Se han registrado
triunfos electorales de fuerzas y coaliciones presuntamente de izquierda
o centro-izquierda en México, Argentina, Bolivia, Colombia (elecciones
regionales) y en Uruguay -aunque aquí el Frente Amplio no pudo evitar ir
a una segunda vuelta electoral marcada para el 24 de noviembre donde
las derechas de ese país tienen buenas posibilidades de ganar y
arrebatarle el gobierno- junto con arribos al poder presidencial de la
derecha en países como El Salvador cuyo gobierno del empresario de
derecha, Nayib Bukele, acaba de expulsar a diplomáticos venezolanos por
órdenes de Trump alineándose, de este modo, a las políticas que
Washington despliega contra el progresismo y todo aquello que se oponga a
su estrategia de dominación imperialista.
En países con gobiernos
francamente neoliberales pro-norteamericanos como Colombia, Ecuador,
Chile y Haití se registran ascensos muy importantes y significativos de
las fuerzas y movimientos populares contra las políticas genocidas del
FMI-BM impuestas por Estados Unidos con el contubernio de otros países
imperialistas como Francia y Alemania. En Brasil, con un gobierno de
derecha cuasi fascista, al parecer sólo se expresa el descontento social
y la movilización por las fuerzas del Partido de los Trabajadores (PT) y
otras afines a él muy centrados en la figura de Lula y en el pleito por
su liberación y absolución al estar encarcelado desde hace ya más de un
año y medio por presuntos delitos fabricados por personeros de la
derecha, del poder judicial y, en particular, por el ex-juez Sérgio
Moro, nombrado por Bolsonaro Ministro de Justicia y Seguridad Pública de
ese país.
Sin embargo, existe mucha confusión al no definirse
si la lucha es contra el neoliberalismo (como se plantea por ejemplo en
Ecuador y Chile) o contra el capitalismo: muchos piensan que son dos
realidades y conceptos distintos, siendo que, en la realidad global, es
decir económica, política, social, laboral, cultural y ambiental, los
dos se articulan con la salvedad de que el segundo sobredetermina al
primero: en otras palabras el neoliberalismo es la etapa o fase actual
del capitalismo histórico, como en el pasado lo fue el keynesianismo
desarrollista con sus dispositivos estructurales cimentados en el
fordismo-taylorismo de producción en masa. Este se agotó y entró en
crisis por lo menos desde mediados de la década de los setenta del siglo
pasado. Y en los ochenta, el llamado neoliberalismo fue impuesto por
los gobiernos imperialistas de Estados Unidos e Inglaterra bajo el
comando de los gobernantes y las fuerzas de la derecha internacional,
todos impulsados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial.
En América Latina esa política genocida se impuso a
sangre y fuego, con la fuerza de las armas y de la represión en Chile
mediante el golpe de Estado militar del general Augusto Pinochet contra
el gobierno constitucional de Salvador Allende y se protegió y promovió
por los sucesivos gobiernos “democráticos” que sucedieron al retiro
formal de la dictadura, hasta la actualidad que, a sangre y fuego contra
el pueblo chileno, lo mantiene el neoliberal presidente Sebastián
Piñera -como por cierto lo hicieron sus antecesores, incluyendo a la
ex-presidenta Michelle Bachelet, actual “Alta Comisionada de los
Derechos Humanos” de la ONU- que ha desempolvado el Estado de Sitio (los
moderados y la derecha le llaman de “emergencia“) para sofocar las
tumultuarias e insurrectas movilizaciones del pueblo trabajador que
exige al régimen fascista de Piñera la realización de una Asamblea
Constituyente y la renuncia del presidente.
Generalmente los
analistas circunscriben el progresismo a los gobiernos en turno que
surgen de la contienda electoral y que son legales y legítimos en el
marco constitucional. Es el caso de Venezuela, de Bolivia y,
recientemente, de Argentina. Ecuador constituye una excepción al haber
surgido el actual gobierno de elecciones democráticas impulsadas por
Alianza País, pero que, una vez investido su presidente, Lenín Moreno,
se quitó la máscara de “progresista” y sacó las fauces derechistas y,
fiel al cumplimiento de los mandatos de Estados Unidos y del Fondo
Monetario Internacional, se dedicó a implementar políticas neoliberales
privatizadoras contra el pueblo y los trabajadores, así como a
encarcelar a sus otrora colegas de partido, ahora considerados como
opositores y sus más fieros enemigos, empezando por el ex-presidente,
Rafael Correa que acumula 29 juicios penales y permanece en Suiza
acusado de múltiples “delitos“ fabricados por el régimen morenista; el
ex-vicepresidente, Jorge Glas, quien purga cárcel por haber cometido
presuntos delitos, también fabricados, y el ex-canciller del Ecuador,
Ricardo Patiño, quien permanece en México en calidad de refugiado.
Fueron estas acciones combinadas, pero sobre todo la aplicación de las
fórmulas del FMI, lo que causó el gran descontento popular y el
estallido social, ejemplarmente encabezado por el movimiento indígena
aglutinado en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador
(CONAIE), contra el Decreto 883 también conocido como el “paquetazo
económico” durante las jornadas de lucha y movilizaciones prácticamente
en todo el país durante los días del 3 al 13 de octubre de 2019, que
llevó al régimen a instaurar el estado de sitio y la represión hasta que
dicho decreto fue retirado por el gobierno ante las crecientes
movilizaciones populares.
Por lo tanto existe una estrecha
ligazón entre el triunfo electoral de los candidatos que levantan
programas de gobierno alternativos en alguna medida al modelo neoliberal
y el apoyo que reciben por parte de la población para llevarlos a la
práctica.
De lo anterior podemos sacar una primera conclusión.
El progresismo, sin el apoyo y la movilización popular permanente, es un
cascarón vacío y brinda todas las posibilidades de manutención del
poder por la derecha o, bien, la conquista del mismo como ocurrió, en
parte, con la Asamblea Nacional de Venezuela en 2015, o en Argentina
cuando ganó con un estrecho margen el empresario Mauricio Macri.
Pero aún con el triunfo en la mano y la práctica política concreta, ese
tipo de gobiernos no se proponen, implícita o explícitamente,
transformar las estructuras del capitalismo, es decir, la propiedad
privada de la tierra y de los medios de producción; ni la institución
jurídico-laboral de la explotación del trabajo por el capital. Más bien
las mantienen incluso en contra de la voluntad de la población. En su
lugar privilegian el colaboracionismo de clases y la alternativa de
diálogo con las fuerzas opositoras cuyos delitos generalmente quedan en
la impunidad.
Pudiéramos decir que lo que diferencia este tipo
de gobiernos y prácticas políticas respecto al neoliberalismo son tres
elementos. En primer lugar, una política exterior efectivamente más
progresista -como muestra el caso mexicano con la reinstauración de la
política externa de la no intervención en los asuntos de otros Estados
luego del triunfo del presidente López Obrador, respecto a los regímenes
anteriores de gobierno del PRI y del PAN completamente alienados a la
política exterior norteamericana y al llamado Grupo de Lima contra
Venezuela-. En segundo lugar, el hecho de proporcionar a la población y a
los sectores más vulnerables asistencia y restitución de los derechos
sociales abolidos por el neoliberalismo. Por último, se afianza la
voluntad política de impulsar una integración latinoamericana más
horizontal que, al mismo tiempo que solidifique los intercambios entre
los países y las naciones, reivindique el sustento de la soberanía
nacional frente al colonialismo y al imperialismo, principalmente
norteamericano.
Pero el problema es que aquellos países y
gobiernos que impulsaron reformas constitucionales, como es el caso de
Bolivia, Venezuela y Ecuador, no lograron, o no pudieron, trastocar las
estructuras del capitalismo, particularmente del dependiente y
subdesarrollado, ni modificar la esencia del Estado capitalista que se
mantiene como una entidad neoliberal reproduciendo los intereses y
privilegios de las clases dominantes y de las élites reaccionarias
(civiles, militares y clases medias acomodadas) que sirven de sustento a
las fuerzas contrainsurgentes de la derecha y ultraderecha en América
Latina y que generalmente se subordinan a los intereses y geopolíticas
del imperialismo.
Si bien los gobiernos asumen un carácter
popular en las coyunturas progresistas, no es el caso del Estado
capitalista (neoliberal o no) que es una maquinaria de guerra permanente
contra las masas populares y los trabajadores (por ejemplo el papel del
ejército, de las fuerzas paramilitares, de las cárceles o del poder
judicial), aunque en coyunturas excepcionales asuma una cierta autonomía
frente a la lucha de clases y las desigualdades. Estas diferencias
entre gobierno y Estado se ven muy claras en el Brasil de Lula, en la
Argentina de los Kirchner, la Bolivia de Evo Morales e incluso en
Venezuela, donde los aparatos del Estado capitalista se sobreponen al
mismo gobierno progresista.
La alternancia entre el
progresismo-neoliberalismo no va a resolver las profundas
contradicciones del capitalismo por más que el primero acuse una cierta
reactivación frente a la profunda crisis estructural que afrontan las
sociedades en Chile, Ecuador, Brasil, Haití y otras como Panamá donde ya
emergen las protestas estudiantiles contra el gobierno. Es necesario
que, al impulso de las presiones populares y de las luchas sociales, los
bloques progresistas radicalicen sus políticas y procesos para avanzar
hacia una verdadera transformación estructural de sus formaciones
económico-sociales y de sus modos de producción, que combatan no
solamente el desempleo, la pobreza y la desigualdad, sino que, al mismo
tiempo, avancen en la superación del capitalismo para poder estar en
mejores condiciones de combatir el subdesarrollo, el atraso y la
dependencia.
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