Hay que festejar la
renovada emergencia antagonista que hace frente a la derechización en
Ecuador y en Chile y parece cubrir el vacío dejado por el progresismo.
En este sentido, la irrupción de las protestas multitudinarias parece
corresponder a la lógica de un momento especifico de la estructura y las
relaciones de poder: contra las derechas emergentes, más allá o más acá
del progresismo desgastado y derechizado. Por lo tanto, visto que se
trata de un escenario difuso, aún con sus diferencias nacionales, no hay
que excluir que aparezcan fenómenos similares en otros países y que,
una vez más, se dé cierto grado de sincronía latinoamericana en los
procesos políticos.
Podemos constatar que, si la variable son
los colores de los gobiernos, la constante, aunque se manifieste de
forma intermitente, sigue siendo la capacidad de lucha e insubordinación
de las clases subalternas latinoamericanas.
En efecto, si bien
las revoluciones pasivas progresistas cayeron por derecha, no han
estado ausentes, en particular en los años posteriores al 2013,
movilizaciones populares de tinte antineoliberal. En este sentido, el
antagonismo no solo ha estado latente, sino que se ha manifestado,
aunque sea de forma esporádica e inorgánico -para usar adjetivos
gramscianos. La capacidad de irrupción que siguen conservando y
utilizando las clases subalternas, se presenta bajo algunos formatos que
ameritan ser brevemente registrados a la luz del impactante retorno en
escena de esta modalidad disruptiva de la política latinoamericana.
A nivel temporal, se configuran como episodios que rompen y rebasan las
rutinas de la conflictualidad ordinaria y cotidiana, de la cual, al
mismo tiempo, se nutren. La intensa brevedad del antagonismo concentrado
en estas irrupciones tiene su límite y su prueba de fuego no tanto en
la duración sino en el impacto y la capacidad de modificación de la
correlación de fuerzas. Al mismo tiempo, a nivel espacial, es decir de
amplitud social, las irrupciones se montan sobre las prácticas y la
acumulación de experiencias y la formación de tejidos sociales y
comunitarios, pero se vuelven multitudinarias en la medida en que se
amplían a sectores no organizados, cuya politización y capacidad de
movilización puede ser preexistente y latente o generarse al calor del
conflicto. En todo caso, la activación de franjas no organizadas de las
clases subalternas confiere el carácter masivo y le permite un impacto.
Al mismo tiempo, ambas dimensiones de este formato antagonista que se
expande y contrae han sido identificadas como problemáticas en tanto
que, en el reflujo de la marea, la evaluación de los saldos es objeto de
distintas interpretaciones. Señalo dos de ellas, que configuran la
antinomia de la política latinoamericana de las últimas décadas: la
autonomista y la hegemonista. En extrema síntesis, La autonomista
enaltece la capacidad de lucha y de organización desde abajo y, por lo
tanto, atribuye un valor absoluto a todo tipo de manifestación de
conflictualidad que sea expresión y que refuerce las capacidades y las
reservas de politización, organización y autodeterminación, poniendo en
segundo plano o inclusive desconfiando radicalmente del saldo en
términos de modificación de los equilibrios en el sistema político
partidario o institucional. La hegemonista, por el contrario, valora
este tipo de manifestaciones solo en tanto sacuden equilibrios estáticos
y permiten dilatar la influencia y la capacidad de articulación de un
polo o una fuerza política que intervenga en la disputa por el poder
estatal, que sea en forma directa o delegada, es decir expresión de los
movimientos y los sectores populares o solo en nombre de ellos. Bajo
estos prismas, el fin del ciclo progresista y el retorno del formato del
antagonismo de irrupción vuelve a colocar, mutatis mutandi,
cuestiones que fueron surcando los debates a partir del inicio del
milenio. Valorar los movimientos en su espontaneidad relativa y su
efecto simbólico y experiencial de organización desde abajo y/o lamentar
su incapacidad de mantenerse en el centro del escenario y de producir
resultados contundentes y tendencialmente irreversibles antes de refluir
en la normalización sistémica. Posturas que no son antitéticas en
sentido estricto, pero configuran énfasis que dislocaron posturas que
tienden a enfrentarse. El valor coyuntural de la irrupción se tradujo y
sigue traduciéndose en distintos lenguajes políticos y se proyecta de
maneras a veces contrastantes en la mediana duración.
La
distancia entre una y otra perspectiva se achica cuando las derechas
están en el gobierno y se ensanchan cuando partidos o movimientos
progresistas lo ocupan o están en condición de hacerlo. En este sentido,
un dato histórico y político ha cambiado respecto a los años 90 y
principio del 2000 ya que el fin del momento progresista, salvo –por el
momento- el caso mexicano, arroja la existencia desgastada o la simple
sobrevivencia de las fuerzas que fueron protagonistas del ciclo
gubernamental. Cabe entonces preguntarse qué tanto éstos son percibidos o
pueden presentarse como alternativos a las derechas o a sí mismos, es
decir capaces de superar sus límites y contradicciones o, más
sencillamente, ser aceptados como mal menor frente a derechas
manifiestamente reaccionarias e incapaces de instituir una dinámica
hegemónica, como ha sido el caso en Argentina en las recientes
elecciones. Qué tanto, en estas condiciones, en medio de una
derechización epocal y cultural, desde las clases subalternas
latinoamericanas, pueden constituirse, sostenerse y expandirse dinámicas
que, si bien no desdeñen el impacto en el plano institucional, se
sostengan principal y fundamentalmente en una labor de construcción de
contrapoderes, de un recurso de mayor duración y consistencia.
Lo que podemos registrar, una vez más, es que la conflictualidad
latinoamericana puede volverse incandescente y, a esta temperatura,
hasta los metales más duros se vuelven moldeables y, como ocurrió en los
años 90 y a inicio del siglo XXI, pueden forjarse experiencias y
escenarios inesperados. Nada lo garantiza, pero, una vez más, nadie se
lo esperaba.
massimomodonesi.net
Hay que festejar la
renovada emergencia antagonista que hace frente a la derechización en
Ecuador y en Chile y parece cubrir el vacío dejado por el progresismo.
En este sentido, la irrupción de las protestas multitudinarias parece
corresponder a la lógica de un momento especifico de la estructura y las
relaciones de poder: contra las derechas emergentes, más allá o más acá
del progresismo desgastado y derechizado. Por lo tanto, visto que se
trata de un escenario difuso, aún con sus diferencias nacionales, no hay
que excluir que aparezcan fenómenos similares en otros países y que,
una vez más, se dé cierto grado de sincronía latinoamericana en los
procesos políticos.
Podemos constatar que, si la variable son los colores de los gobiernos, la constante, aunque se manifieste de forma intermitente, sigue siendo la capacidad de lucha e insubordinación de las clases subalternas latinoamericanas.
En efecto, si bien las revoluciones pasivas progresistas cayeron por derecha, no han estado ausentes, en particular en los años posteriores al 2013, movilizaciones populares de tinte antineoliberal. En este sentido, el antagonismo no solo ha estado latente, sino que se ha manifestado, aunque sea de forma esporádica e inorgánico -para usar adjetivos gramscianos. La capacidad de irrupción que siguen conservando y utilizando las clases subalternas, se presenta bajo algunos formatos que ameritan ser brevemente registrados a la luz del impactante retorno en escena de esta modalidad disruptiva de la política latinoamericana.
A nivel temporal, se configuran como episodios que rompen y rebasan las rutinas de la conflictualidad ordinaria y cotidiana, de la cual, al mismo tiempo, se nutren. La intensa brevedad del antagonismo concentrado en estas irrupciones tiene su límite y su prueba de fuego no tanto en la duración sino en el impacto y la capacidad de modificación de la correlación de fuerzas. Al mismo tiempo, a nivel espacial, es decir de amplitud social, las irrupciones se montan sobre las prácticas y la acumulación de experiencias y la formación de tejidos sociales y comunitarios, pero se vuelven multitudinarias en la medida en que se amplían a sectores no organizados, cuya politización y capacidad de movilización puede ser preexistente y latente o generarse al calor del conflicto. En todo caso, la activación de franjas no organizadas de las clases subalternas confiere el carácter masivo y le permite un impacto.
Al mismo tiempo, ambas dimensiones de este formato antagonista que se expande y contrae han sido identificadas como problemáticas en tanto que, en el reflujo de la marea, la evaluación de los saldos es objeto de distintas interpretaciones. Señalo dos de ellas, que configuran la antinomia de la política latinoamericana de las últimas décadas: la autonomista y la hegemonista. En extrema síntesis, La autonomista enaltece la capacidad de lucha y de organización desde abajo y, por lo tanto, atribuye un valor absoluto a todo tipo de manifestación de conflictualidad que sea expresión y que refuerce las capacidades y las reservas de politización, organización y autodeterminación, poniendo en segundo plano o inclusive desconfiando radicalmente del saldo en términos de modificación de los equilibrios en el sistema político partidario o institucional. La hegemonista, por el contrario, valora este tipo de manifestaciones solo en tanto sacuden equilibrios estáticos y permiten dilatar la influencia y la capacidad de articulación de un polo o una fuerza política que intervenga en la disputa por el poder estatal, que sea en forma directa o delegada, es decir expresión de los movimientos y los sectores populares o solo en nombre de ellos. Bajo estos prismas, el fin del ciclo progresista y el retorno del formato del antagonismo de irrupción vuelve a colocar, mutatis mutandi, cuestiones que fueron surcando los debates a partir del inicio del milenio. Valorar los movimientos en su espontaneidad relativa y su efecto simbólico y experiencial de organización desde abajo y/o lamentar su incapacidad de mantenerse en el centro del escenario y de producir resultados contundentes y tendencialmente irreversibles antes de refluir en la normalización sistémica. Posturas que no son antitéticas en sentido estricto, pero configuran énfasis que dislocaron posturas que tienden a enfrentarse. El valor coyuntural de la irrupción se tradujo y sigue traduciéndose en distintos lenguajes políticos y se proyecta de maneras a veces contrastantes en la mediana duración.
La distancia entre una y otra perspectiva se achica cuando las derechas están en el gobierno y se ensanchan cuando partidos o movimientos progresistas lo ocupan o están en condición de hacerlo. En este sentido, un dato histórico y político ha cambiado respecto a los años 90 y principio del 2000 ya que el fin del momento progresista, salvo –por el momento- el caso mexicano, arroja la existencia desgastada o la simple sobrevivencia de las fuerzas que fueron protagonistas del ciclo gubernamental. Cabe entonces preguntarse qué tanto éstos son percibidos o pueden presentarse como alternativos a las derechas o a sí mismos, es decir capaces de superar sus límites y contradicciones o, más sencillamente, ser aceptados como mal menor frente a derechas manifiestamente reaccionarias e incapaces de instituir una dinámica hegemónica, como ha sido el caso en Argentina en las recientes elecciones. Qué tanto, en estas condiciones, en medio de una derechización epocal y cultural, desde las clases subalternas latinoamericanas, pueden constituirse, sostenerse y expandirse dinámicas que, si bien no desdeñen el impacto en el plano institucional, se sostengan principal y fundamentalmente en una labor de construcción de contrapoderes, de un recurso de mayor duración y consistencia.
Lo que podemos registrar, una vez más, es que la conflictualidad latinoamericana puede volverse incandescente y, a esta temperatura, hasta los metales más duros se vuelven moldeables y, como ocurrió en los años 90 y a inicio del siglo XXI, pueden forjarse experiencias y escenarios inesperados. Nada lo garantiza, pero, una vez más, nadie se lo esperaba.
massimomodonesi.net
Podemos constatar que, si la variable son los colores de los gobiernos, la constante, aunque se manifieste de forma intermitente, sigue siendo la capacidad de lucha e insubordinación de las clases subalternas latinoamericanas.
En efecto, si bien las revoluciones pasivas progresistas cayeron por derecha, no han estado ausentes, en particular en los años posteriores al 2013, movilizaciones populares de tinte antineoliberal. En este sentido, el antagonismo no solo ha estado latente, sino que se ha manifestado, aunque sea de forma esporádica e inorgánico -para usar adjetivos gramscianos. La capacidad de irrupción que siguen conservando y utilizando las clases subalternas, se presenta bajo algunos formatos que ameritan ser brevemente registrados a la luz del impactante retorno en escena de esta modalidad disruptiva de la política latinoamericana.
A nivel temporal, se configuran como episodios que rompen y rebasan las rutinas de la conflictualidad ordinaria y cotidiana, de la cual, al mismo tiempo, se nutren. La intensa brevedad del antagonismo concentrado en estas irrupciones tiene su límite y su prueba de fuego no tanto en la duración sino en el impacto y la capacidad de modificación de la correlación de fuerzas. Al mismo tiempo, a nivel espacial, es decir de amplitud social, las irrupciones se montan sobre las prácticas y la acumulación de experiencias y la formación de tejidos sociales y comunitarios, pero se vuelven multitudinarias en la medida en que se amplían a sectores no organizados, cuya politización y capacidad de movilización puede ser preexistente y latente o generarse al calor del conflicto. En todo caso, la activación de franjas no organizadas de las clases subalternas confiere el carácter masivo y le permite un impacto.
Al mismo tiempo, ambas dimensiones de este formato antagonista que se expande y contrae han sido identificadas como problemáticas en tanto que, en el reflujo de la marea, la evaluación de los saldos es objeto de distintas interpretaciones. Señalo dos de ellas, que configuran la antinomia de la política latinoamericana de las últimas décadas: la autonomista y la hegemonista. En extrema síntesis, La autonomista enaltece la capacidad de lucha y de organización desde abajo y, por lo tanto, atribuye un valor absoluto a todo tipo de manifestación de conflictualidad que sea expresión y que refuerce las capacidades y las reservas de politización, organización y autodeterminación, poniendo en segundo plano o inclusive desconfiando radicalmente del saldo en términos de modificación de los equilibrios en el sistema político partidario o institucional. La hegemonista, por el contrario, valora este tipo de manifestaciones solo en tanto sacuden equilibrios estáticos y permiten dilatar la influencia y la capacidad de articulación de un polo o una fuerza política que intervenga en la disputa por el poder estatal, que sea en forma directa o delegada, es decir expresión de los movimientos y los sectores populares o solo en nombre de ellos. Bajo estos prismas, el fin del ciclo progresista y el retorno del formato del antagonismo de irrupción vuelve a colocar, mutatis mutandi, cuestiones que fueron surcando los debates a partir del inicio del milenio. Valorar los movimientos en su espontaneidad relativa y su efecto simbólico y experiencial de organización desde abajo y/o lamentar su incapacidad de mantenerse en el centro del escenario y de producir resultados contundentes y tendencialmente irreversibles antes de refluir en la normalización sistémica. Posturas que no son antitéticas en sentido estricto, pero configuran énfasis que dislocaron posturas que tienden a enfrentarse. El valor coyuntural de la irrupción se tradujo y sigue traduciéndose en distintos lenguajes políticos y se proyecta de maneras a veces contrastantes en la mediana duración.
La distancia entre una y otra perspectiva se achica cuando las derechas están en el gobierno y se ensanchan cuando partidos o movimientos progresistas lo ocupan o están en condición de hacerlo. En este sentido, un dato histórico y político ha cambiado respecto a los años 90 y principio del 2000 ya que el fin del momento progresista, salvo –por el momento- el caso mexicano, arroja la existencia desgastada o la simple sobrevivencia de las fuerzas que fueron protagonistas del ciclo gubernamental. Cabe entonces preguntarse qué tanto éstos son percibidos o pueden presentarse como alternativos a las derechas o a sí mismos, es decir capaces de superar sus límites y contradicciones o, más sencillamente, ser aceptados como mal menor frente a derechas manifiestamente reaccionarias e incapaces de instituir una dinámica hegemónica, como ha sido el caso en Argentina en las recientes elecciones. Qué tanto, en estas condiciones, en medio de una derechización epocal y cultural, desde las clases subalternas latinoamericanas, pueden constituirse, sostenerse y expandirse dinámicas que, si bien no desdeñen el impacto en el plano institucional, se sostengan principal y fundamentalmente en una labor de construcción de contrapoderes, de un recurso de mayor duración y consistencia.
Lo que podemos registrar, una vez más, es que la conflictualidad latinoamericana puede volverse incandescente y, a esta temperatura, hasta los metales más duros se vuelven moldeables y, como ocurrió en los años 90 y a inicio del siglo XXI, pueden forjarse experiencias y escenarios inesperados. Nada lo garantiza, pero, una vez más, nadie se lo esperaba.
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