Eric Nepomuceno
La Jornada
En mis tiempos de
niño, me enseñaron que el año tiene 365 días y seis horas (excepto los
años bisiestos, que duran 366 días). Tardé mucho hasta entender ese
asunto de las seis horas, pero así es la vida, llena de cosas difíciles
de entender.
Bueno: 2014 no fue año bisiesto ni nada, pero en Brasil pareció durar
mucho más que 366 días. Es como si a cada día surgiese una mala
noticia, y 2015 no llegaba nunca. Lo peor es que no había ninguna razón
concreta para creer que ese 2015 que no llegaba sería mejor que 2014 que
no terminaba.
En 2014, el crecimiento del PIB brasileño rondaba el cero. Quizás un
poquito más o poco menos. Pero, en términos concretos, un crecimiento
cero. Con eso, las perspectivas para 2015 se hacían ácidas.
La inflación rondaba 6.5 por ciento, que para los parámetros locales
se consideraba mucho. Así, tuvimos un país cuya economía no creció nada y
su inflación un montón.
Es verdad que el desempleo se sitúaba en los niveles más bajos de la
historia, pero lo que la gente se preguntaba era hasta cuándo seguiría
así. No había ningún indicio concreto de que pudiera haber una inversión
de la curva de la fuerza laboral en activo, pero a veces –y esta fue
una – la sensación importaba más que los números.
A todo eso, no queda ninguna duda de que la errática política
económica del primer gobierno de Dilma Rousseff no resultó. La
de-terminación era buena y válida: priorizar, de manera absoluta la
inclusión social, las conquistas de los trabajadores, los empleos.
Ningunear al sacrosanto mercado, despreciar la avidez de los
monetaristas. Pasados cuatro años, el resultado fue contradictorio. Los
empleos fueron preservados, los programas sociales fortalecidos, pero
los índices económicos quedaron lejos de lo que se podría llamar zona de
tranquilidad. El año que parecía no terminar nunca llegó a su final con
una bolsa de valores desplomada, con la moneda devaluada y con
nubarrones pesados en el horizonte inmediato.
Las cuentas públicas fueron un desastre. En lugar del superávit
primario puesto como meta –para cubrir la deuda pública– lo que se
alcanzó fue un déficit significativo. Y eso, por no mencionar otro
déficit, el de las cuentas externas, que difícilmente sería compensado
en 2014 por el volumen de inversiones recibidas (Brasil siguió a la
cabeza del total de inversiones externas en América Latina, pero con
margen cada vez menor entre lo que se gastaba e ingresaba).
Y, claro, están los escándalos. Nunca será demasiado repetir que
desde siempre se robó, y mucho, en mi país. Pero no creo que en alguna
otra ocasión se haya robado tanto. Por ahora, el eje del escándalo está
en Petrobras, la gigante de petróleo que es una empresa de capital
mixto, es decir, cotiza acciones en bolsa, pero es controlada por el
socio minoritario, el Estado brasileño.
Contratos sobrefacturados,
propinasmillonarias a partidos políticos, tanto aliados como de la oposición, pérdidas forzadas (como mantener el precio de la gasolina congelado para no presionar la inflación, provocando perjuicios a la empresa), todo eso debilitó a un nivel inédito la que fue la mayor empresa latinoamericana.
Hay, cómo no, reflejos densos y pesados de todo eso en el ambiente
político. Dilma Rousseff fue relecta en el último domingo de octubre
para cuatro años más en la presidencia, pero hasta entonces no lograba
anunciar los nombres que integrarían su nuevo gobierno. Disponía de nada
menos que 39, sí ¡39! ministerios, además de miles de puestos y cargos
para aplacar el apetito cada vez más voraz de los partidos que
integraban su alianza de gobierno. Se subastaban secretarías de Estado y
cargos en empresas públicas, direcciones de bancos estatales y agencias
reguladoras, pero ni modo: teniendo en cuenta que los próximos cuatro
años serían muy difíciles en las relaciones entre Poder Ejecutivo y
Poder Legislativo, los muy nobles e íntegros senadores y diputados
electos imponían exigencias y condiciones mucho más cercanas al chantaje
mafioso que a la negociación política.
Y sin embargo, los últimos 12 años, las presidencias de Lula da Silva
y de la misma Dilma Rousseff fueron de cambios fundamentales en Brasil.
Desde los tiempos de Getulio Vargas, en los años 40, mi país no pasaba
por transformaciones sociales tan profundas, reales, visibles e
indiscutibles.
La gran cuestión ahora es saber cómo preservar esas conquistas y al
mismo tiempo cambiar de una vez un sistema político espurio que vive del
chantaje y de la corrupción, en que a cada elección grandes
conglomerados empresariales y de la banca literalmente compran, por la
vía de
donaciones para campaña electoral, parlamentarios, gobernadores, alcaldes y vaya uno a saber qué más.
Los 12 años de gobiernos del PT produjeron un cambio social sin
precedente en Brasil. Hay que saber ahora cómo impedir que los desmanes
de un sistema político arcaico y putrefacto se impongan sobre lo que se
conquistó.
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