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martes, 23 de enero de 2018

¿Por el campo y con la patria?

Uruguay
Brecha

En la plataforma de este “neo-ruralismo” encontramos mezclados reclamos típicamente empresariales (baja de impuestos, tarifas y salarios) con demandas de los terratenientes (reducción de impuestos a la propiedad del suelo).

Si una virtud tiene la reciente movilización de productores agropecuarios agrupados bajo la consigna “Por el campo y con la patria” es que permite evidenciar una serie de rasgos de la economía y la estructura de clases de Uruguay sobre los que es interesante volver a echar luz.
Para empezar, “el campo” no existe como categoría social. Esto a pesar de que los propietarios rurales sistemáticamente intenten llenarlo de sus intereses. Muy por el contrario, en “el campo” existen clases sociales con diversos intereses y, por si fuera poco, luchan.
No hay que ser muy perspicaz. La plataforma reivindicativa de los “productores alzados” delimita muy claramente su perfil: recortar salarios, bajar el costo del Estado (servicios públicos, políticas sociales) y garantizar la apropiación privada de la renta del suelo y sus ganancias.
Por eso si por “campo” queremos referir no a un paisaje o territorio, sino a los sujetos sociales que en él producen y/o habitan, habría que empezar por reconocer el rico entramado de clases que lo conforman, que se resiste a ser encasillado en la imagen “campo somos todos”.
El punto de partida son las tres formas principales del ingreso en las sociedades capitalistas: renta del suelo, ganancias y salarios, y cuyas personificaciones expresan a sujetos con intereses bien diferentes: terratenientes, capitalistas y asalariados, respectivamente. Repasemos un poco de economía política. En cualquier actividad el trabajador (el verdadero productor) primero genera un valor, el salario, con el que repone su capacidad de trabajar, y luego un plus-valor (trabajo excedente) que se reparte bajo la forma de ganancia media para capitalistas y renta del suelo para terratenientes. En este sentido la renta representa una pérdida para la clase capitalista, que debe ceder esta porción del excedente a un sujeto que no cumple ningún rol en la producción pero que reclama su remuneración dado el carácter finito, monopolizable y heterogéneo del suelo.
Es más, no sólo hay un conflicto terratenientes/capitalistas que se expresa en el precio de arrendamiento del suelo, sino que la lógica de sus respectivos “negocios” son bien diferentes. Mientras el capitalista espera una ganancia media que suele oscilar entre el 10 y el 20 por ciento del capital adelantado, el terrateniente se comporta con una lógica “financiera”, según la cual la compra de tierras es como la compra de bonos del tesoro u otros activos similares, y cuya referencia de rentabilidad es una tasa de interés que suele oscilar entre el 3 y el 5 por ciento (véase gráfico para los últimos 60 años).
El problema es que en la realidad concreta las cosas siempre aparecen más entreveradas, con sujetos en los que se superponen las personificaciones. Capitalistas que son al mismo tiempo terratenientes. Pequeños capitalistas que no tienen escala para competir con los capitales medios, pero que siguen en la producción recibiendo una remuneración equivalente al interés por su capital invertido. Productores familiares-mercantiles que controlan un pequeño capital y cuya remuneración es equivalente a un salario que repone el gasto de la fuerza de trabajo familiar, y que en muchos casos son a su vez pequeños terratenientes. E incluso asalariados que tienen un pequeño capital en la producción (por ejemplo, cría de ganado) que oficia de complemento salarial.
Por eso en la plataforma reivindicativa de este “neo-ruralismo” encontramos mezclados reclamos típicamente empresariales (baja de impuestos, tarifas y salarios) con demandas de los terratenientes (reducción de impuestos a la propiedad del suelo). Es más, parecería tratarse de una movilización encabezada fundamentalmente por pequeños capitalistas agrarios que en muchos casos son simultáneamente terratenientes, y no por los grandes capitales del campo (forestales, sojeros, estancieros).
Este doble carácter de clase seguramente esté explicando por qué no apuntan sus baterías contra el costo del arrendamiento, cuando la renta bruta estimada con precios de mercado ponderados representó en promedio 38 por ciento del Pbi agropecuario entre 2000 y 2016. Sin embargo, también es posible sugerir una hipótesis más de fondo: no pueden cuestionar la renta del suelo porque de hacerlo estarían cuestionando la sacrosanta propiedad privada.
En segundo lugar, tampoco los productores son la clase más numerosa del “campo”. Con base en distintas fuentes (Encuesta Continua de Hogares, Censo Agropecuario, Registro de Productores Familiares), se puede estimar que mientras los asalariados agrarios oscilan entre 70 mil y 80 mil, los productores familiares-mercantiles agrupan unos 23 mil establecimientos y a cerca de 40 mil trabajadores (incluyendo titular y familiares), y los empresarios-patrones (de todos los tamaños) son alrededor de 15 mil. Algo es evidente: el poder fáctico y la capacidad para amplificar intereses, mediática y políticamente, no se relaciona con el tamaño de la clase, sino con la cantidad de hectáreas y la magnitud absoluta del capital.
Ciclos recurrentes
Por último, esta nueva crisis de la “clase media rural”, como gustan llamarse, no es el resultado de la voracidad fiscal y demagógica de un “gobierno populista”. Por el contrario, es más bien un síntoma de una enfermedad provocada por un virus que se llama capitalismo, su rasgo fundamental es la competencia a muerte entre capitalistas (la “destrucción creativa”) que provoca ineluctablemente concentración y centralización. Para colmo de males este virus tiene una cepa sudamericana más agresiva, que incluye ciclos recurrentes de abaratamiento del dólar (“atraso cambiario”, en la jerga más corriente), lo que acelera la destrucción de los segmentos más ineficientes del empresariado rural.
Sucedió durante el control de cambio de Luis Batlle Berres (1), con el atraso cambiario en tiempos neoliberales, e incluso durante la última dictadura, que difícilmente alguien pueda acusar de comunista. Y vale recordar que el “ruralismo” de Chicotazo (2) y el movimiento Rentabilidad o Muerte de fines de los noventa fueron hijos de esos procesos.
Es que el abaratamiento del dólar es la forma predilecta que ha adoptado en Uruguay la distribución de renta agraria del suelo, beneficiando a aquellos que operan con mercancías importadas y compran divisas para obtener poder de compra internacional. Con la renta en expansión se puede sostener un dólar barato, pero cuando se retrae empieza un ajuste que en su repertorio más corriente incluye incremento del endeudamiento público y privado, exoneración de impuestos y congelación salarial, que amortiguan pero no detienen la crisis.
No debería sorprender entonces que ante un nuevo ciclo de abaratamiento del dólar, pero ahora ya sin los superprecios de hace una década, reflote la movilización de este sector social. Por eso es que, a pesar de las apariencias, el problema no es una presión fiscal en torno al 7 por ciento del Pbi agropecuario, y que no difiere de otras ramas de la economía (véase “El agro en Uruguay. Renta del suelo, ingreso laboral y ganancias”, de Martín Sanguinetti y quien esto escribe (3), ni el precio del gasoil ni los “súper salarios” de 20 mil pesos, aunque, dado el carácter de clase del conflicto, es hacia donde instintivamente arremeten en su plataforma.
En el fondo nuestros pequeños capitalistas agrarios sueñan con una quimera: un capitalismo liberal que no liquide a los más ineficientes. Por eso el actual conflicto no es más que un nuevo grito de un sujeto social impotente para sobrevivir a las leyes leoninas de la competencia, pero que resiste porque existe propiedad privada del suelo y limitaciones biológicas al avance tecnológico en el agro.
En definitiva, lo que está en juego es cómo se procesa el ajuste de una economía que ya no puede sostener el mismo “pacto distributivo” que, hace una década –boom de los commodities y crédito barato mediante–, hizo posible la primavera progresista. La reducción-exoneración de impuestos y el abaratamiento de la energía y la fuerza de trabajo sólo trasladarán el ajuste hacia otros sectores de la sociedad. A su vez, la devaluación del peso encarecerá el costo del endeudamiento en un contexto de déficit fiscal permanente, factor que en nuestra historia reciente siempre se ha resuelto avanzando sobre el ingreso de los trabajadores.
Lo atractivo es observar que ella, la lucha de clases, siempre vuelve.
Notas del editor:
1) Luis Conrado Batlle Berres (1897-1964), caudillo histórico del Partido Colorado, fue presidente del Poder Ejecutivo (por entonces, ejercido a través de una forma colegiada en el Consejo Nacional de Gobierno) entre 1947 y 1951. Durante ese período el país conoció un cierto desarrollo industrial bajo el modelo de “sustitución de importaciones”.
2) Benito Nardone (1906-1964), “Chicotazo”, periodista, portavoz del ruralismo, anticomunista rabioso, en 1960 ejerció la presidencia del Consejo Nacional de Gobierno como representante del Partido Nacional.

3) En Problemas del desarrollo. Volumen 48, Edición 189, Universidad Nacional Autónoma de México. Publicado por Elsevier España, 2017. Disponible en ScienceDirect. 

Gabriel Oyhantçabal Ingeniero agrónomo. Trabajador de la Udelar (Universidad de la República). Integrante del comité editorial del portal de debates Hemisferio Izquierdo.

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