La Jornada
Se ha convertido en una tradición realizar, cada fin de año, un balance de los tres o cuatro acontecimientos nacionales e internacionales más notables. ¿Pero cómo definir, de entre el enorme número de hechos que se registran a diario en el mundo, aquéllos que son de verdad sobresalientes? Un buen método es elegir los sucesos que, aparte de la relevancia que tienen en sí mismos, imponen o representan una tendencia general cuyos efectos se proyectan mucho más allá del tiempo y del espacio en que se produjeron.
Un buen ejemplo de lo anterior es la asunción de Donald Trump de la presidencia de Estados Unidos, que significó no solamente la toma del poder por parte de los sectores más conservadores y reaccionarios de y en la primera potencia mundial, sino que también se convirtió en punta de lanza para un desplazamiento generalizado hacia la derecha de las clases políticas en prácticamente todo el planeta. Con algunas saludables pero escasas excepciones, la mayoría de los votantes que acudieron a las urnas en el marco de sistemas más o menos democráticos acabaron por pronunciarse en favor de las opciones más tradicionalistas, más partidarias de conservar un statu quo básicamente injusto y desigual, y de reflotar valores tan negativos como el racismo, el patrioterismo y la exclusión. En Europa, Asia y América Latina asumieron el gobierno figuras que, con sus peculiaridades y sus matices, se encuentran ligadas por una ideología inocultablemente derechista, que recibieron el voto no sólo de los sectores naturalmente beneficiarios de sus políticas (empresarios, terratenientes, clases acomodadas), sino también un sorprendente número de pobres y clasemedieros empobrecidos por esas mismas políticas. Y aunque paradójicamente ese no fue el caso de Trump, que ganó gracias al peculiar sistema estadunidense de colegio electoral y no por mayoría de votos, lo cierto es que recibió un considerable caudal de sufragios.
La toma de posesión de Trump no desencadenó el fenómeno de la derechización; pero lo representa de la manera más acabada, por el peso específico de su país en el plano mundial y porque la noción que el republicano tiene de la sociedad, la economía, la educación, la ciencia, la salud, la cultura y el mundo en general se corresponde con las de experimentos políticos del pasado, tan fallidos como aciagos.
Por otro lado, la persistencia del modelo económico privatizador y desregulador que acabó con el estado de bienestar y propició el virtual colapso de grandes sectores de la población ha sido un hecho notable este 2017, al punto de haber resistido los embates del propio Trump (quien por cierto lo combate en favor de un modelo proteccionista a rajatabla que es, en el mejor de los casos, tan nocivo como el otro).
El traslado de los conflictos en Medio Oriente al escenario de Europa y Estados Unidos, mediante el terrorismo, ha producido asimismo su propia secuela de hechos destacados, y las consecuentes repercusiones que esto ha tenido en las concepciones sobre la seguridad a menudo ha sido aprovechada por los estados para ajustar sus mecanismos legales y físicos de vigilancia y control sobre la ciudadanía.
En México, sacudido por los sismos de septiembre pasado pero también afectado por una perceptible incertidumbre económica y un clima de violencia preocupante, el ambiente político se ha ido enrareciendo hasta el inicio de unas precampañas que están lejos de tener el tono civil que deberían. Y en consonancia con la tendencia apuntada más arriba, el ideario de la derecha ha ido ganando presencia en el terreno de la política partidista, en menoscabo de una izquierda que ha cedido espacios de manera perceptible.
El año que hoy termina, en suma, no ha brindado muchos motivos de celebración. Y aunque el que comienza lo hace teñido con un cierto barniz de incertidumbre, de momento deja lugar al menos para una esperanza de mejora.
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