Por:
Silvio Rodríguez
Palabras de inauguración en el Premio Casa de las Américas 2018
Hermanos que convoca esta Casa:
Si a un siglo de su nacimiento José Martí fue identificado como
responsable de los hechos revolucionarios que inauguraron nuestra etapa
libertaria de 1953, también pudiera decirse que esta Casa de las
Américas fue fundada por nuestro Apóstol, por su compromiso con los
próceres que empezaron las guerras de emancipación continental contra el
colonialismo. Para colmo, una joven de la generación del centenario del
nacimiento de Martí, protagonista de aquella jornada terrible y
simbólicamente hermosa fue, a su vez, quien fundó y animó a esta
institución, que ha reunido escritores como haciendo un ensayo hogareño
de aquel ideal llamado Nuestra América.
Otro imprescindible de esta Casa, mi amigo poeta y pensador Roberto Fernández Retamar,
el año pasado me pidió estas palabras de inauguración al Premio número
nº 59. Y es que Roberto sabe que, aunque este entrañable evento aún no
ha incluido la modalidad de canción, es incuestionable que aquí se ha
cantado mucho, tanto con lírica como con guitárrica.
Por ejemplo, el mes que viene hará medio siglo de que varios
trovadores de mi generación estuvimos por primera vez en este mismo
salón. Aún no se llamaba Che Guevara, aunque ese fue un nombre que nos
sobrevoló aquella noche. Lo que era yo, estaba bastante azorado, casi no
me lo creía, porque en febrero de 1968 Casa de las Américas era
ya un lugar honroso y querido, liderado por una heroína y respaldado
por brillantes artistas y escritores.
Faltaban por llegar muchas novelas, narraciones, piezas de teatro;
faltaban inolvidables libros de poesía. Y faltaban por ausentarse, o por
sernos arrebatados, varios hermanos queridos. Porque esta Casa y
este Premio siempre tuvieron la virtud de reunir a mujeres y a hombres
más interesados en la suerte de sus pueblos que en la de sus palabras;
gente entregada en el ingenio, pero mucho también en carne y hueso. Así
que faltaban por ocurrir sorpresas en muchos escenarios, noticias
esperadas o inconcebibles, esperanzas y angustias de diversas honduras.
También faltaban iluminaciones, torpezas, aprendizajes; faltaba
tiempo, partícula a partícula, haciendo lo que la brisa y el agua cuando
corren. Faltaba, después de la espuma, el sedimento revelador que nos
hace reconocer y desafiar, entre las miserias del mundo, lo triste de
nuestra propia naturaleza.
A algunos incluso nos faltaba más de la mitad de nuestras vidas,
aunque no lo sabíamos. Y todos éramos aprendices de todo: de la historia
escrita, de la que pensábamos que faltaba por hacer y escribir y, por
supuesto, la de la hormiga cotidiana: la historia real que,
entre acorralado y desafiante, ha escrito este pequeño país, capaz de
proyectar las enormes luces de sus sueños.
Algunos sueños acaso no los llegaremos a tocar, al menos del todo, porque el acoso constante sin dudas nos limita. Estamos
donde una larga, compleja y desigual batalla nos permite. Esto nos ha
hecho desarrollar un arte de defensa que nos sostiene. Y aunque
el que se defiende bien a veces logra sobrevivir, verse obligado a
basar la existencia bajo esa premisa no es lo más saludable.
Quienes hemos sido parte de esta Casa de las Américas durante 59 años
tenemos pruebas, en primer lugar, de que el bien es posible, y de que
el arte y la cultura son parte de su sustancia. También sabemos que
algunas inconveniencias pueden durar más de lo proclamado y que el bien
es aún perfectible.
Por esas razones aquí estamos, con la voluntad de ser mejores, de
avanzar. Por eso aquí seguimos. Por supuesto que no eternamente y mucho
menos por costumbre, sino porque aún somos capaces de estremecernos
cuando llegamos a un lugar como esta Casa.
Es como si de pronto se fuera abrir una puerta y entrara una señora con una sonrisa entre pícara y materna, con una mirada entre nostálgica y escrutadora, con una voz de flauta y unos brazos menudos que te rodean, te sostienen y hasta te enderezan, y te hacen pensar que estas a salvo, que realmente puedes decir todo lo que te parece —y hasta lo que imaginas—; extraordinario abrazo que te hace sentir que estás creciendo, o que te hace creer que cuando dices es que creces, y que sólo por eso vale la pena estar vivo.
Gracias a esa y a otras nítidas presencias ahora mismo en esta sala, es que logro decir bienvenidos, hermanos, al Premio Casa de las Américas de 2018.
Muchas gracias.
La Habana, 15 de enero de 2018
(Tomado del blog Segunda Cita)
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