La política, la sociedad y los movimientos sociales
El triunfo electoral
de Sebastián Piñera, del 17 de diciembre pasado, tuvo un fuerte impacto
mediático y subjetivo. Mal que mal Piñera incrementó significativamente
su votación con relación a la primera vuelta y Guillier no logró nunca
remontar su bajo rendimiento electoral. Sin embargo, analizar la actual
situación política chilena, supone tener en cuenta a diversos actores,
procesos y temporalidades, especialmente con relación a la política y
los movimientos sociales. No se trata de un ejercicio sencillo, ya que
conviven actualmente en Chile procesos de distinta naturaleza, que
requieren ser procesados en su propia especificidad.
Como
ocurre en la mayoría de las sociedades, conviven en Chile dos procesos y
dinámicas políticas; una que se desenvuelve en el Estado y otra más
difusa que se desenvuelve en la sociedad. Desde el punto de vista de los
resultados electorales, tanto de la primera como de la segunda vuelta,
esta doble dinámica se tiende a expresar en torno a dos tipos de
conducta: los ciudadanos que votan y los ciudadanos que no votan.
La distinción entre los que votan y los que no votan se viene haciendo
expresiva desde hace ya varios años. Hasta antes de que se decretara la
Ley de inscripción automática y voto voluntario, (Ley Nº 20.568, que
rige desde el 31 de enero de 2012), los chilenos estaban obligados a
votar, pero debían previamente inscribirse en los Registros Electorales.
El problema que se presentó entonces es que cada vez menos chilenos
-especialmente jóvenes- se inscribían (y por tanto no estaban obligados a
votar) al punto de que el total de los no inscritos llegó a ser
semejante, porcentualmente, al de los inscritos. En ese contexto, se
propuso la idea de “inscripción automática” y “voto voluntario” con la
esperanza de que creciera el número electores, ya que no sería necesario
inscribirse para poder votar. Pero, no ocurrió así y la tendencia que
se fue imponiendo es que menos ciudadanos votaban. El punto, tal vez
culminante, fue en octubre de 2016, en las elecciones municipales, en
que la abstención alcanzó al 64% de los potenciales electores. De este
modo, el mayor desafío y la mayor dificultad para prever los resultados
de las presidenciales de este año 2017, era saber ¿Cuántas personas
votarían? Los resultados fueron nuevamente inquietantes: Votó en la
primera vuelta el 46% de los electores, o sea, se abstuvieron de
concurrir a las urnas el 54% de los chilenos con derecho a voto. En la
“segunda vuelta” del 17 de diciembre, aumentó el número de los votantes,
pero solo dos puntos, alcanzó al 48%.
Esto quiere decir, sin
desmerecer los méritos de la derecha y de Piñera para obtener el 54% de
los votos, 9 puntos arriba de Guillier, que sólo alcanzó el 45%, que
pese al impacto que ello representa, así como los diversos efectos
políticos que ello tendrá, se mantienen los dos polos más arriba
indicados: los ciudadanos que votan y los que no votan.
El
fenómeno de los que votan da cuenta del alcance de la democracia
representativa; del fenómeno de los que no votan, de sus límites. Se
puede sostener que éste es un fenómeno normal en las democracias en
occidente. Estados Unidos sería un buen ejemplo de ello, así como
algunos países europeos (Eslovenia, Portugal, Grecia), pero en América
Latina, la participación electoral suele ser más alta y bordear al 70%
de los electores.
El problema político chileno en realidad es
doble: por una parte, la política en el Estado y desde los partidos
políticos ha sufrido un enorme desprestigio por razones que analizaremos
más adelante, lo que ha provocado, por otra parte, una evidente y
portentosa desafección ciudadana con la política. Este doble fenómeno es
el que está a la base de los que votan y de los que no votan. Por
supuesto que hay diversas lecturas que se imponen en el sentido común,
por ejemplo, lecturas “piadosas”, que sostienen que lo que estaría
fallando es la “falta de educación cívica” (o sea, los que no votan no
serían conscientes de sus deberes y derechos ciudadanos); también
lecturas socio clasistas, que indican que lo que ocurre es que la
derecha vota porque es más ilustrada y disciplinada, mientras que los
sectores populares y la izquierda son menos ilustrados y más erráticos
en sus conductas políticas; también lecturas socio históricas, que
sostienen que esto sería el resultado de la prédica anti-política que
promovió la dictadura durante 17 años y que dejó huellas en la
población, sobre todo entre los sectores populares.
Hay
componentes de verdad en todas estas sentencias, pero me parece que lo
que hay que dilucidar es la crisis de la política y la relación de las
actuales formas de la política con la propia sociedad.
a) La política en el Estado.
En mayo de 2016, sostuve en un breve artículo sobre la política
chilena, que lo que caracterizaba era una prolongada “crisis de
legitimidad” con relación a la sociedad:
Los problemas de
“legitimidad” de la política chilena son ya muy antiguos: 17 años de
dictadura y 25 años de recuperación de una democracia regida por una
Constitución Política del Estado, heredada de la dictadura. Una
democracia a medias, semi-soberana, como la calificó un destacado
cientista político [1] , o “protegida” como la deseaba Pinochet y
la derecha golpista, siguiendo a su ideólogo Jaime Guzmán. En efecto,
la transición a la democracia se realizó mediante un pacto que otorgó
gran protagonismo a los partidos políticos y que subordinó a los
movimientos sociales, los que al decir de Edgardo Boenniger, uno de los
cerebros de la transición, debían desarrollarse “a la sombra de los
partidos”. (Lecciones de gobernabilidad, 1997). No ocurrió lo mismo con
los militares, los empresarios y la Iglesia -los denominados poderes
fácticos- que ocuparían diversos y activos roles en la democracia
reconquistada. En el mediano plazo, el pacto de la transición transformó
la política en un asunto mediático y relativo al funcionamiento regular
de las instituciones del Estado (y, más en particular, de políticas
públicas definidas sin la participación popular) el protagonismo de
algunas figuras públicas y el “ejercicio electoral” de la democracia
(como indicó el Informe sobre Democracia del PNUD en 2004), una
democracia electoral más que una democracia de ciudadanos
Por
otra parte, un aspecto fundamental de la democracia electoral, limitada
además por el sistema binominal, fue su basamento económico:
La
contraparte de la “democracia electoral” fue el “crecimiento
económico”, favorecido por la inversión extranjera –sobre todo en la
minería- y la expansión del mercado de bienes de consumo a través de
Tratados de Libre Comercio, la multiplicación de los retail (malls,
supermercados, cadenas monopólicas de farmacias en el negocio de los
medicamentos, etc.) y la masificación de las tarjetas de crédito. Todo
devino en mercado de bienes, desde la compra de alimentos hasta el
ingreso a la universidad de las nuevas generaciones y el acceso a la
salud de mediana calidad. Toda la vida social alcanzó entonces un punto
culminante en la posesión de “dinero”, que elevó el estatus de los
grandes ricos, de la emergente clase media aspiracional hasta la del
narcotraficante de los barrios populares.
De esta manera, la
política se fue transformando en un asunto mediático y de profesionales
dedicados a ella (en Chile se autodenominan personas dedicadas al
“servicio público”) y en ese mismo proceso, se fue alejando cada vez más
de los ciudadanos, que paulatinamente dejaron de interesarse en los
asuntos públicos.
Por cierto, estas afirmaciones son de
carácter general, pero buscan reconocer tendencias. Se requeriría un
análisis más fino de la forma que tomó la “democracia electoral” en
Chile, aunque se pueden hacer algunas observaciones generales que
dibujan sus formas. Por ejemplo, la Constitución heredada de la
dictadura, una verdadera “jaula de hierro”, hizo posible la
sobrerepresentación de la derecha por 25 años, a través del sistema
binominal, sólo recientemente modificado (en los primeros años de la
transición existían, además, “senadores designados”, que reforzaban esa
sobrerepresentación); las denominadas “leyes orgánicas” (las más
fundamentales), que para ser modificadas requieren de “quorum
calificado” (es decir, no basta la mayoría simple). Pero, además,
teniendo en cuenta que la Constitución consagra un “estado unitario” y
no federal, las regiones no eligen gobernadores y la elaboración del
presupuesto nacional es atributo exclusivo del poder ejecutivo; no
existe la “iniciativa popular de una ley” y solo el Ejecutivo puede
presentar proyectos de ley que afecten o modifiquen el presupuesto de la
nación.
De este modo, nos enfrentamos a dos problemas
fundamentales. Por una parte, lo que denominé “democracia electoral”
haciéndome eco del Informe del PNUD de 2004, en realidad resulta un poco
frágil para Chile, en el sentido de que la Constitución de 1980,
heredada de la dictadura, limita en tal grado el ejercicio de la
democracia, que aún la de tipo electoral es limitada y defectuosa
(presidencialismo, sobrerepresentación de la derecha, quorum calificado,
etc.). Dicho de otro modo, el diseño constitucional chileno, pre
contiene en tal grado el autoritarismo que niega la propia democracia.
Por esta razón, la transición se transformó en el largo y siempre
inacabado camino hacia una forma de democracia, aunque sin admitir que
se trataba de una “democracia autonegada”. [2] Por otra parte,
en un sentido más amplio, es evidente que en la historia reciente de
Chile se configuró una relación entre economía y política, en que el
predominio de las formas neoliberales en la economía (hegemonía de la
libre empresa y el mercado, límites a los derechos sindicales y
laborales, privatización de los servicios, etc.) pre-definen los
alcances de la democracia.
La Constitución chilena, elaborada y
hecha aprobar en dictadura en 1980, aunque parezca extraño para quienes
nos miran desde fuera, nos rige hasta hoy, ya que los gobiernos
elegidos desde 1990 sólo la han reformado parcialmente y nunca
propusieron o convocaron a la realización de una Asamblea Constituyente
(Bachelet, en su último mandato, hizo algunas proposiciones que se
fueron diluyendo en el tiempo hasta quedar postergadas para un nuevo
gobierno. Piñera recién elegido, difícilmente podrá hacer avanzar una
iniciativa como ésta, que probablemente será derivada al Parlamento y
habrá que ver cómo éste se hace cargo del problema).
Dicho de
otra manera, en el caso de Chile, a diferencia de otros países, el
retorno a la democracia no supuso un proceso constituyente, de tal modo
que los partidos y sus dirigentes políticos progresivamente se fueron
adaptando al orden constitucional heredado de la dictadura. De este
modo, como sostuve en 2016:
Asistimos en Chile, desde hace ya
varios años, al desfase o el distanciamiento que instaló la transición a
la democracia entre la política y la sociedad, que tomó forma en el
elitismo de la política así como en la prolongación en el tiempo de
núcleos fundamentales de la institucionalidad y la “legalidad” (o, más
precisamente, el “legalismo”) heredado de la dictadura. Este desfase
conlleva una suerte de monopolización de la política por parte de los
partidos políticos y el Estado y la despolitización del conjunto de la
sociedad. En la vida social despolitizada predomina el mercado con sus
diversos modos de acceso a los bienes de consumo, y una débil presencia
del Estado en los servicios públicos, la mayor parte de ellos
privatizados o externalizados. En este contexto, de la realización del sueño neoliberal,
es decir, de una democracia representativa pero sin participación
popular, se han producido reformas parciales de la Constitución así como
políticas públicas orientadas hacia los más pobres, pero, en términos
generales, éstas las definen, según sea el caso, los políticos
profesionales o los nuevos tecnócratas en el gobierno.
Pero, a
este conjunto de rasgos de la política chilena, de fuerte carácter
estatal o estatalista, se sumaron en los últimos años, a partir de fines
de 2014, los más diversos episodios de corrupción y cohecho. Estos
sucesos han comprometido transversalmente a los políticos chilenos y de
paso a la propia presidenta Bachelet, que vio enturbiada su carrera
política por actos de corrupción en su propia familia.
Si la
política chilena enfrentaba problemas de legitimidad como producto del
propio diseño institucional vigente, que favorecía su distanciamiento de
la sociedad, la corrupción vino a ser “la guinda de la torta”, es
decir, la política, como dice el tango “cuesta abajo en la rodada”,
ingresó a su más radical desprestigio.
b) La actual coyuntura electoral y la elección de Piñera.
En este contexto de desprestigio de la política chilena en el Estado,
se produjo la campaña y elección presidencial de 2017, que hay que
analizar en dos actos, el de la primera y la segunda vuelta.
Primer acto:
La mayor novedad en la primera vuelta no fue ni Piñera ni Guillier, sino que Beatriz Sánchez y el Frente Amplio.
Este grupo se fundó en el curso de este mismo año electoral y dio la
sorpresa. Nació de la alianza de los nuevos grupos políticos
estudiantiles que surgieron como producto del movimiento estudiantil de
2011, en especial Revolución Democrática liderada por Giorgio Jackson y
el Partido Autonomista, liderado por Gabriel Boric (éste último,
escindido del grupo de los Autónomos, que nacieron en la Universidad de
Chile). A estos dos grupos – RD y Autonomistas- se sumaron otro conjunto
de grupos más pequeños, unos más antiguos y otros más nuevos,
Humanistas, Ecologistas, Nueva Izquierda y Libertarios.
El
Frente Amplio representó dos novedades, en primer lugar, una postura
política crítica respecto del oficialismo de centro izquierda (la ex
Concertación, ahora la moribunda Nueva Mayoría) y con contenidos
específicos: Asamblea Constituyente; no más AFP (el sistema neoliberal
de pensiones chileno) y afirmación de derechos, entre los más
relevantes, y, en segundo lugar, rostros nuevos como candidatos al
parlamento y una candidata a la presidencia mujer, periodista y conocida
por su franqueza para nombrar los problemas sociales. El resultado fue
que Sánchez obtuvo el 20% de los sufragios (solo dos puntos menos que
Guillier que obtuvo, un 22%) y logró colocar 20 diputados y un senador
en el Congreso Nacional. Un triunfo inesperado que alteró todos los
guiones políticos precedentes, incluido el menor rendimiento de Piñera,
cuyos seguidores más optimistas pensaban que ganaría la elección en
primera vuelta.
La sorpresa del Frente Amplio aún es objeto de
diversas evaluaciones, pero es evidente que catalizó el descontento de
un importante sector de la población con las formas de la política
chilena. Un aire fresco se dejó respirar luego de la primera vuelta
presidencial, pero claro, Sánchez no pasaba al ballotage.
Me
parece que el triunfo del Frente Amplio es revelador de dos fenómenos y
tradiciones chilenas: Por una parte, el lugar simbólico relevante que
tiene en Chile la tradición y el rito electoral (los que votan lo hacen
con mucha convicción) y, por otra parte, el papel de los estudiantes y
los sectores medios ilustrados en la configuración de alternativas
políticas. Hay que admitir que ambos son datos importantes de la causa,
sin embargo, queda pendiente la pregunta por la capacidad de una
alternativa de esa naturaleza para arraigar y encarnarse entre los
sectores populares. Ese será el mayor desafío del Frente Amplio en los
años que vienen.
Otra novedad, bastante previsible, pero no
menos importante, de la primera vuelta, fue el bajo rendimiento
electoral de la Democracia Cristiana (DC), que con candidata propia,
Carolina Goic, alcanzó solo al 5,68% de los votos. La DC históricamente
estuvo al centro de grandes definiciones políticas de la segunda mitad
del siglo XX (reformista en los 60; golpista en los 70; y eje de la
transición en los 90). Ocupó el centro político por un largo período y
se fue vaciando de contenidos y su cúpula derechizando. Esta nueva
situación reforzará las disputas, tanto de la derecha como de la
izquierda por ocupar el espacio que deja la DC.
Finalmente,
desde la derecha, también hubo novedades, la primera fue que Piñera solo
alcanzó el 36% de los votos, cuando se esperaba que superara el 40%,
pero tanto más relevante fue la votación alcanzada por José Antonio
Kast, que alcanzó el 7,93 de los votos, representando a la derecha más
tradicional, pinochetista, puritana, y de modo muy importante, a
sectores de las Iglesias Evangélicas más conservadoras. Esta última, una
suerte de neo derecha que ha tenido un importante desarrollo en Brasil.
Segundo Acto:
El debate político que siguió a
la primera vuelta era cómo encarar el nuevo cuadro político. Ambos
candidatos, Piñera y Guillier debían remontar sus rendimientos,
revisando sus programas y ajustando las alianzas. Como se sabe Piñera
ganó la partida, modificando parcialmente y con una cuota de realismo
(oportunismo dirán algunos) su programa y muy especialmente unificando a
la derecha. Guillier fracasó en ambos frentes, no fue capaz de producir
cambios significativos en su programa ni tampoco de unificar a la
centro-izquierda. Solo convocar a una suerte de anti piñerismo.
Pero, hay más, Piñera logró hacer crecer la votación de la derecha en
varios puntos (de 2.416.054 en la primera vuelta pasó a 3.795.896 en la
segunda vuelta) y obtener un holgado triunfo sobre Guillier, por sobre
los 600 mil votos, alcanzando el 54% de la elección.
Gullier
también incrementó sus votos, pero a partir de un piso distinto (Piñera
obtuvo un 36% de los votos en la primera vuelta y Guillier sólo un 22%).
Alcanzó 3.160.225 votos, lo que le valió el 45.43 de los votos. O sea, 9
puntos por debajo de Piñera.
La noche del domingo la derecha
celebró su triunfo y cientos de autos con banderas chilenas se
desplazaron por el barrio alto de Santiago, haciendo sonar sus bocinas
Pero, con todo, como ya adelantamos, la suma de ambos candidatos solo
convocó al 48% del electorado, o sea, el 52% de los electores no
concurrió a votar.
c) Un nuevo gobierno de la derecha
El triunfo de la derecha por segunda vez en menos de 10 años, ha
provocado un gran impacto, como ya adelantamos, mediático y subjetivo.
El primero no debiera sorprendernos demasiado en un país donde la
derecha controla prácticamente el conjunto de los medios escritos,
radiales y de la televisión. Dos o tres semanarios, un par de radios y
una red relativamente débil de radios comunitarias es todo lo que se
opone en el campo de los medios al control de la derecha neoliberal.
El impacto subjetivo es más complejo, al menos por dos razones, la
primera es la percepción de la hegemonía neoliberal, en el sentido que
ya no votan por la derecha solo o principalmente los sectores altos de
la sociedad, sino que importantes segmentos de la clase media y de los
sectores populares. La segunda, es que evidentemente el retorno de la
derecha al gobierno puede significar un freno y un estancamiento al
tibio o entrabado proceso de reformas iniciado por Bachelet. Este punto
es relevante, ya que a diferencia de Argentina o Brasil, donde se ha
fortalecido la derecha, ésta necesita hacer reformas en el campo
laboral, la previsión social, la reducción del aparato de Estado,
mayores facilidades a la inversión extranjera o nuevas privatizaciones,
que en Chile no es necesario hacer ya que el recetario neoliberal se ha
aplicado prácticamente en plenitud, desde hace ya varios años (las
llamadas “modernizaciones” que se hicieron en dictadura, desde fines de
los años setenta y respecto de las cuales la Concertación de Partidos
por la Democracia, en la transición, generó fuertes tendencias
“adaptativas”).
El impacto subjetivo del nuevo triunfo de la
derecha para los sectores “progresistas” es en realidad, la comprobación
-una vez más- de que el país fue transformado por la dictadura y la
derecha, y que la coalición de centro-izquierda, que organizó y condujo
la transición a la democracia se ha mostrado débil y relativamente
agotada para hacer frente a la derecha política. En rigor, habría que
agregar, como balance crítico, que la centro-izquierda ha perdido
capacidades – que no las tuvo en abundancia- para sostener un horizonte
sustantivo de democratización de la sociedad chilena, capaz de sumar
“mayorías electorales”. La lectura estrictamente política -politicista
diría yo, que escuchamos en estos días- será ver cómo asegurar la unidad
de la centro-izquierda, aunque no sea muy claro todavía con qué
propósitos.
d) Los cambios en la sociedad y sus relaciones con la política
- Los cambios en la sociedad
Los cambios en la sociedad, en el caso de Chile, han sido profundos y
radicales en el sentido del capitalismo neoliberal y la re
funcionalización del Estado. Cambios refundacionales que se iniciaron en
dictadura y que se extendieron y profundizaron en democracia, a partir
de los años noventa.
Los cambios en el modelo de desarrollo
modificaron al conjunto del cuerpo social, en particular por efectos de
la desindustrialización y la reducción de las funciones y del tamaño del
Estado. La contraparte de estos cambios fueron la mayor inversión y
expansión de la minería, la agroindustria, la pesca y las forestales en
el campo de la producción y la expansión del sector servicios,
especialmente el retail. Pero también la privatización y
mercantilización de la salud, la educación y la vivienda. Estos cambios
en la economía tomaron forma social desarticulando viejos actores e
instituciones como el sindicalismo obrero, los trabajadores públicos,
las universidades, los medios de comunicación, y por supuesto, los
partidos políticos. Analizar estos cambios -lo que se comenzó a hacer en
los años 80- es fundamental para entender la sociedad de hoy y terminar
de comprender algunas ilusiones que acompañaron los inicios de la
transición. Por ejemplo, el sindicalismo ya no podía ser el histórico y
tampoco lo sería la CUT; los partidos si bien mantenían sus nombres ya
no eran los mismos que en el pasado y no solo en cuanto a su capacidad
de representación de “lo social” sino que en sus propios contenidos
ideológicos, de los que se fueron vaciando en el mismo proceso de
transición a la democracia. Y se puede hacer el listado de las viejas
instituciones públicas y republicanas e inventariar el cambio que cada
una de ellas sufrió.
Desde el punto de vista de las relaciones
entre la política y la sociedad, el mayor cambio es que se alteró y se
quebró la relación de “representación” que ejercían los partidos
políticos con los diversos grupos y organizaciones sociales, y los
propios partidos, articulados e instalados en el Estado y sus
instituciones, fueron renunciando a jugar este papel a no ser como
práctica electoral, de control social o de franca clientilización de
algunos sectores medios y populares.
- Los cambios sociales: la expansión del mercado y las expectativas de consumo
Pero, no solo cambió la sociedad en cuanto a su conformación, sino que
también se modificaron las más diversas prácticas de conducta cuando el
mercado alcanzó y comprometió al conjunto de la sociedad. Parafraseando a
Marx, “cuando la ideología de la clase dominante se hizo ideología
dominante de la sociedad”.
En la etapa de la dictadura, en que
se realizaron los mayores “ajustes económicos”, acompañados de la
exclusión y la represión de los sectores populares y de la izquierda,
los contenidos valóricos e ideológicos del neoliberalismo encontraron
fuerte oposición en la Iglesia, los partidos y las organizaciones
populares, los que en conjunto articularon la mayor oposición a la
dictadura. Cuando se recuperó la democracia, paradojalmente, la política
se vació progresivamente de contenidos, la Iglesia Católica involucionó
a las posiciones conservadoras promovidas por Juan Pablo II, se
debilitaron las organizaciones populares y los líderes de la
Concertación se adaptaron al modelo neoliberal. [3] En este
nuevo contexto, el mercado encontró el camino abierto para expandir el
consumo mediante una rápida modernización del sistema financiero y las
tarjetas de crédito inundaron la sociedad para dar lugar a un nuevo tipo
de ciudadano, el que Tomás Moulián definió como “ciudadano credicard”
Por cierto, hay que admitir que este no fue un fenómeno puramente
local, en rigor fue el mayor impacto de la globalización que “derribó
murallas chinas”, e hizo, a partir de la revolución tecnológica, de la tarjeta de crédito y del celular,
los dos principales íconos del nuevo mundo capitalista. La expansión
del crédito realizó su propio milagro: favorecer el desarrollo de
“sociedades de consumo” a las otrora sociedades periféricas, al precio
de favorecer la desigualdad, pero con altos niveles de inclusión o al
menos abriendo expectativas de inclusión. O, dicho de otra manera, que
importantes sectores del mundo popular –ahora convertidos simbólicamente
en clase media- pudieran soñar o acceder a mejores condiciones de vida,
ser propietarios de una vivienda, comprar un automóvil y hacer un viaje
de vacaciones, algunos dentro y otros fuera del país.
Chile en el camino de ser una sociedad de consumo sui generis,
es el mayor logro del neoliberalismo en el cono sur de América Latina,
prácticamente un modelo para la región, lo que por cierto tiene
importantes consecuencias políticas. Formulado de manera un poco
esquemática, se podría decir, que en el contexto de una “sociedad de
consumo” (aunque, reiteramos, sui generis, habida cuenta de su
desigualdad y el acceso segmentado a los servicios públicos de salud,
vivienda y educación) la mayoría de la población aspira a acceder a
nuevos bienes y juzga a la política en su capacidad para favorecer la
expansión del mercado y el bienestar que éste les provoca. La política
debe ser capaz de acompañar los sueños y las ilusiones del consumo y el
bienestar. Y, en este contexto, si se puede prescindir de la política,
mejor aún.
Los componentes individualistas, competitivos, de
emprendimiento y de naturalización del orden de la ideología neoliberal
como contraparte valórica y de sentidos del capitalismo actual cuenta a
su favor con la capacidad fáustica de operar sobre el imaginario del
deseo, que la tecnología digital atiende y expande. En este contexto,
muchas de las formas de acción y de medidas políticas de carácter
colectivo son asociadas al socialismo y al igualitarismo como formas de
estancamiento e inestabilidad. Venezuela, que fue asociado a la campaña
electoral última como “Chilezuela” es muy expresivo de esta construcción
ideológica.
El deseo de bienestar individual (y familiar se
suele también indicar) puede perfectamente prescindir de la política o
interesarse en ella –especialmente en coyunturas electorales- sólo si
refuerza las expectativas de estabilidad y mayor bienestar futuro. En
este caso, importantes sectores de la población, transversalmente, votan
por la derecha. Macri en Argentina y Piñera en Chile son buenos
ejemplos de estas conductas.
- La pérdida de centralidad de “lo popular” en la política
Así como se han sucedido cambios económicos, sociales y políticos,
también se han verificado cambios muy importantes en la cultura
política, especialmente en el campo del denominado “progresismo” (o la
centro-izquierda). Uno de estos cambios es la disolución de lo popular
como categoría política. El pueblo se volvió innombrable, ya en los
inicios de la transición en los noventa y comenzó a ser denominado como
“la gente”, un concepto difuso, indeterminado, que no nombra nada, pero
que sí niega lo popular, una categoría con mucha carga conflictiva, que
los nuevos consensos obligaban a dejar de utilizar.
En rigor,
históricamente lo popular en Chile estuvo siempre vinculado a una noción
de clase o de movimientos sociales de raíz popular. Dejar de nombrar lo
popular era dejar de nombrar a los obreros y el sindicalismo; a los
pobladores y sus organizaciones de base; a los jóvenes y las mujeres del
pueblo; a los campesinos e incluso a los estudiantes. Los mapuche
fueron una excepción, en parte, producto de las erráticas política
estatales y en parte muy importante, por el temprano protagonismo que
adquirieron en sus luchas, a fines de los años noventa.
Sin
embargo, el problema es tanto más complejo, si se tiene en cuenta los
cambios que efectivamente han vivido los sectores populares en las
últimas décadas. Entre estos cambios, hay dos que me parecen
fundamentales. Por una parte, la debilidad endémica del movimiento
obrero, sometido a una legislación laboral que le impide constituirse en
un actor social relevante (la tasa de sindicalización fluctúa entre el
10 y el 12% de los trabajadores y solo una parte de ellos negocia
colectivamente), amén de la existencia de Centrales sindicales paralelas
y en algunos casos, bajo fuerte y burocrático control partidario. Por
otra parte, el debilitamiento y repliegue de las organizaciones
poblacionales, frente a dos procesos convergentes, la mayor inclusión en
el consumo por vías formales para algunos (el trabajo en sus diversas
variantes) e informales para otros (el narcotráfico y la delincuencia).
Dicho de otra manera, el “pueblo” fue disuelto lingüísticamente como
categoría política y, por otra parte, se debilitó como realidad
sociológica y actor socio político.
Aun así, han venido
emergiendo nuevos movimientos sociales, especialmente entre los jóvenes,
como el movimiento estudiantil de 2011 (y aún antes) y una diversidad
de iniciativas de asociación feministas, ecologistas, educativas (dentro
y fuera de la escuela) y de refuerzo de la cultura y la identidad
popular. El pueblo mapuche, por su parte, ha generado sus propias
dinámicas culturales y políticas, las que a pesar de su distancia
geográfica (al sur del Bio Bio) representa hoy el movimiento social de
mayores alcances, fuerza cultural y persistencia en el tiempo.
- La agónica “Nueva Mayoría”
La contracara del triunfo de la derecha en la reciente elección es por
cierto la derrota de la centro-izquierda. Para muchos “la crónica de una
muerte anunciada” teniendo en cuenta la débil administración de
Bachelet, la que se explica por razones muy diversas: a) Una alianza
internamente fracturada, especialmente por la derechización de la
Democracia Cristiana y sus disputas simbólicas con los comunistas y con
el propio programa de gobierno; b) Una promesa de reformas fundamentales
(tributaria, educacional y constitucional) que hicieron visibles una
cierta precariedad técnica, pero sobre todo, que avanzaron a medias
buscando permanentemente el acuerdo con la derecha; c) Una dificultad
estructural del gobierno para establecer puentes, diálogos o el apoyo de
los movimientos sociales; d) los episodios de corrupción que
comprometieron al conjunto de la clase política, incluidas figuras de la
Nueva Mayoría y el propio círculo más cercano a la presidenta; e) Una
coyuntura económica mundial desfavorable para el precio del cobre.
Desde una perspectiva histórica más crítica, habría que admitir que la
constitución de la “Nueva Mayoría” (la alianza con que ha gobernado
Bachelet) nació como producto del debilitamiento de la otrora
Concertación de Partidos por la Democracia, que condujo la transición a
la democracia. Es decir, el proyecto concertacionista ya había mostrado
sus límites al iniciarse el siglo XXI. La Nueva Mayoría, bajo el
liderazgo indiscutido de Bachelet, quiso ser un nuevo aire para la
centro-izquierda, tomando muchas de las banderas del movimiento
estudiantil y de los movimientos sociales. Ello explica, en buena
medida, el énfasis en las reformas, pero paradojalmente, la Nueva
Mayoría siguió el mismo patrón de conducta de la Concertación “gobernar
sin la sociedad”, “gobernar sin los movimientos sociales”.
En
suma, y tal vez este sea el problema fundamental que la Nueva Mayoría no
resolvió: En una sociedad transformada en un sentido neoliberal y con
formas políticas elitistas y separadas de la sociedad y de los
movimientos sociales, lo más probable es que se impongan los criterios
de la derecha y gobierne la derecha. Las conductas adaptativas de la
Concertación y la Nueva Mayoría con el modelo de desarrollo neoliberal y
con la Constitución Política heredada de la dictadura no hacen sino
“cavar su propia tumba”.
- Los movimientos sociales, balance y desafíos
La cuestión de los movimientos sociales, en el actual contexto político
adquiere una enorme importancia y actualidad, en el sentido que son un
camino que puede permitir recrear las formas y los contenidos de la
política desde las dinámicas de la propia sociedad. Ello implica, pensar
la política desde otro lugar, desde el campo y las prácticas de los
actores sociales, especialmente populares. Se puede admitir la idea de
la “autonomía relativa” de la política, pero lo que no se puede sostener
es la escisión de la política con la sociedad.
Se trata por
cierto, de un asunto complejo, por cuanto, al menos en Chile, los
movimientos sociales, en los últimos años se han desarrollado con
fuertes sentidos anti-estatales, con ciertas tendencias al
encapsulamiento, y con enormes dificultades para generar articulaciones
permanentes entre sí.
Pero, antes de enfrentar las dificultades
de los movimientos sociales, es necesario llamar la atención sobre su
valor estratégico. Existe una enorme literatura académica relativa a los
movimientos sociales y diversos enfoques y miradas sobre lo que ellos
representan, sin embargo me parece necesario marcar al menos dos o tres
observaciones generales sobre los movimientos sociales:
1) Los
movimientos sociales constituyen “sistemas de acción”, en el sentido de
que sus estructuras “son construidas por objetivos, creencias,
decisiones e intercambios” que operan en un campo sistémico. Una acción
colectiva, “no puede ser explicada sin tomar en cuenta cómo son
movilizados los recursos internos y externos, cómo las estructuras
organizativas son erigidas y mantenidas, cómo las funciones de liderazgo
son garantizadas. Lo que empíricamente se denomina un “movimientos
social” es un sistema de acción que conecta orientaciones y propósitos
plurales”. [4]
2) Los movimientos sociales, en muchas
sociedades, representan los “otros modos” de hacer política de los
pueblos en contextos estatales e institucionales que no generan ni los
mecanismos ni los campos que hacen posible la interacción democrática
entre el Estado y la sociedad.
3) Los movimientos sociales son
“profetas de su tiempo”, en el sentido que instalan temáticas que
circulan y se articulan comunitariamente en las bases mismas de la
sociedad y, que en algún momento el Estado debe tomar en cuenta y
procesar.
Los movimientos sociales, tanto en su conformación,
desarrollo y horizontes de cambios social adquieren un carácter
estratégico en cuanto a las posibilidades que abren para recrear la
política, en un sentido anti-neoliberal. Se trata de un problema
estratégico, en el sentido que la derrota de la centro-izquierda frente a
la derecha es expresivo de una crisis de alternativas –más aún de
proyecto alternativo- al neoliberalismo.
Sin embargo, los
movimientos sociales operan en temporalidades distintas al de la
política estatal. Sus tiempos y estrategias se definen no solo frente al
Estado –como demanda- sino que frente a sí mismos en cuanto a sus
capacidades de producir cambio social por sí mismos y para sí mismos.
Este es su mayor potencial
Las temporalidades de los
movimientos sociales son diversas a la de los partidos políticos que se
organizan en función de los tiempos y las coyunturas electorales, ya que
para los movimientos sociales el sentido de su acción se estructura a
partir de “campos de conflicto”, luchas específicas en esos campos (la
explotación, el género, la etnia, el medio ambiente, los derechos
sociales, etc.) a partir y con relación a entramados comunitarios que
hacen posible la acción colectiva. [5] La temporalidad de los
movimientos sociales, se podría también agregar, evoluciona
episódicamente, permanece en estado de latencia, adquiere alta
visibilidad pública dependiendo de sus logros y los obstáculos que
encuentran en el camino (piénsese en las diversas etapas de la historia
del movimiento obrero, o las diversas oleadas feministas, la
persistencia ancestral de las luchas del pueblo mapuche, o la emergencia
más reciente del ecologismo).
Por otra parte, hay que admitir
que los movimientos sociales no operan solo en otras temporalidades,
sino que también sus largos caminos, pueden ser interrumpidos, mediante
la cooptación, soluciones temporales a sus demandas (por ejemplo, el
caso del movimiento chilote en el sur cuando creció la marea roja); la
asimilación de sus líderes al sistema políticos (el caso de algunos
dirigentes del movimiento estudiantil el 2006; o el diputado Fuentes de
Aysén); o desanimadas sus bases cuando sus movilizaciones no logran
producir reformas de cara a la impermeablidad y rigidez del sistema
político.
Pero, hay todavía una dificultad mayor: los
movimientos sociales necesitan hacer un largo camino de aprendizaje con
relación a su propia autonomía, particularmente en una sociedad como la
chilena, donde la lógica de la representación de lo social ha tendido a
ser monopolizada por los partidos políticos. Se requiere de un gran
cambio en la cultura política chilena, para hacer convivir a los
partidos con los movimientos sociales, lo que debiera abrir las
posibilidades de profundizar y enriquecer la democracia. La izquierda
histórica –vanguardista o parlamentaristas- no está muy preparada para
dar este paso, ya que en ambos casos, se auto asigna el papel monopólico
de la representación sino del “sentido” de la propia historia (algo
parecido ha ocurrido más de una vez con muchos intelectuales en América
Latina).
En este contexto, no hay que descartar que los
partidos y la clase política, habituados a su auto reproducción tiendan a
buscar resolver endógenamente los problemas de legitimidad de la
política chilena, sin escuchar ni procesar las experiencias y las voces
de la propia sociedad. En tal caso, las tendencias que hemos enunciado
se pueden reproducir largamente, ya que como alguna vez me indicó un
amigo, el sociólogo cubano Fernando Martínez: “reproducir el orden es lo
normal, cambiar es lo excepcional”
Finalmente, habría que
decir, que la diferencia entre la derecha y los sectores progresistas es
que mientras la primera cuenta a su favor con el “orden sistémico” (la
economía, la estructuración del Estado, los medios de comunicación, las
Iglesias tradicionales, la escuela y la producción conservadora del
saber, el sentido común, etc.), la izquierda o los denominados sectores
progresistas, para ser tales, están obligados a escuchar a la sociedad
para estimular o acompañar los cambio en favor de la justicia, la
igualdad, la solidaridad, la participación y la soberanía popular, como
fundamentos de la política. De no hacerlo, los sectores denominados
progresista o la izquierda en un sentido más amplio, tienden a ser
asimilados y funcionalizados por el sistema o se condenan a permanecer
aislados en su vanguardismo e iluminismo.
Mario Garcés D. es Historiador y Director de ECO, Educación y Comunicaciones (Chile)
[1] Carlos Huneus. La democracia semi soberana. Chile después de Pinochet. Taurus, Santiago, 2014
[2] Agradezco estas precisiones y el concepto de “democracia autonegada” a mi amigo, el sociólogo Hugo Villela.
[3]
La mayor adaptación de la Concertación al modelo neoliberal se produjo
en una coyuntura económica favorable para Chile, ya que la restauración
democrática favoreció la inversión extranjera, espacialmente en la
minería y el PIB creció de modo sostenido en los años noventa. Cuidar
los indicadores macroeconómicos se transformó entonces en un nuevo culto
de los políticos y economistas chilenos.
[4] Alberto Melucci. Acción colectiva, vida cotidiana y democracia. México, 1999.
[5] Entre otros autores que han contribuido a la reflexión, sobre los movimientos sociales se pueden consultar Alberto Melucci, Acción colectiva, vida cotidiana y democracia. México, 1999 y Raquel Gutiérrez, Horizontes comunitario-populares. Producción de lo común más allá de las políticas estado-céntricas. Ediciones Traficantes de sueños. Madrid, 2017.
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