Uruguay
Brecha
En la plataforma de
este “neo-ruralismo” encontramos mezclados reclamos típicamente
empresariales (baja de impuestos, tarifas y salarios) con demandas de
los terratenientes (reducción de impuestos a la propiedad del suelo).
Si una virtud tiene la reciente movilización de productores
agropecuarios agrupados bajo la consigna “Por el campo y con la patria”
es que permite evidenciar una serie de rasgos de la economía y la
estructura de clases de Uruguay sobre los que es interesante volver a
echar luz.
Para empezar, “el campo” no existe como categoría
social. Esto a pesar de que los propietarios rurales sistemáticamente
intenten llenarlo de sus intereses. Muy por el contrario, en “el campo”
existen clases sociales con diversos intereses y, por si fuera poco,
luchan.
No hay que ser muy perspicaz. La plataforma
reivindicativa de los “productores alzados” delimita muy claramente su
perfil: recortar salarios, bajar el costo del Estado (servicios
públicos, políticas sociales) y garantizar la apropiación privada de la
renta del suelo y sus ganancias.
Por eso si por “campo” queremos
referir no a un paisaje o territorio, sino a los sujetos sociales que
en él producen y/o habitan, habría que empezar por reconocer el rico
entramado de clases que lo conforman, que se resiste a ser encasillado
en la imagen “campo somos todos”.
El punto de partida son las
tres formas principales del ingreso en las sociedades capitalistas:
renta del suelo, ganancias y salarios, y cuyas personificaciones
expresan a sujetos con intereses bien diferentes: terratenientes,
capitalistas y asalariados, respectivamente. Repasemos un poco de
economía política. En cualquier actividad el trabajador (el verdadero
productor) primero genera un valor, el salario, con el que repone su
capacidad de trabajar, y luego un plus-valor (trabajo excedente) que se
reparte bajo la forma de ganancia media para capitalistas y renta del
suelo para terratenientes. En este sentido la renta representa una
pérdida para la clase capitalista, que debe ceder esta porción del
excedente a un sujeto que no cumple ningún rol en la producción pero que
reclama su remuneración dado el carácter finito, monopolizable y
heterogéneo del suelo.
Es más, no sólo hay un conflicto
terratenientes/capitalistas que se expresa en el precio de arrendamiento
del suelo, sino que la lógica de sus respectivos “negocios” son bien
diferentes. Mientras el capitalista espera una ganancia media que suele
oscilar entre el 10 y el 20 por ciento del capital adelantado, el
terrateniente se comporta con una lógica “financiera”, según la cual la
compra de tierras es como la compra de bonos del tesoro u otros activos
similares, y cuya referencia de rentabilidad es una tasa de interés que
suele oscilar entre el 3 y el 5 por ciento (véase gráfico para los
últimos 60 años).
El problema es que en la realidad concreta las
cosas siempre aparecen más entreveradas, con sujetos en los que se
superponen las personificaciones. Capitalistas que son al mismo tiempo
terratenientes. Pequeños capitalistas que no tienen escala para competir
con los capitales medios, pero que siguen en la producción recibiendo
una remuneración equivalente al interés por su capital invertido.
Productores familiares-mercantiles que controlan un pequeño capital y
cuya remuneración es equivalente a un salario que repone el gasto de la
fuerza de trabajo familiar, y que en muchos casos son a su vez pequeños
terratenientes. E incluso asalariados que tienen un pequeño capital en
la producción (por ejemplo, cría de ganado) que oficia de complemento
salarial.
Por eso en la plataforma reivindicativa de este
“neo-ruralismo” encontramos mezclados reclamos típicamente empresariales
(baja de impuestos, tarifas y salarios) con demandas de los
terratenientes (reducción de impuestos a la propiedad del suelo). Es
más, parecería tratarse de una movilización encabezada fundamentalmente
por pequeños capitalistas agrarios que en muchos casos son
simultáneamente terratenientes, y no por los grandes capitales del campo
(forestales, sojeros, estancieros).
Este doble carácter de
clase seguramente esté explicando por qué no apuntan sus baterías contra
el costo del arrendamiento, cuando la renta bruta estimada con precios
de mercado ponderados representó en promedio 38 por ciento del Pbi
agropecuario entre 2000 y 2016. Sin embargo, también es posible sugerir
una hipótesis más de fondo: no pueden cuestionar la renta del suelo
porque de hacerlo estarían cuestionando la sacrosanta propiedad privada.
En segundo lugar, tampoco los productores son la clase más
numerosa del “campo”. Con base en distintas fuentes (Encuesta Continua
de Hogares, Censo Agropecuario, Registro de Productores Familiares), se
puede estimar que mientras los asalariados agrarios oscilan entre 70 mil
y 80 mil, los productores familiares-mercantiles agrupan unos 23 mil
establecimientos y a cerca de 40 mil trabajadores (incluyendo titular y
familiares), y los empresarios-patrones (de todos los tamaños) son
alrededor de 15 mil. Algo es evidente: el poder fáctico y la capacidad
para amplificar intereses, mediática y políticamente, no se relaciona
con el tamaño de la clase, sino con la cantidad de hectáreas y la
magnitud absoluta del capital.
Ciclos recurrentes
Por último, esta nueva crisis de la “clase media rural”, como gustan
llamarse, no es el resultado de la voracidad fiscal y demagógica de un
“gobierno populista”. Por el contrario, es más bien un síntoma de una
enfermedad provocada por un virus que se llama capitalismo, su rasgo
fundamental es la competencia a muerte entre capitalistas (la
“destrucción creativa”) que provoca ineluctablemente concentración y
centralización. Para colmo de males este virus tiene una cepa
sudamericana más agresiva, que incluye ciclos recurrentes de
abaratamiento del dólar (“atraso cambiario”, en la jerga más corriente),
lo que acelera la destrucción de los segmentos más ineficientes del
empresariado rural.
Sucedió durante el control de cambio de Luis
Batlle Berres (1), con el atraso cambiario en tiempos neoliberales, e
incluso durante la última dictadura, que difícilmente alguien pueda
acusar de comunista. Y vale recordar que el “ruralismo” de Chicotazo (2)
y el movimiento Rentabilidad o Muerte de fines de los noventa fueron
hijos de esos procesos.
Es que el abaratamiento del dólar es la
forma predilecta que ha adoptado en Uruguay la distribución de renta
agraria del suelo, beneficiando a aquellos que operan con mercancías
importadas y compran divisas para obtener poder de compra internacional.
Con la renta en expansión se puede sostener un dólar barato, pero
cuando se retrae empieza un ajuste que en su repertorio más corriente
incluye incremento del endeudamiento público y privado, exoneración de
impuestos y congelación salarial, que amortiguan pero no detienen la
crisis.
No debería sorprender entonces que ante un nuevo ciclo
de abaratamiento del dólar, pero ahora ya sin los superprecios de hace
una década, reflote la movilización de este sector social. Por eso es
que, a pesar de las apariencias, el problema no es una presión fiscal en
torno al 7 por ciento del Pbi agropecuario, y que no difiere de otras
ramas de la economía (véase “El agro en Uruguay. Renta del suelo,
ingreso laboral y ganancias”, de Martín Sanguinetti y quien esto escribe
(3), ni el precio del gasoil ni los “súper salarios” de 20 mil pesos,
aunque, dado el carácter de clase del conflicto, es hacia donde
instintivamente arremeten en su plataforma.
En el fondo nuestros
pequeños capitalistas agrarios sueñan con una quimera: un capitalismo
liberal que no liquide a los más ineficientes. Por eso el actual
conflicto no es más que un nuevo grito de un sujeto social impotente
para sobrevivir a las leyes leoninas de la competencia, pero que resiste
porque existe propiedad privada del suelo y limitaciones biológicas al
avance tecnológico en el agro.
En definitiva, lo que está en
juego es cómo se procesa el ajuste de una economía que ya no puede
sostener el mismo “pacto distributivo” que, hace una década –boom de los
commodities y crédito barato mediante–, hizo posible la primavera
progresista. La reducción-exoneración de impuestos y el abaratamiento de
la energía y la fuerza de trabajo sólo trasladarán el ajuste hacia
otros sectores de la sociedad. A su vez, la devaluación del peso
encarecerá el costo del endeudamiento en un contexto de déficit fiscal
permanente, factor que en nuestra historia reciente siempre se ha
resuelto avanzando sobre el ingreso de los trabajadores.
Lo atractivo es observar que ella, la lucha de clases, siempre vuelve.
Notas del editor:
1) Luis Conrado Batlle Berres (1897-1964), caudillo histórico del
Partido Colorado, fue presidente del Poder Ejecutivo (por entonces,
ejercido a través de una forma colegiada en el Consejo Nacional de
Gobierno) entre 1947 y 1951. Durante ese período el país conoció un
cierto desarrollo industrial bajo el modelo de “sustitución de
importaciones”.
2) Benito Nardone (1906-1964), “Chicotazo”,
periodista, portavoz del ruralismo, anticomunista rabioso, en 1960
ejerció la presidencia del Consejo Nacional de Gobierno como
representante del Partido Nacional.
3) En Problemas del desarrollo. Volumen 48, Edición 189, Universidad
Nacional Autónoma de México. Publicado por Elsevier España, 2017.
Disponible en ScienceDirect.
Gabriel Oyhantçabal Ingeniero agrónomo. Trabajador de la Udelar (Universidad de la
República). Integrante del comité editorial del portal de debates
Hemisferio Izquierdo.
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