Ayer se consumó en Bolivia
un golpe de Estado cívico, policial y militar que sumió a ese país
sudamericano en la incertidumbre, el caos y la violencia. Tras la
dimisión del presidente Evo Morales y de todos los funcionarios en la
línea de sucesión (el vicepresidente Álvaro García Linera, la presidenta
del Senado, Adriana Salvatierra, el presidente de la Cámara de
Diputados, Víctor Borda), la vida institucional boliviana se colapsó y
hasta el cierre de esta edición imperaba la violencia descontrolada de
los golpistas, cuyas hordas vandalizaron residencias de funcionarios
–incluidas la del propio mandatario en Cochabamba y la de su hermana, en
La Paz– e incendiaron sedes de varias organizaciones campesinas,
obreras y sociales afines al oficialismo y oficinas del partido de
Morales, el Movimiento al Socialismo (MAS), todo ello ante la pasividad
cómplice del ejército y la policía. La barbarie golpista se manifestó
también en la destrucción de la embajada venezolana en la capital de
Bolivia y en amenazas en contra de las representaciones diplomáticas de
Cuba y México.
En cuanto a la suerte del presidente, quien fue forzado a renunciar
ante la ilegítima presión de las fuerzas armadas y la abierta
sublevación de los mandos policiales, corrían versiones contradictorias
acerca de una orden de captura en su contra.
La mejor síntesis de lo ocurrido en Bolivia la formuló el ex
presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, quien apenas el viernes
fue liberado de la cárcel en la que la oligarquía de su país lo tuvo
preso 580 días por delitos fabricados:
es lamentable que América Latina tenga una élite económica que no sabe convivir con la democracia y con la inclusión social de los más pobres.
En efecto, el golpe en contra de Evo fue un producto característico
de los grupos adinerados que no toleran gobiernos independientes de sus
designios y ajenos a sus intereses y que controlan, además de porciones
principales de la economía, la masa de medios informativos. En el caso
boliviano, éstos se empeñaron en presentar el asalto al orden
constitucional como expresión de una insatisfacción por los resultados
de la elección presidencial del pasado 20 de octubre, en la que el
mandatario depuesto ayer obtuvo una ventaja mayor a 10 por ciento sobre
su más cercano competidor, el ex presidente Carlos Mesa, suficiente para
evitar una segunda vuelta.
Ante los alegatos de fraude y la organización de disturbios por parte
de la oposición, Morales pidió un dictamen sobre la calidad de los
comicios a la Organización de Estados Americanos (OEA), la cual aconsejó
que se repitieran las elecciones. La idea fue aceptada por el
mandatario, pero los golpistas no estaban interesados en procedimientos
democráticos sino en acabar con el gobierno que colocó a la nación
andina en una ruta de soberanía, desarrollo, reducción de las
desigualdades y crecimiento económico excepcional. En cuanto a la OEA,
quedó confirmado una vez más que sus intervenciones no están orientadas a
preservar el orden constitucional y la armonía social ni a impedir el
surgimiento de regímenes dictatoriales, sino dar cobertura diplomática a
la desestabilización y los cuartelazos en las naciones gobernadas por
proyectos políticos progresistas, soberanistas y populares.
En suma, lo ocurrido en Bolivia el pasado fin de semana constituye la
aplicación de un modelo de sobra conocido en Latinoamérica y sus
implicaciones políticas para la región son por demás alarmantes: las
oligarquías delsubcontinente y el poder neocolonialista de Washington
mantienen vigente entre sus recursos el golpe de Estado.
Los acontecimientos en la nación sudame-ricana se desarrollan con
fluidez y en los próximos días será necesario sin duda reflexionar sobre
las circunstancias que han hecho posible la destrucción de la
institucionalidad boliviana y el arrasamiento de un proyecto político
que abatió la pobreza y la miseria a mínimos históricos y logró tasas de
crecimiento sin parangón en el continente. En lo inmediato, cabe exigir
a los cabecillas golpistas que cesen la persecución y la barbarie, que
respeten la vida y la integridad de todos los funcionarios del gobierno
depuesto y que se abstengan de cometer nuevas agresiones en contra de
las sedes diplomáticas que han recibido amenazas.
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