Chile, octubre 2019
Pletórico, nos dice Cristóbal León Campos que “La
rebeldía que recorre Nuestra América dignifica el sentido pleno del
sueño unitario e integrador de los próceres fundadores de las naciones
hoy en disputa, los tiempos esperanzadores vuelven con la brisa
enfurecida que derriba la injuria pedante del opresor, las cordilleras
ven pasar a sus pueblos enardecidos de orgullo y valentía dirigiéndose a
los centros del desprecio para tender la mano incluso a quienes por
siglos los ignoraron, pueblos originarios, mestizos, campesinos,
obreros, mujeres y hombres, proletarios todos en el sentido emancipador,
Nuestra América despierta y entre piedras y palos clama por su
liberación. Tiemblan los poderes sostenidos por las capillas y
capellanes de la explotación, caen las rejas, muros y ballestas, en su
lugar nacerán las flores primaverales que tanto cantara Pablo Neruda,
pues nos han robado todo menos la dignidad”.
¡Qué
lindo si fuera cierto todo esto! ¿Realmente está despertando la
población latinoamericana? ¿Efectivamente tiemblan los poderes? Sin el
más mínimo ánimo de ser agorero o aguafiestas, y justamente porque
seguimos teniendo inquebrantables esperanzas, es que debemos analizar
muy en detalle, con actitud crítica, lo que está pasando alrededor del
mundo en este momento.
Pareciera
que arde el planeta. Por distintos puntos se suceden protestas
populares espontáneas muy masivas que constituyen una verdadera afrenta a
los poderes constituidos.
En
Líbano, el aumento en las tarifas de las redes sociales detonó masivas
protestas que hicieron tambalear al gobierno del Primer Ministro Saad
Hariri, quien tuvo que retractarse de la medida. En Egipto, miles y
miles de manifestantes autoconvocados a través de redes sociales
salieron a protestar en varias ciudades (El Cairo, Suez, Alejandría,
Daimeta) contra el presidente Abdelfatá al Sisi, acusado de severos
actos de corrupción. Pese a que las protestas están oficialmente
prohibidas desde 2013, la población salió en forma masiva a las calles,
desafiando la represión policial. La respuesta del gobierno fue la
represión.
En Ecuador
masivas concentraciones de los pueblos originarios pusieron en jaque al
gobierno del neoliberal y traidor Lenín Moreno quien, luego de una
furiosa represión, tuvo que dar marcha atrás en medidas de ajuste fiscal
impuestas por el Fondo Monetario Internacional. En Chile, el aumento
del boleto del metro desató enormes protestas, iniciadas por el
movimiento estudiantil en principio, al que se le sumó luego masivamente
la población, las cuales hicieron retroceder al presidente Sebastián
Piñera, quien luego de reprimir salvajemente pidió perdón,
comprometiéndose a implementar medidas de protección social,
reconociendo la precariedad de muy buena parte de la población chilena,
más allá del preconizado “milagro económico” del país que fuera primer
laboratorio de ensayo de los planes neoliberales.
En
Cataluña, España, el juicio condenatorio llevado adelante por Madrid a
los líderes independentistas catalanes que propiciaron el referéndum
separatista de 2017, produjo masivas concentraciones que confluyeron en
Barcelona, exigiendo la libertad de los procesados y, una vez más, la
proclamación de la República Catalana, independizándose del católico
reino borbónico español.
En
Honduras, uno de los países más pobres y corruptos del continente
americano, la población sigue protestando masivamente por el ilegal
gobierno de Juan Orlando Hernández, neoliberal y represor, llegado a la
presidencia por medio de un escandaloso fraude electoral. En las últimas
semanas, en consonancia con estas protestas que están dando vueltas por
todo el mundo, las manifestaciones populares arreciaron, así como la
represión gubernamental. En Haití, país igualmente empobrecido y
olvidado, gigantescas manifestaciones exigen la renuncia del presidente
Jovenel Moïse, acusado de corrupción, y quien mantiene firmemente
medidas de ajuste neoliberal que empobrecen aún más a una población
históricamente diezmada. La represión policial es la única respuesta por
parte del Estado.
En
Francia, algunos meses atrás, una población empobrecida por medidas
neoliberales que recortaron drásticamente beneficios sociales, salió a
las calles propiciando una poderosa ola de protestas espontáneas. Como
“chalecos amarillos” se les conoció. Aquí, como en cualquier país mal
llamado “periférico”, del Sur del mundo, la policía reprimió sin
miramientos. El presidente Emmanuel Macron, empujado por esa ola de
protestas, debió cancelar entonces los anunciados aumentos a los
combustibles.
Las
poblaciones, diezmadas hasta la médula por los planes neoliberales
vigentes (capitalismo rapaz sin anestesia, que recorta cuanto colchón de
amortiguación pueda haber existido), sale a manifestar en una mezcla de
protesta ante el empobrecimiento creciente que traen esas políticas y
la corrupción rampante de la casta política, que se da por igual en
todas partes del globo, siempre de espaldas a los pueblos, trabajando
para los grandes capitales.
En
Argentina, que años atrás también vivió estas masivas respuestas
espontáneas cuando en diciembre de 2001 en dos semanas expulsó a cinco
presidentes, volvió a protestar, ahora desde las urnas. Con un masivo
“no” evidenció su repudio en las recientes elecciones a las medidas de
ajuste estructural impuestas por el presidente Mauricio Macri, siguiendo
las recetas marcadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial.
Se podría decir
que también en Guatemala, en el año 2015, más allá de manipulaciones que
pueda haber habido por parte de la injerencia estadounidense, la
población, hastiada de la corrupción gubernamental, manifestó
masivamente, sirviendo esas protestas para expulsar del gobierno al
binomio Otto Pérez Molina-Roxana Baldetti, acusados de groseros delitos
en el ejercicio del poder.
No
hay dudas que existen climas masivos contagiosos. No confundir eso con
“modas”. Pero llámense como sea, es evidente que se dan tendencias que
arrastran, que son imitadas, que son seguidas por las grandes mayorías.
He ahí principios de la Psicología de las masas, que actúan más allá de
voluntades individuales (por eso son masas, justamente). Esos climas
crean atmósferas sociales, culturales, políticas. En las décadas de los
60 y 70 del siglo pasado, por ejemplo, el mundo vivía una cierta euforia
de cambio, actitudes contestatarias, una rebeldía generalizada
(movimiento hippie llamando al no consumo, movimientos pacifistas
intentando desarticular la Guerra de Vietnam, guerrillas de orientación
marxista, liberación femenina, Mayo Francés de 1968 como ícono del
cambio, mística guevarista, grandes movimientos de liberación nacional
en África y Asia, Teología de la Liberación con su opción preferencial
por los pobres). Hoy, ese clima se ha tornado (o lo han tornado los
poderes dominantes) mucho más conservador, de derecha, reaccionario.
Lacras como el racismo y la segregación étnica vuelven a tomar impulso
extendidamente. ¿Por qué, si no, la gente votaría por candidatos
neofascistas como Bolsonaro, Macri, Trump, Piñera, los neonazis en
Europa y toda una pléyade de hiper conservadores?
Efectivamente,
las masas comportan una psicología colectiva muy particular: se
contagian las tendencias. En esa lógica, en esa perspectiva podría
decirse que estos últimos meses marcan un movimiento reactivo
anti-sistémico sin parangón. O, en sentido estricto, más que
anti-sistémico, anti-consecuencias espantosas de ese sistema llevado al
límite por las políticas fondomonetaristas. Por los cuatro puntos
cardinales del globo explotan protestas masivas. Todas tienen algo en
común: es la reacción visceral de la gente ante situaciones agobiantes
en términos socio-económicos. Hay algo en las distintas poblaciones del
mundo (en Medio Oriente, en Europa, en Latinoamérica) que las une:
sentirse indignadas, sentirse burladas y expoliadas. Y en todos lados,
también, la respuesta gubernamental es la misma: represión brutal.
En
ese contexto deben diferenciarse y no confundirse otros movimientos,
como las actuales protestas en Bolivia, o en Hong Kong. Estas dos
recuerdan, en todo caso, lo que se llamaron algunos años atrás
“revoluciones de colores”: movimientos supuestamente espontáneos,
manipulados en realidad por la agenda hegemónica de Washington para
quitar de en medio gobiernos que no son de su conveniencia: revolución
de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de
los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia,
revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de
los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes
democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o
las “Damas de blanco” en Cuba. Esas no son reacciones populares
viscerales: son afinados mecanismos de “ingeniería social”, con agendas
claramente estipuladas.
La
ola de reacciones que se está dando en estos momentos, en realidad no
tiene agenda previa. Es, en el más cabal sentido de la palabra, una
expresión espontánea de la furia popular. Empobrecidas como están,
engañadas, manipuladas, las poblaciones reaccionan visceralmente. No es
cierto, en absoluto, que tras las protestas en Latinoamérica haya una conspiración
“castro-comunista bolivariana”, como un trasnochado discurso de derecha
(¿rémora de la Guerra Fría?) pretende enviar. Hay hambre, bronca,
frustración, profundo malestar; hay desencanto y desilusión. Es por eso
que la gente, enardecida, manifiesta, aún a riesgo de su vida. Quizá sin
ideología política clara (los “chalecos amarillos” de Francia se
autonombraban “apolíticos”), pero como expresión veraz de un estado de
desesperación real.
A
partir de estas rebeliones, estas espontáneas insurrecciones, muchos ven
un período revolucionario que se abre. Las transformaciones, de esa
cuenta, estarían esperando a la vuelta de la esquina. Pero, como se dijo
al principio del texto luego de la esperanzadora, y quizá bastante
romántica, cita con que abrimos, ¿será cierto que los poderes tiemblan y
estamos ante del despertar revolucionario de los pueblos?
Más
allá de las esperanzas (¡que nunca hay que perder!), el análisis de la
situación debe ser crítico, realista, utilizando instrumentos
pertinentes y no solo la pasión (“Actuar con el pesimismo de la razón y con el optimismo del corazón”,
pedía Antonio Gramsci). No cabe dudas que las poblaciones, en todas
partes, han sido severamente dañadas con las políticas neoliberales. En
realidad, ese es el plan trazado por los grandes poderes globales: no
solo volver más ricos a los ya ricos sino, quizá básicamente,
desarticular la protesta social. Para eso se pergeñó lo que ahora
llamamos “neoliberalismo”.
¿Qué
sigue después de estas protestas? Lamentablemente, estos años de hiper
derechización que vivimos, con ajustes estructurales que diezmaron los
Estados nacionales y con un tremendo estancamiento en la organización
popular, marcan una falta de proyecto político en las izquierdas que se
evidencia justo ahora. No se puede decir que los pueblos son
conservadores, aunque hayan elegido con voto popular a los gobiernos
contra los que ahora se enfrentan e intentan defenestrar. Los pueblos,
como siempre, son manipulados y engañados (¿por qué, si no, votarían por
sus propios verdugos?). Ello muestra que esta democracia formal en
absoluto confiere poder real a la gente que emite un sufragio; eso es
una vil mentira, muy bien montada.
Estas
explosiones populares no parecieran desembocar en cambios reales, en
transformaciones profundas en la sociedad. En Ecuador, años atrás los
movimientos indígenas y populares, a través de masivas protestas,
quitaron del poder a tres presidentes (Bucaram, Gutiérrez y Mahuad), así
como la Primavera Árabe abrió una enorme esperanza. Pero ahí quedaron.
Los planes neoliberales, contrario a lo que cierto exitismo proclama, no
están muertos. Lamentablemente: ¡no están muertos! Ante la protesta se
saben readecuar, quizá con incumplibles promesas de politiquero, pero no
perdamos de vista en el análisis que ningún presidente (Piñera en
Chile, Moreno en Ecuador, Hernández en Honduras, Hariri en Líbano, al
Sisi en Egipto, Macron en Francia) ha renunciado luego de estas
puebladas. Y las condiciones de vida no se modificaron en lo sustancial,
más allá de esas promesas circunstanciales. Se lograron cosas
importantes, por supuesto: los correspondientes “paquetazos” o aumentos
programados se debieron suspender. Pero las deudas externas no se
condonaron, las condiciones laborales de super explotación no cambiaron,
y la represión -como se acaba de ver- siguió lista para operar con
brutalidad cuando es necesario.
Todo
ello permite sacar al menos dos conclusiones: 1) sin la fuerza
volcánica de la población en la calle no puede haber ningún cambio real
en las dinámicas socio-políticas. Y 2) es imprescindible contar con una
dirección para la lucha, llámese partido, vanguardia, organización o
como sea. Eso no constituye, como algunos malintencionadamente opinan,
un grupo de “iluminados”. Son, simplemente, una guía para la acción.
Pero, ¿qué es en definitiva sino eso un partido revolucionario? Sucede
que hoy, luego de los terribles golpes que la derecha infringió al campo
popular en estas últimas décadas, no hay partidos de izquierda
sólidamente constituidos que estén a la altura de estas puebladas. Lo
que siguió a todas estas rebeliones espontáneas lo deja ver. ¿Habrá que
constituirlos entonces?
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