Luis Vitagliano *
El 24 de enero fue a juicio el recurso contra la condena del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva a nueve años y seis meses de prisión por el juez Sergio Moro dentro de la operación Lava jato. La confirmación de la sentencia se dio por unanimidad de los tres jueces de segunda instancia, quienes ampliaron la pena a 12 años y un mes. Con ese resultado, la derecha espera que Lula no tenga condiciones legales para ser candidato a presidente en octubre próximo.
La votación consensual mostró unidad y coherencia entre las diferentes instancias del Poder Judicial. Pero eso no es sinónimo de justicia. Al contrario, lo que se vio fue una defensa corporativa de un poder judicial autoritario.
Nadie está por encima de la ley, era la frase más repetida en la sentencia de Moro. Pero a los ojos de cualquiera es muy extraño que el proceso contra Lula haya tenido tamaña celeridad y parcialidad por los jueces que no apuntaron ninguna prueba, mientras procesos contra políticos de derecha con pruebas contundentes no prosperan. El mismo día de la condena a Lula, José Serra, quien lo enfrentó en la disputa presidencial de 2002, recibió la agradable noticia de que uno de los procesos por corrupción en los que está implicado había prescrito. La fiscalía y la justicia había perdido los plazos.
Basta un caso para mostrar que la acción de los jueces es parte de una trama política. El 16 de marzo de 2016 (cuando Lula era sujeto a proceso penal), la presidenta Dilma Rousseff, tratando de recomponer la base política de su gobierno, iba a nombrar a Lula ministro jefe de la Casa Civil. Para impedir su nombramiento, Moro divulgó una grabación ilegal de una conversación entre Lula y Dilma, que él y los medios manipularon para dar a entender que lo que Lula buscaba con el cargo de ministro era no ser investigado por Lava jato –tendría que serlo por el Supremo Tribunal Federal (STF) en nuevo proceso–. Pero tal grabación había sido realizada cuando ya no estaba vigente el pedido realizado por el juez a la Policía Federal; era ilegal. En un estado democrático de derecho, violar ilegalmente el sigilo telefónico de un ciudadano común es un crimen grave, pero violar el sigilo de una presidenta es crimen de seguridad nacional. Nada ocurrió con Moro. Ni el STF ni ningún organismo de control del poder judicial lo sancionó. Pero, atendiendo el escándalo de la acusación lanzada por Moro y los medios, un juez del Supremo, vinculado con la oposición de derecha, suspendió el nombramiento de Lula. Con el gobierno debilitado, el camino para el golpe de Estado contra Rousseff estaba despejado.
¿Cómo Lula se volvió blanco de esa feroz persecución? En la multitudinaria manifestación que hubo en Sao Paulo la noche de su condena, Lula afirmó que no era él quien estaba en el banco de los acusados, sino los pobres y excluidos que habían mejorado su vida y habían subido en la estructura social. Es decir, condenar a Lula es condenar las políticas públicas que generaron la mayor inclusión social en la historia del país.
Lo que se busca con su condena es que no pueda ser nuevamente candidato a presidente este año y que, como tal, cuestione las políticas neoliberales que desde el golpe de Estado de 2016 vienen siendo aplicadas con un acelerado resultado de nueva exclusión (vía nueva pobreza, aumento del desempleo y la precariedad laboral, recortes en las políticas sociales, etcétera). Y, peor, que gane las elecciones y revierta las políticas. Las encuestas lo dan de lejos, disparado, en primer lugar.
Pero para tener una explicación completa de esta coyuntura hay que tener en cuenta la brutal desigualdad económica y social que impera en Brasil, la condición elitista de los jueces y sus privilegios de casta, las conexiones internacionales y los intereses geopolíticos que están por detrás del golpe en Brasil.
La victoria de Lula en 2002 no fue, principalmente, con votos de los sectores más pobres. Fueron las políticas de inclusión social y regional de su gobierno las que lo hicieron el político más popular entre las camadas de la base de la muy desigual estructura social brasileña. Eso le dio no sólo un poder electoral inmenso, sino también capacidad de comunicación con esos sectores que supera a los medios de comunicación de masas.
Pero la inclusión en el consumo de amplios sectores antes excluidos provocó fisuras en el tejido social. El aumento de consumo y del crédito para los más pobres, el incremento del empleo formal y del valor real de los salarios, tuvo impacto no sólo económico, sino también sicosocial. Gente anteriormente pobre pasó a frecuentar bancos, restaurantes, tiendas de marcas famosas y aeropuertos internacionales, antes reservados para la clase media y rica. La inclusión de los antes miserables al universo del consumo fue veneno para el estilo de vida de la burguesía brasileña.
Pero el paso del PT por el gobierno federal también se caracterizó por no enfrentar directamente prácticas y ritos de la gobernabilidad política tradicional, el toma y daca de los partidos tradicionales, que se ofrecen para apoyar al gobierno en turno y cuyos votos en el Congreso son necesarios para aprobar proyectos de interés del gobierno.
Al tiempo que hacían acuerdos políticos con esos partidos, los gobiernos del PT, para inhibir prácticas corruptas, apostaron por los cambios institucionales y el fortalecimiento de los mecanismos de control judicial. Jueces, fiscales y policías federales no sólo ganaron autonomía, sino también jugosos aumentos salariales. Una autonomía que no está limitada por ninguna institución de control.
Jueces como Moro, que ganan entre 80 y 100 veces el salario mínimo vigente en el país, son y se consideran parte de la casta privilegiada del país. Justamente aquella que se vio amenazada por el ascenso social de los miserables. Ese juez defiende sus privilegios para mantenerse como parte de la élite, codeándose con la burguesía económica y financiera en fiestas y eventos sociales.
Pero no se trata sólo de una disputa de clases sociales dentro del país. Desde 2003, Lula buscó, aunque con prudencia, evitar el alineamiento con Estados Unidos, tanto en temas como la no adhesión al Área de Libre Comercio de las Américas como en otros netamente empresariales. Su gobierno buscó proyectar empresas brasileñas con fuerte apoyo del Estado; por ejemplo, con fondos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, el segundo mayor banco de fomento del mundo, sólo detrás del Banco Mundial.
Es decir, la política estadunidense estaba siendo desafiada en toda la línea. Cuando Edward Snowden hizo sus revelaciones en 2013, llamó la atención que entre los teléfonos pinchados por el espionaje de Estados Unidos estaban los de Rousseff y sus principales asesores y los de la alta dirección de Petrobras.
Para retomar su agenda hegemónica, los principales think tanksestadunidenses financiaron y prepararon cuadros. Contaminaron los medios políticos con programas como Estudiantes por la Libertad. Entrenaron a Sergio Moro para que sea el gestor de un proceso del tamaño de Lava jato. Y organizaron la oposición al PT a partir del PSDB. ¿Cómo es posible hacer afirmaciones tan fuertes como esas? Basta analizar el comportamiento de la derecha brasileña antes y después de 2013, o sea, antes de la embajadora Liliana Ayalde y después de que fue nombrada para el cargo en Brasil (2013-2017). La misma embajadora que estuvo en la preparación del golpe blando en Paraguay en 2012.
Empresarios, jueces, capital internacional, medios dominantes, diplomacia y agencias de inteligencia de EU, todos, sumados, cambiaron los términos de la disputa. El PT venció cuatro elecciones seguidas a escala nacional (2002, 2006, 2010, 2014), se le presentaba a ese bloque como una fuerza imbatible. Al llevar al terreno judicial la disputa, la derecha cambió las reglas de juego para suprimir a Lula e inviabilizar al PT.
* Cientista político y profesor universitario
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