Julián Andrade
Cuando mis abuelos
llegaron al puerto de Veracruz, hace unos 80 años, obtuvieron dos
regalos: salvaron su vida, porque en España la habrían perdido, y
ganaron una nueva patria.
De ese tamaño fue la generosidad del entonces presidente Lázaro
Cárdenas y así la intensidad con la que los miles de refugiados
españoles respondieron a ese gesto y visión, comprometiéndose en las más
diversas tareas: académicas, empresariales y científicas.
Mi abuelo, Joaquín Jardí, como mayor jefe de propaganda en el cuartel
general del Ejército del Ebro, cruzó los Pirineos Orientales en febrero
de 1939 con una maleta y un salvoconducto firmado por el presidente del
consejo y ministro de Defensa de España de un gobierno que tenía ya las
horas contadas, pero que se esforzaría, hasta el último momento, para
lograr la evacuación de miles de españoles que nunca regresarían a su
tierra.
Llegar a México significó un largo peregrinar y con una estancia dura
en el campo de concentración de Argelès-sur-mer en Francia.
Ser exiliado es una condición difícil, porque no sólo se pierde la
patria, sino además se batalla con la culpa permanente y la duda de si
valió la pena perder todo.
Pero ese tipo de situaciones no se eligen y llegan con fuerza y sin
apelación posible. Sin embargo, siempre hay esperanza y en ella juegan
un papel importante quienes son capaces de cobijar y dar refugio, aunque
las ideas no sean las mismas e incluso ni se les parezcan.
Muchas son las resistencias que se enfrentan, porque la unanimidad es imposible.
El caso de Evo Morales, el ex presidente de Bolivia, es similar,
porque tuvo que salir de su país por motivos políticos y porque su
integridad y su vida estaban en riesgo.
Sin duda cometió errores y del tamaño de perder el poder, porque en
política no se puede fintar y siempre hay muchas cosas en la balanza.
Desarmó toda la red institucional que pudo protegerlo y no evaluó la
animadversión anidada ya en amplias franjas de la población luego de 13
años en la presidencia.
A Evo Morales lo quitaron los militares luego de una revuelta civil
que ya era incontrolable. Nadie puede resistir, si no es a un costo muy
alto, la solicitud de dejar el cargo cuando la petición la hacen quienes
tienen la fuerza de las armas y ya no responden con lealtad a los
civiles.
La elección en la que Evo Morales resultó vencedor fue un desastre,
la autoridad electoral no era confiable para los adversarios y le faltó
olfato; él que es un político nato para entender que los días e incluso
las horas eran cruciales. Cuando cedió para llamar a otra contienda, ya
era tarde.
El gobierno mexicano tomó una decisión adecuada y, más aún, acorde
con una tradición de acogida que nos ha hecho mejores. No es un asunto
de simpatías, sino de una visión sobre el propio continente y sus
libertades. Con quien obtiene el asilo no se tiene que coincidir o
disentir, en tanto los motivos de salida de su país sean los que tienen
que ver con persecuciones de carácter político, religioso o incluso
étnico.
El exilio de Evo Morales, como el de tantos otros, es incierto, tanto
como la situación de su país y el camino con el que puedan procesar,
ojalá, el retorno a la democracia.
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