En
el artículo anterior vimos que bajo la presidencia de Donald Trump el
imperialismo del capitalismo globalizador neoliberal, esa versión “high
tech” del imperialismo liberal del siglo 19, se asume en su Estrategia
de Seguridad Nacional (ESN) como el indiscutible poder supremo a nivel
global, lo que de facto implica -en el centro y la periferia imperial-
el fin de la “Democracia liberal” y del Estado de derecho liberal que
conocimos o imaginamos dentro de ese “sistema mundo”.
Nos
encontramos pues ante un imperialismo increíblemente poderoso y
destructor pero en decadencia económica y política, con una sociedad
profundamente fracturada y que para sobrevivir decidió eliminar el freno y la “marcha atrás”
(un sistema político despojado de retroalimentación para
autocorregirse, así como de toda responsabilidad, según el investigador
estadounidense Charles Hugh Smith), que ha decidido actuar con toda la impunidad y fuerza del imperio
cuando se trata de imponer sus políticas a esa periferia cuidadosamente
mantenida en el subdesarrollo, a esos “países de mierda” como el propio
Trump (para “poner las cosas en su lugar”, como gusta decir la
Embajadora de Estados Unidos ante la ONU) calificó a Haití, a El
Salvador y en definitiva a todas las naciones de África y de
NuestrAmérica.
Es por eso que esta segunda parte ha sido
una lenta reflexión que hay que someter a juicio, ya que se trata por un
lado de buscar una explicación de los porqué de esta demolición del
Estado de derecho liberal en el cual hemos vivido y luchado, que tanto
ha servido al desarrollo del capitalismo, de las sociedades centrales y
su “civilización industrial”, y que ha dejado cierta nostalgia “por los
viejos tiempos en que el capitalismo funcionaba bien”. Y para ello hay
que clarificar la naturaleza de la “doctrina liberal”, tan maleable que
en la práctica siempre sirvió para darle al capitalismo los
justificativos destinados a continuar la explotación e impedir que los
pueblos llegasen al poder para instaurar una verdadera y popular
democracia.
Por eso me parece necesario recordar lo que
Carlos Marx escribió en “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”: “los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio,
bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas
circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han
sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones
muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando
éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar
las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio
los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de
guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este
lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal
(…) La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del
pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea
antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las
anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la
historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido”.
¿Liberalismo sin democracia?
En
un reciente trabajo el antropólogo Maximillian Forte, profesor de la
Universidad Concordia de Montreal, apunta que “la democracia liberal ha
sido reducida a un cascarón, a un nombre más que a un hecho que merita
el nombre. Desde hace muchos años el liberalismo ha sido autoritarismo
liberal o posliberalismo o neoliberalismo, con un elevado desdén
elitista hacia la democracia y miedo a las masas por doquier “(1), y en
otro artículo señala que “poco puede expresar mejor la muerte del
liberalismo que la imagen de los Liberales y demócratas liberales
replegándose de la democracia liberal ¿Su preferencia? Un liberalismo
sin democracia, como a comienzos del siglo 19 en Gran Bretaña –el mismo
que fue rechazado a finales del siglo 19. Al grado que el compromiso con
la democracia liberal, el sello del liberalismo moderno, ha dejado de
existir. En su ausencia, el realineamiento dominante es hacia una
dictadura combinada de corporaciones, monarcas y tecnócratas”.
Lo
que señalan Forte y (por suerte) un creciente número de intelectuales
no se aleja de la descripción que en 1902 hizo el economista británico
John. A. Hobson en su libro “Imperialism: A Study”, al analizar la
política, la sociedad y la economía en Inglaterra y los países afectados
por el capitalismo rentista y parasitario de la globalización
imperialista inglesa en el siglo 19, libro que sirvió a Vladimir Lenin
para su importante trabajo “El imperialismo fase superior del
capitalismo”, ni tampoco del profundo análisis de Karl Polanyi en su
libro “La Gran Transformación”. Los análisis del pasado y del presente
son necesarios para exponer la realidad de la democracia liberal y del
Estado de derecho liberal en esta globalización neoliberal, en los
países del centro y la periferia imperial donde domina este absolutismo o
totalitarismo de mercado.
Y como nos recuerda el
sociólogo Boaventura dos Santos Sousa para despejarnos de toda duda
sobre alternativas, la Unión Europea (UE) es un buen ejemplo para
mostrar dónde “el principio de la soberanía dominante surgió () con el
modo como Alemania puso sus intereses soberanos (esto es, del Deutsche
Bank) por encima de los intereses de los países del sur de Europa y de
la UE” (2). En efecto, la conocida “eficiencia” alemana expone de manera
cruda el “desencastre” de lo económico respecto de la política y de las
sociedades mediante esa institucionalización supranacional que es la
UE, a la que José Manuel Barroso, ex jefe de la Comisión Europea, “a
veces (le gustaba) comparar () a la organización de un imperio” (3), que
por supuesto viene acompañado de su “soberanía dominante” –un Estado de
excepción permanente- bajo el cual por el ejercicio del poder duro por
encima de toda consideración, por el lenguaje de la “excepción” de Carl
Schmitt (4) es posible negar cualquier manifestación de defensa de los
derechos colectivos implícitos en el supuestamente vigente Estado de
derecho y la democracia liberal, como señala Andrés Gil en el caso de
España y Cataluña (5).
¿A quién libera el liberalismo?
Llegados
a este punto vale poner en perspectiva las facetas históricas de la
doctrina liberal, de la democracia y el Estado de derecho liberal, tarea
nada fácil por su consistencia gelatinosa y las formas que adoptó en
tanto que doctrina política para conformarse a las transformaciones del
capitalismo y de la sociedad. Gerald F. Gaus, profesor de filosofía e
investigador del liberalismo, considera que el quid del “debate es sobre
el lugar del mercado, la propiedad privada y la democracia en la
política liberal”, con los liberales tradicionales bregando por un
gobierno limitado para favorecer el mercado, que debe autoregularse, con
una fuerte protección de los derechos de propiedad privada, de las
inversiones, de los intercambios y la herencia, y que para controlar el
gobierno “aprueban la limitación de la democracia” (6).
En
otro trabajo Gaus apunta que hay que distinguir dos aspectos en la
teoría liberal: 1) el liberalismo como doctrina política que puede
acomodar diversos y conflictivos valores o preferencias, y 2) el
liberalismo como una teoría incompatible con compromisos teóricos. Es
una virtud del liberalismo el poder acomodarse a esas contradicciones de
valores; algunos buscando la individualidad mientras otros luchan por
la comunidad… El liberalismo, lo vemos, parece estar rasgado por la
polaridad de estas oposiciones, y seguidamente destaca que el desarrollo
de la teoría política liberal en el siglo 20 la ha llevado a que “todo
liberalismo sea liberalismo de mercado”.
En “La Gran
Transformación” Polanyi describe “la separación entre el gobierno y los
negocios”, o sea el combate contra el absolutismo de las monarquías que
en Inglaterra remonta a 1694 y se concreta cuando el capital comercial
gana su porfía contra la corona. Un siglo más tarde, agrega Polanyi, no
era la propiedad comercial sino la industrial que tenía que ser
protegida y no contra la corona, sino contra el pueblo. Solo la
incomprensión de los significados del siglo 17 podía llevar a aplicarlos
a las circunstancias del siglo 19. La separación de poderes, que
mientras tanto Montesquieu (1748) había inventado, se utilizaba ahora
para apartar al pueblo del poder con respecto a su propia vida
económica, y citando al liberal estadounidense Arthur Twining Hadley,
Polanyi puntualiza que la Constitución de Estados Unidos, fraguada en
un ambiente de granjeros y artesanos por un liderazgo prevenido por la
situación industrial en Inglaterra, aisló por completo la esfera
económica de la jurisdicción de la Constitución, colocó a la propiedad
privada bajo la más alta protección concebible y creó la única sociedad
de mercado del mundo amparada legalmente. A pesar del sufragio
universal, los votantes estadounidenses quedaron impotentes frente a los
poseedores (…) Tanto dentro como fuera de Inglaterra (…) no hubo un
militante liberal que no expresara su convicción de que la democracia
popular constituía un peligro para el capitalismo” (7).
Es
por ello, como escribe el sociólogo Pablo González Casanova, que la
palabra “Democracia” dentro del capitalismo se vació de su contenido
real y fue usada como disfraz de repúblicas y monarquías, de oligarquías
y burguesías, y de regímenes y clases dominantes que para nada hacían
efectiva la soberanía del pueblo, el poder real del pueblo y sólo usaban
el término para ocultar su verdadero autoritarismo (8).
Mutaciones “antiliberales” del capital
Empero,
durante las graves depresiones económicas de la era industrial causadas
por globalizaciones liberales (la Larga depresión de finales del siglo
19 y la Gran depresión de los años 30 del siglo 20) que desencastraron
las economías de sociedades organizadas por el modo de producción
capitalista, los indispensables trabajadores libraron grandes luchas de
clases, crearon sindicatos y partidos políticos que constituyeron la
“amenaza” anarquista, socialista o comunista, y obligaron a que el
Estado interviniera para que se efectuasen ciertas reformas. O sea que
la correlación de fuerzas sociales en esos históricos momentos de la
luchas de clases obligó a que el capitalismo industrial –dotado entonces
por conveniencia de un sistema de retroalimentación y de
responsabilidad-, adoptara una “mutación” del Estado para proteger los
intereses del capital industrial y de amplios sectores sociales,
respondiendo a esa “sociedad sólida” (Zygmut Bauman) necesaria a la
organización de la cada vez más compleja producción industrial.
El
“Estado del bienestar”, esa mutación de un Estado liberal hacia un
Estado corporativo, “antiliberal”, proteccionista, regulador,
planificador en aspectos económicos y sociales, estuvo destinada a
salvar el capitalismo industrial de las garras de una financiarización
destructora en un contexto monetario inestable, e impedir que la
perjudicada sociedad pusiera en tela de juicio la propiedad privada de
los medios de producción. Para comprender esa coyuntura en EEUU en 1933
nada mejor que leer la advertencia de un lúcido capitalista, del
banquero Marrimer Eccles, ante el Congreso de EEUU (9), algo simplemente
inimaginable hoy día.
Asimismo, ese “antiliberal” Estado
del bienestar -que aún suscita nostalgias y sirve para despistar luchas
políticas en muchos países-, fue la tabla de salvación del capital para
sobrevivir y llevar a término la fase monopolista de la era industrial,
de sus fábricas con cientos o miles de trabajadores, con un modo de
producción dependiente de millones de trabajadores y por ello obligado
al “matrimonio de razón” (Bauman) del Capital con el Trabajo, que en
EEUU y Europa duró las tres décadas que fueron necesarias para el
desarrollo de las fuerzas productivas aplicando las ciencias y
tecnologías de la automatización, la informática y del transporte de
mercaderías que permitieron llegar a la soñada oportunidad del
capitalismo desarrollado, de comenzar a “liberarse” del grueso de la
fuerza de trabajo humana (organizada en sindicatos, con protección
laboral, salarios dignos y derechos sociales colectivos), para poner los
poderes del Estado a la disposición de las transnacionales y las
finanzas, interesadas en borrar las fronteras (poner fin a las
soberanías nacionales), en eliminar las regulaciones y las cargas
fiscales de los capitalistas y los derechos colectivos que hacían
posible las luchas políticas por reformas sociales y para desarticular
activamente las sociedades con la “flexibilización” laboral, con el
objetivo estratégico de limitar el alcance de la soberanía popular, de
los aparatos legislativos, al respeto de los Tratados y convenios
diseñados para hacer posible la globalización neoliberal que nació con
la creación de empresas transnacionales, la financiarización y la
consecuente deslocalización de la producción industrial.
En
consecuencia y dependiendo de las etapas en el desarrollo del
capitalismo industrial, como vimos anteriormente, se alternaron fases
liberales con las “antiliberales” o corporativas. Lo más reciente en la
historia del capital es esta “liberación” del trabajo asalariado para
pagar salarios bajísimos, las posibilidades de dominar otros mercados,
de reducir drásticamente los costos de almacenamiento y acelerar los
tiempos de la circulación del capital con la combinación de
automatización, deslocalización, entregas justo-a-tiempo y comercio
electrónico, entre otros factores. Si a lo anterior unimos el rápido
desarrollo de las telecomunicaciones y de la informática, es fácil
entender el crecimiento fulgurante y la primacía que alcanzó el sector
financiero dentro de la actual globalización neoliberal.
El absolutismo a la orden del día
Los
avances concretados por este capitalismo “realmente existente” explican
la prepotencia y arrogante impunidad con que actúa el imperialismo, la
“franqueza” de la ESN, de los ‘tweets” y declaraciones de Donald Trump
proyectándose como el “dueño del mundo”. Y en efecto, si lo pensamos
bien, este capitalismo ha logrado crear y poner a su servicio los tres
poderes reservados a los dioses (y a los monarcas absolutos que se
reclamaban representantes del poder divino): la omnipresencia (estar por doquier con el consumo, con sus finanzas y empresas, con sus bases militares, etcétera); la omnisciencia
(con sus agencias de espionaje estatales –NSA, CIA, etc.- y privadas
–Google, Facebook, entre otras- que nos espían y controlan, que están al
tanto de todo lo que pensamos, leemos y escribimos, de nuestras
ilusiones y realidades, de nuestras decisiones, y hasta de dónde estamos
y en qué gastamos, poder muy rentable porque vende esa preciosa
información a los monopolios para someternos aún más); y la omnipotencia (por
su enorme y extensa potencia militar, financiera, monetaria, y porque
con el “orden mundial” que ha creado con los tratados de libre comercio e
instituciones que rigen el comercio, las finanzas y el respeto de la
propiedad privada, puede aplicar sus leyes donde domina o influencia, y
castigar con sanciones -por no obedecer a esta dominación- donde está
ausente).
Este ansiado absolutismo basado en el yugo real y
virtual capaz de someter de manera constante a miles de millones de
individuos es una amenaza fatal para las sociedades en proceso ya de
atomización, pero parece ser la única salida que le queda –aunque lleve
al abismo- a este capitalismo “realmente existente”. No es por otra
razón que la ESN de EEUU se da como objetivo principal combatir y
destruir el “revisionismo” de Rusia y China, dos países que se dan como
misión estabilizar y proteger sus sociedades y la convivencia
internacional, y que por ello, según el investigador Enrico Cau, están
actuando “como una fuerte fuerza estabilizadora regional” y aplicando
políticas de manera convergente en un espacio geopolítico que es crucial
para los intereses de ambos países y “con significativas consecuencias
en regiones lejanas, como el Sur, Este y Sudeste de Asia, y el Centro y
Este de Europa, regiones en las cuales EEUU está perdiendo influencia”, y
en nuestro hemisferio en países que buscan protegerse de la
globalización neoliberal, como Bolivia y Venezuela, entre otros.
Pero
los imperios, y ni siquiera éste con sus “poderes divinos”, logran ser
inmortales. El profesor de Historia Alfred McCoy nos recuerda que los
imperios parecen “indomables” mientras se encuentran en la cima de su
poder, pero “por su verdadera naturaleza, porque funcionan muy por
encima de sus fronteras naturales, son increíblemente frágiles (y) como
muchos ecosistemas frágiles, una vez que hay cambios, el declive se
instala. Colapsan con una extraordinaria e infernal velocidad… Una vez
que comienza, el desmoronamiento de los imperios se produce muy
rápidamente” (11).
En este punto hay un creciente
consenso, y el antropólogo Forte señala el rápido declive y aislamiento
de EEUU en el mundo, y destaca que el papel que Trump está jugando es el
de “hacer menos creíble, sostenible y consistente la previa narrativa
dominante de la hegemonía de EEUU, y simultáneamente menos sustentable y
más abrasiva la proyección del poder de EEUU”. Y recuerda que en su
discurso ante la Asamblea General de la ONU a mediados de septiembre del
2017, Trump puso al desnudo la verdadera faz de las agresiones y del
expansionismo estadounidense, al punto que “si Trump hubiese planeado
conscientemente repeler los ‘multiplicadores de fuerza’ (los aliados y
las ‘cabezas de playa’) del imperialismo, no podría haber hecho mejor
labor que la que hizo ese día en la ONU” (12). En realidad muchos
observadores ya señalan el fracaso –y generalmente lo contraproducente-
de las políticas destinadas a establecer o restablecer el poder de esa
“soberanía dominante” mediante amenazas de agresión militar, de
sanciones económicas que incluyen la utilización de los mecanismos
financieros (FMI) y comerciales (OMC) para aplicar severas restricciones
financieras y comerciales (Cuba, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria,
Venezuela y China en vista).
¿Qué significa todo esto para NuestrAmérica?
Una
cuestión que parece importante es cómo se refleja la actual estrategia
del imperialismo en el conjunto de los países de NuestrAmérica, que
adquiere nuevamente el papel de estratégico “patio trasero” frente a la
pérdida de influencia y poder de EEUU en diversas regiones del mundo.
A
diferencia de los países centrales del imperio, donde las sociedades
han sido desarticuladas por el desarrollo del “capitalismo realmente
existente” que se caracteriza por “la destrucción de la sociedad y la
naturaleza”, como señala en su último libro el sociólogo y compañero
Andrés Piqueras (13), y que salvo excepciones ofrecen poca o muy
focalizada resistencia, en las sociedades de los países latinoamericanos
queda todavía mucho “musculo social”, que se manifiesta en una
resistencia a veces vigorosa y militante, como lo vemos en Honduras
frente al fraude electoral, en Argentina frente a las medidas represivas
y los “megadecretos” de Macri, dignos del Estado de excepción, en
Brasil con la construcción de un frente popular contra Temer, entre
otros ejemplos, y paralelamente vemos la masiva resistencia popular para
defender los procesos emancipadores en Venezuela y Bolivia de los
ataques del imperio y sus aliados locales.
Y aunque la
Democracia y el Estado de derecho liberal conllevan de manera innata el
objetivo de impedir que el pueblo llegue al poder y ponga en peligro el
“sagrado derecho” de la propiedad privada (porque el Estado de derecho
es el Derecho del más fuerte, como decía Marx), no es menos cierto que
en el contexto de la larga historia de colonialismo e intervenciones
imperialistas que sufrieron la mayoría de países latinoamericanos y
caribeños, por necesidad se ha desarrollado un extenso y profundo
pensamiento y experiencias de luchas antiimperialistas en cualquier
espacio de democracia, y muchas veces en su ausencia, luchas que en el
pasado permitieron forjar movimientos de liberación nacional, alianzas
políticas y electorales para formar gobiernos populares con genuinas
intenciones democráticas o librar grandes luchas políticas y sociales.
La historia de las luchas antiimperialistas y por una genuina democracia
explica la recurrencia de los golpes de Estado con ayuda de Washington
para poner fin a esas experiencias gubernamentales y aplastar las luchas
emancipadoras.
Y si hay algo de indomable en nuestra
historia, desde las naciones originarias y hasta ahora, eso quizás se
debe al record de asaltos a todo intento democrático que ha sufrido
nuestra región, y de que en ella se hayan aplicado todas las formas
posibles de negación democrática por parte del imperialismo y sus
aliados locales, esas oligarquías tradicionales y los empresarios al
servicio de las finanzas y las transnacionales, y como vemos desde hace
unos años con “ataques desde el interior del Estado liberal” mediante la
utilización subversiva del aparato judicial -gracias a la incrustación
en las Cortes de una casta de juristas formados y muchas veces
comprados- para desestabilizar o derrocar a gobiernos reformistas y
populares, o crear Estados de excepción destinados a hacer retornar o
proteger el “absolutismo neoliberal”, todo esto con el estratégico
concurso de la corrupción y de un periodismo manipulado por los
concentrados medios de prensa.
Globalización neoliberal a rajatabla
Para
prueba de esos “ataques desde el interior” del Estado de Derecho
liberal basta ver el papel reaccionario que en El Salvador juega la Sala
Constitucional para paralizar los planes de gobierno del FMLN y
provocar las condiciones de una derrota electoral o de inestabilidad
para un “cambio de régimen”. Recordemos el papel de la Corte Suprema y
del aparato judicial en general en los golpes de Estado suaves, como el
efectuado para destituir a Dilma Rousseff e instalar a Michel Temer, y
que jugará ahora con la decisión del gobierno de Temer de acelerar el
juicio al ex-presidente Lula en segunda instancia, lo que constituye “la
quintaescencia del régimen de excepción y del terrorismo jurídico
instalado en Brasil”, como señala Jeferson Miola (Nodal).
En
Honduras se utiliza la Corte Suprema y el Tribunal Supremo electoral
para “legalizar” repetidos fraudes electorales, mientras que en
diciembre pasado con la adopción por el Congreso de México de la Ley de
seguridad interior (LSI), el Ejecutivo tendrá permanentemente a su
disposición la Ley del Estado de excepción, justo en un año electoral
que puede cristalizar la fuerte oposición del pueblo a la “dictadura
institucional” del PRIAN (14).
En Argentina, como señala
el politólogo Edgardo Mocca, el gobierno (de Macri) asume la violencia
no como crisis, sino como nueva etapa de su mandato, señalando que en el
ejercicio de la violencia estatal y en la circulación pública de la
información no rige el estado de derecho; estamos ante un nuevo régimen.
Sin embargo lo más característico del macrismo en estos días —los días
del sacudón producido por la irrupción de la protesta social en las
calles y la tendencia a nuevos reagrupamientos político-parlamentarios—
es el modo insólito en que se entrelazaron la publicidad y la violencia.
Normalmente la violencia es asumida como un ‘costo político’ a pagar
por aplicar un programa de gobierno antipopular. Como tal hay que
reducir el daño, tratando de invisibilizar la represión o, en caso de
que sea imposible, atribuirla a ‘excesos’ de los agentes estatales
involucrados. En la actual situación, por el contrario, la violencia
hacia el otro se va convirtiendo en un argumento político. Previamente
se procedió, como tantas veces en nuestra historia, a construir un
enemigo interno” (15).
El presidente Macri tiene
larga experiencia en la utilización del Estado de excepción para
defender al Estado liberal de la globalización, porque así gobernó la
Ciudad de Buenos Aires, o sea utilizando la violencia estatal que se
ejerce tanto mediante la policía y la gendarmería como con los despidos y
el número record de decretos de necesidad y urgencia (DNU) para derogar
leyes de importancia social y modificar otras fuera del alcance del
Congreso, de la discusión legislativa. Y en esto Macri no difiere de la
forma cómo el primer ministro español Mariano Rajoy manejó el resultado
del referendo en Cataluña, o de la situación en Brasil, con el
presidente Temer afirmando en un discurso ante la Confederación de
Agricultura y Ganadería que “aprovecho la impopularidad para hacer lo que Brasil necesita”.
Todo
lo anterior me llevó a recordar las conversaciones, a finales de los
70, con el filósofo argentino-canadiense Jorge Ruda, quien me introdujo
en la lectura de Carl Schmitt desde un punto de vista marxista, y que me
recordaba que la “Teología Política” de Schmitt era el recetario
totalmente antidemocrático para la toma de todo el poder por el capital,
lo que me lleva a la conclusión de que la utilización del Estado de
excepción para poner todo el poder en manos del Supremo Capital no es
más que la última etapa del capitalismo.
¿Y qué hacer ahora, cuando ya enterraron la Democracia liberal?
En
su análisis titulado “La derechización de América Latina: sus
oposiciones”, el académico y ex funcionario mexicano Víctor Flores Olea
concluye que hay una derechización en curso pero “no sin una fuerte
oposición...” (La Jornada 16-01-2018), lo que corresponde a la larga y
profunda experiencia de luchar contra el imperialismo y sus agentes que
tienen nuestros pueblos.
Pero recordando la advertencia de
Marx y el consejo de Pablo González Casanova, es hora de reconocer que
no será poniéndose el “manto” de la Democracia liberal, enterrada ya por
el imperialismo globalizador, que nuestros pueblos lograrán alcanzar
una verdadera Democracia popular. Desde hace mucho sabemos cuál es el
resultado en materia de democracia popular con las actuales “reglas de
juego” (16).
Es por todo eso que éste periodista que se crió escuchando tangos tiene tan presente, ante los cotidianos “atropellos a la razón” y “despliegues de maldad insolente” que nos muestra la actualidad, la letra del tango Cambalache de Enrique Santos Discépolo (17). Lo de “maldad insolente”
es la crueldad calculada, destinada a amedrentar, a humillar y no dejar
la menor duda sobre quién manda y puede actuar con total impunidad,
como por ejemplo la expulsión de la periodista y compañera Sally Burch
de Argentina para impedirle cubrir la reunión de la Organización Mundial
de Comercio y –no me caben dudas-, demostrarle a periodistas y
observadores extranjeros que el gobierno de Macri hace lo que quiere
porque ya se siente cerca del “poder supremo”, y no tiene que rendir
cuentas ante nadie, salvo ante Wall Street, el FMI y las
transnacionales. Y fue todo eso que me llevó a escribir estos dos largos
artículos.
Y por todo lo anterior tampoco estoy
sorprendido que el Papa Francisco, que seguramente no pudo escapar de
los tangos en su niñez y en su juventud, se haya vuelto tan
“discepoliano” cuando pinta la dramática realidad, como en su mensaje de
despedida del 2017, que él dijo “se desperdició e hirió en muchas formas con obras de muerte, con mentiras e injusticias, y en el que aún siendo la guerra la señal más obvia del orgullo impenitente y absurdo, muchas otras transgresiones provocaron una degradación humana, social y medioambiental” (18).
Notas
No hay comentarios:
Publicar un comentario