
con declaraciones suyas anteriores, no “hay diferencias importantes
entre el PES y Morena”
¿Cómo compaginar ese actuar político con
muchas declaraciones que lo contradicen por completo? Por ejemplo el 31
de diciembre en su gira por Yucatán AMLO declaró: “La alternativa de
partidos no es la solución. Está un partido en el gobierno, entra otro,
pero sigue el mismo régimen de corrupción, de injusticias, de
privilegios. Por eso hablamos de un cambio verdadero de régimen, ya la
alternancia no sirve, hace falta que cambie el régimen político”. Sí,
así es, pero como se puede preparar ese “cambio de régimen político” sin
las movilizaciones de las masas y dependiendo del todo de una votación
que se hará bajo las condiciones de un aparato electoral, el INE, que el
propio AMLO reconoce como promotor de fraudes y de falsificación de
resultados enteramente bajo el control de Peña Nieto y el PRI. Con AMLO
se trata en realidad de la postura característica del caudillaje
político tradicional que tiene profundas raíces en el país. La cuestión
se reduce pues a plantear si dicha postura podrá prosperar en el México
del siglo XXI de la misma forma en que funcionó en el siglo XIX e
incluso en buena parte del XX.
Por supuesto, AMLO es el blanco
de los ataques más desaforados de las cúpulas priistas y panistas,
aunque el panista Anaya ha matizado recientemente declarando que está de
acuerdo en el diagnóstico de AMLO aunque discrepa de sus propuestas. En
2006 y en menor medida en 2012 la campaña mediática contra AMLO
presentándolo como “un enemigo de México”, como “otro Chávez” tuvo en
verdadero impacto en grupos amplios de la población. Actualmente ya no
será tan efectiva. El hartazgo popular con la dominación priista y
panista le dan a AMLO enormes caudales de apoyo e incluso en sectores
burgueses medios y hasta ciertos personajes de los círculos más altos
reconocen la posibilidad de su triunfo el 1° de julio próximo.
Los independientes y los márgenes
La novedad de las elecciones de julio de 2018 será la existencia de
candidatos independientes sin partido. Se han inscrito una docena de
precandidatos presidenciales independientes pero las condiciones para
que aparezcan en las boletas el 1° de julio son draconianas. Se les
exige más de 800 mil firmas distribuidas en 17 estados, una operación
que hasta el momento sólo están en posibilidad de conseguir dos de las
precandidaturas inscritas. Ellas son la de Jaime Rodríguez Calderón,
llamado El Bronco, gobernador con licencia de Nuevo León, sede
del poderoso grupo financiero de Monterrey y la de Margarita Zavala, la
esposa del ex presidente Felipe Calderón. Para diciembre estos dos
precandidatos eran quienes más habían avanzado en la recolección de
firmas: Rodríguez había superado la barrera de los más de 800 mil y
Zavala se acercaba con la mitad de las firmas exigidas.
También
como aspirante a candidata independiente se inscribió María de Jesús
Patricio, más conocida como Marichuy. Fue elegida por el Congreso
Nacional Indígena con el apoyo del EZLN, como su vocera y candidata
presidencial en 2018. Se trata de una candidatura testimonial que tiene
el mérito de expresar la voz política de los sectores más explotados y
marginados de México que siguen siendo los indígenas. Es la única
expresión independiente con una relativa audiencia de masas que se oirá
en esta orgía de demagogia que serán las campañas electorales por
completo monopolizadas por alternativas burguesas, ante la ausencia de
organizaciones políticas de masas, sindicales o de otro tipo que
expresen políticamente los intereses de los trabajadores. La población
indígena representa poco más del 10 por ciento de la población y con el
surgimiento y permanencia del EZLN y el Consejo Nacional Indígena ha
logrado conquistar un espacio político independiente. El reto que tienen
sus apoyos es muy grande. Para empezar está la difícil tarea de
conseguir las firmas para que Marichuy aparezca en las boletas, lo cual
todavía podría lograrse ampliando su audiencia retomando y dándole voz a
las demandas e intereses de numerosos sectores en los grandes centros
urbanos que simpatizan y se solidarizan con la lucha indígena.
Varios de los grupos pertenecientes a la izquierda socialista y
revolucionaria han adoptado como postura ante las elecciones de julio
dar su apoyo a Marichuy. A diferencia de otras jornadas electorales, en
esta ocasión no estará presente ninguna alternativa independiente que
represente una candidatura abierta y declaradamente socialista. No
obstante ello las condiciones para el reagrupamiento de sectores
socialistas serán más propicias en las situaciones favorables que se
presentarán en los próximos meses. De hecho ese fue el objetivo de
varias reuniones del Foro Socialista surgido a fines de 2016.
Los trabajadores, las masas de proletarios explotados y oprimidos de
millones de mexicanos siguen siendo un conglomerado social sin voz ni
personalidad propias, sin consciencia de clase. Esta ausencia ha sido
una de las peculiaridades del desarrollo del movimiento de los
trabajadores desde la Revolución mexicana de hace más de cien años.
También aquí las condiciones para la superación de este rezago histórico
las está abonando el gran descontento producido por el deterioro
constante del bienestar social y que se profundiza en todo el país. Ese
el campo de cultivo en donde crecen y florecen amplias demostraciones de
protestas e incluso rebeliones. Motivos no faltan. Así como 2017
comenzó con amplias protestas contra ungasolinazo, el presente inicio de año ya es saludado con protestas contra varios atracos a la economía popular: un nuevo gasolinazo, un tortillazo
(alza del precio de las tortillas) y una devaluación del peso (se ha
llegado al tipo de cambio de 20 pesos por dólar) que encarece
bruscamente la vida, en especial en los estados fronterizos del norte.
La profunda incertidumbre
El oxímoron político que se está desarrollando ha surgido para mantener
la estabilidad del régimen pero no garantiza resultados seguros. Pero
esa contradicción es la razón misma de su existencia. La raíz profunda
de esta situación paradójica es la debilidad de las tradiciones
democrático-burguesas en el país consecuencia directa de la larga
dictadura del régimen de partido único de facto que fue el imperio del
PRI y sus antecesores en el siglo pasado. La burguesía, sus grupos
dominantes, son el producto de esa larga dictadura de facto. Los ensayos
de “transición democrática” para crear un sistema parlamentario que en
el 2000 se intentaron como la solución a la decadencia priista no
carecieron de recursos de todo tipo proporcionados por políticos,
periodistas, ideólogos, etc. que tuvieron a su disposición toda clase de
medios de comunicación para hacer llegar su mensaje. Incluso fueron
aconsejados y apoyados por la Casa Blanca en esa época ocupada por
Clinton. Pero el primer gobierno panista, el de Fox, convirtió en una
caricatura la tan cacareada “transición democrática” y el siguiente
gobierno panista de Calderón preparó la restauración priista que
representa Peña Nieto.
Así en 2018 los diversos escenarios que
anuncia la ruda competencia electoral de los tres bloques burgueses
podría conducir a un desbordamiento e incluso el estallido del ya muy
debilitado y desprestigiado INE. Si los dinosaurios priistas intentaran
mantener entronizado mediante una reelección fraudulenta a su partido,
el peligro de tal desbordamiento y estallido es muy posible. También
sería arriesgado el recurso de último momento, como ya sucedió en 2006,
de resucitar al PRIAN para apoyar al candidato mejor colocado, situación
que se puede dar si en el proceso electoral quedan como los dos
punteros Anaya y AMLO. Finalmente la posibilidad de que los grupos
dominantes acepten la creíble victoria de AMLO conseguida con una
aplastante votación tendría consecuencias alarmantes para los sectores
más ultras de la oligarquía. Como se aprecia el país se adentra en una
coyuntura en la cual reina una gran incertidumbre. La situación explica
también la militarización como resultado natural del fracaso de la
“transición democrática” que ha quedado hecha añicos.
La dimensión internacional
México se encuentra en el centro de un espacio geopolítico en el cual
se cruzan tendencias muy disímbolas y cada vez más conflictivas y
determinantes. En primer lugar es el país fronterizo sureño directo de
la potencia hegemónica del planeta. Los más de tres mil kilómetros que
lo unen a EUA son la marca geopolítica central que ha determinado en
gran parte su historia. La llegada de Donald Trump a Washington, quien
en su campaña electoral declaró que México era uno de “los enemigos de
EUA”, ha tenido importantes consecuencias. Peña y el grupo gobernante
fueron de sorpresa en sorpresa ante las erráticas e imprevisibles
declaraciones y acciones del energúmeno de la Casa Blanca. Sus
reacciones fueron irrisorias y mostraron que tanto servilismo hacia los
amos imperialistas les habían desprovisto por completo de la mínima
capacidad para enfrentar el reto que Trump representa. La decisión de
Trump de acabar la construcción de un muro, iniciado por los presidentes
anteriores, en toda la frontera para contener el flujo migratorio, fue
el asunto más obviamente publicitado. Pero no era lo más importante. Por
supuesto tendrá, ya está teniendo, muchas consecuencias pero para el
gobierno mexicano y para la población en general más importantes que la
construcción del muro fronterizo fueron las decisiones de Trump con
respecto al Tratado de Libre Comercio (TLCAN) de los tres países de
América del norte y la cuestión de los inmigrantes.
Los más de
veinte años que lleva el TLCAN han estrechado, de hecho prácticamente
soldado, a las dos economías. Las rondas de discusión interminables
realizadas han mostrado que Trump ha debido entender que simplemente
vociferar sobre un tema no equivale a solucionarlo. Para la economía de
México es fundamental su relación con EUA, pero este país tampoco puede
cortar tajante y unilateralmente sus vínculos con la economía mexicana.
El impacto ha sido tan fuerte que los capitalistas y el gobierno
mexicanos se han percatado de la necesidad de buscar soluciones que
superen la dependencia exacerbada de la economía con EUA.
Uno de
los efectos más importantes de estas rondas de negociación es la
presión de los sindicatos estadounidenses que obligaron a los
funcionarios de su gobierno a poner sobre la mesa de discusión la
necesidad de subir los salarios de los trabajadores mexicanos para
colmar la enorme brecha que actualmente existe entre los niveles
salariales de los dos países (tres si incluimos a Canadá). Obviamente el
gobierno mexicano pondrá todos los obstáculos necesarios para evitar
que estas exigencias se realicen pero son señales muy evidentes de que
el TLCAN está forjando una percepción entre las clases trabajadoras de
los tres países de la identidad de sus intereses.
La debilidad
del gobierno mexicano ante Trump se puso de manifiesto con motivo de las
reuniones internacionales en las que Luis Videgaray, el personaje más
influyente del gobierno de Peña, impuso un retroceso completo a la
diplomacia mexicana operando como cómplice descarado de la política de
Washington contra el gobierno de Venezuela y absteniéndose en la
votación de la ONU en relación a la decisión de Trump de trasladar a la
embajada de EUA a Jerusalem para convertirla en la capital de Israel.
Por el sur, México es vecino directo de una de las regiones más
conflictivas del planeta, el llamado “triángulo de la violencia”
integrado por Guatemala, El Salvador y Honduras. La frontera sur ha sido
en las dos últimas décadas la puerta para las decenas de miles de
inmigrantes de Centro y Suramérica, del Caribe e incluso de África que
atraviesan con grandes penalidades todo México para llegar a la frontera
norte en busca de los dólares que no consiguen en sus países. El mal
trato a los inmigrantes indocumentados por parte de las autoridades
mexicanas ha sido proverbial y objeto de críticas y censuras nacional e
internacionalmente. Han sido víctimas de asesinatos, incluso masacres de
grupos, violaciones, secuestros y toda clase de vejaciones tanto por
parte de los aparatos represivos oficiales como de las bandas de
delincuentes que abusan de su situación vulnerable.
Para el
control de este flujo de humanidad sufriente los cuerpos represivos se
han coordinado internacionalmente, actuando como organizador principal
el Pentágono. La estrategia continental del Pentágono a través de su
Comando Sur coloca al ejército mexicano en esta región junto con los
ejércitos de los tres países centroamericanos dentro de una “estrategia
de seguridad” de toda la región como se atestigua en el Plan
Puebla-Panamá y integrado por delegaciones de carácter económico pero
también militar de todos los países centroamericanos, de Colombia y los
estados del sureste mexicano.
Las condiciones sociales tan
precarias de gran parte de las poblaciones de estos países son
especialmente lamentables en el mencionado “triángulo de la violencia”.
Honduras es el país en donde las luchas políticas se han exacerbado en
los últimos tiempos. A fines del año 2017 estos conflictos llegaron al
borde de una guerra civil, con motivo del fraude cometido en las
elecciones presidenciales de mediados de año por el gobierno de Juan
Orlando Hernández, el característico presidente bananero al servicio de
los intereses imperialistas, que se reeligió violando descaradamente la
Constitución vigente. Ya anteriormente otro golpe de estado “blando”
había derrocado al presidente Manuel Zelaya en 2009 con el aval del
Departamento de Estado. Ahora se repitió el escenario en el que la
embajada de EUA en Tegucigalpa validó la reelección de Hernández como el
verdadero poder vigente que reina en el país sureño.
Como se
aprecia, los factores muy parecidos a los presentes en México también se
encuentran en otros países, expresándose de acuerdo a sus
circunstancias específicas. Este es el escenario geopolítico en que los
acontecimientos de 2018 se insertan desde hoy, un escenario de
situaciones imprevisibles, llenas de peligrosos riesgos pero también de
oportunidades grandiosas.
A cincuenta años de 1968
En 2018 se celebrará el cincuenta aniversario del movimiento
estudiantil-popular de 1968 que marcó a ese año como un hito en el
último tercio del siglo XX. No sólo en México se presenció esa
manifestación de rebeldía de la juventud. En muchos otros países de
Europa, América y Asia se dieron movimientos parecidos, pero sólo aquí
el movimiento fue aplastado por una masacre como la de la noche de
Tlatelolco. Fue un movimiento que sucedió cuando el imperio del PRI
encabezado por uno de los personajes más siniestros de la historia
mexicana, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, se encontraba en su cúspide.
La audacia y el coraje de esos jóvenes iniciaron un cambio fundamental
en el país que a pesar de la mortífera cortina de metralla del 2 de
octubre y los enormes obstáculos que enfrentó no pudo ser revertido. El
anhelo de democracia que expresaron con sus movilizaciones y la denuncia
radical a la dictadura priista no pudieron ser socavados y aunque
demasiado lentamente acabaron por abrir canales de expresión democrática
y territorios de libertad que cambiaron al país en los años ochenta y
noventa. De hecho la “transición democrática” concebida por la cúspide
del poder en el año 2000 no se explica sin las luchas y movilizaciones
que detonaron a partir de 1968.
Pero la tarea sigue incompleta.
Aunque expresados de modo diferente pues no en balde ha transcurrido
medio siglo, los desafíos que enfrentamos hoy siguen siendo los mismos.
La real y verdadera democratización de México. Y hoy cuando mucho es lo
que se ha aprendido desde ese año histórico, el impulso para lograr ese
objetivo es ya evidente que corresponderá no a los sectores poseedores y
gobernantes actuales sino a los sectores populares. Una democracia
forjada por quienes no tienen vínculos con los que medran y mantienen
posiciones de poder basado en la explotación y en la subordinación a los
intereses oligárquicos e imperialistas.
Entramos a otro
capítulo de la historia de México. El de la lucha que garantizará el
triunfo de ese profundo anhelo libertario. El cual se logrará con la
organización independiente, democrática y revolucionaria que convoque y
oriente las luchas de los trabajadores y sus aliados los oprimidos hacia
la transformación del país en una república popular e igualitaria
fundada en principios anticapitalistas e internacionalistas, en suma
socialistas.
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