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jueves, 22 de septiembre de 2011

Palestinos: ¿otro septiembre aciago?

La cuestión Palestina

Robert Fisk
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Un miembro del grupo ultraortodoxo judío Neturei Karta participa en una manifestación de apoyo al reconocimiento del Estado palestino en la ciudad cisjordana de NablusFoto Ap

Ramalá. Acababa yo de visitar la tumba del viejo guerrero cuando, a menos de 50 metros de la plaza Manara, donde los leones de concreto de Ramalá están posados con las fauces abiertas de aburrimiento, apareció Yasser Arafat en persona. Caminando, vivo, respirando: el rostro de Arafat –lo más parecido posible, menos la horrible barba rala–, su chaqueta verde de batalla, el famoso pañuelo keffiye doblado para semejar el mapa de la Palestina original sobre la cabeza y el hombro derecho.

Venía seguido por multitud de niños que agitaban banderas, en una semejanza casi perfecta con el que reposa en la tumba: un Arafat de fantasía para un Estado de fantasía. “Solía vagar ataviado así después de que murió Abú Amari –comentó con frialdad un hombre a la entrada de la panadería–. Ahora los niños arman un alboroto con él; creen que es de verdad.”

El falso Arafat –en la vida real, un hombre de negocios de Hebrón llamado Salem Smerat– me tendió la mano, y tengo que reconocer que tuve la misma sensación blanda y húmeda que dejaba la del presidente de Palestina fallecido hace siete años, décadas después de la primera vez que me reuní con él en Líbano.

Seremos una democracia entre las armas, me dijo una vez. Y sí, dijo que amaba a la ONU.

Este miércoles en Ramalá nadie amaba a la ONU, aunque todos entendían su utilidad. Varios de los que hacían compras, todos hombres, por supuesto, hasta llegaron a insinuar el deseo de que Obama vetara una votación en el Consejo de Seguridad sobre un Estado palestino, porque eso probaría por fin a todos los árabes que Estados Unidos no es su amigo. Nadie sugirió que Obama, quien con tanta ligereza proclamó una nueva relación con el mundo musulmán en El Cairo y se pronunció en favor de un Estado palestino en 2012, pudiera –haciendo honor al espíritu de Woodrow Wilson– tener el valor de respaldar una votación por Palestina, aun al costo de su relección. Pero eso sería fantasía, ¿verdad?

En las calles sonaban tambores y música marcial grabada; los niños se montaban en los cansados leones y los jóvenes tapizaban las paredes con carteles que mostraban un puño estadunidense sujetando la balanza de la justicia. La charola dorada de Palestina estaba vacía, desde luego; la de Israel rebosaba de las estadísticas de costumbre: 750 mil palestinos detenidos de 1967 a la fecha, más de 6 mil de ellos presos en cárceles israelíes, Israel en control de más de 50 por ciento de Cisjordania, 519 mil colonos judíos en 144 colonias en la Palestina ocupada.

Era una especie de verbena, que Majdi resumía bastante bien, aunque no con tanto valor como para darme su apellido.

“Esta gente festeja sin saber el resultado de la votación en la ONU –dijo–. Tenemos que esperar estos dos días para saber si hay algo que celebrar. Oslo fue una pérdida de tiempo; el único ganador fue Israel. En esos días sólo tenía 10 mil colonos aquí, pero la mediación de Estados Unidos ha sido una estupidez. Interfiere con otros países árabes y apoya revoluciones, pero cuando se trata de Palestina, no le importa.”

Y Majdi, que vende joyas, es supersticioso. “Todo nos sale mal en septiembre –dice–. Hubo un septiembre negro en 1970, y luego la masacre de Sabra y Chatila en septiembre de 1982 (nota para los lectores: ¿cuántos, luego del aniversario del 11-S, recordaron que esta semana marca el 29 aniversario de la matanza de mil 700 palestinos en Beirut?), y después vino la primera intifada en septiembre de 1987, luego Oslo y ahora esto, otro septiembre, y vamos a la ONU. Pero está bien ir y mover las cosas. Si un bebé no llora, ¿quién le va a dar leche?”

Pero en ese preciso instante, fuera de esa tienda de ropa en Palestina –fundada por el abuelo del propietario cuando sí existía Palestina, bajo el mandato británico–, dos hombres informaron que israelíes lanzaban gas lacrimógeno hacia Qalandria.

Echamos, pues, a correr hacia Qalandria, la mítica frontera entre el área A de Cisjordania (supuestamente bajo control de la Autoridad Palestina, según el acuerdo de Oslo, tan muerto como el propio Arafat) y el área C (en teoría bajo control israelí), donde 80 soldados israelíes –ciudadanos de un Estado que sí existe– confrontaban a 20 jóvenes que en definitiva no serán ciudadanos de un Estado esta semana si Obama y la Clinton se salen con la suya.

Fue la típica revoltura de neumáticos quemados, hombres gritando, traqueteo de balas de acero de 5.56 milímetros (forradas de goma) y lanzamiento de piedras (sin forro de goma) que aterrizaron entre los 40 periodistas y provocaron que un camarógrafo se pusiera a dar de gritos con una herida en el brazo.

Ridículo, desde luego: teatro de rutina para los equipos de la televisión –montado deliberadamente por ambas partes, sospecho–, que culminó con la acostumbrada carga de soldados antimotines con viseras, mezclados con policías en ropa de civil blandiendo pistolas, quienes sujetaron a dos jóvenes, los tiraron al suelo, los patearon y los golpearon para luego llevarlos a rastras más allá del retén de Qalandia, seguramente para unas cuantas preguntas amistosas y un tratamiento que sin duda cumplirá las más elevadas normas de cuidado humanitario.

El gas lacrimógeno nos irritó a todos. Yo consumí el usual bocado de limón para limpiarme los ojos y me retiré a mi habitación en el hotel Rey David, en Jesuralén oeste, con el rostro ennegrecido por el humo.

Pero, al pasar por el corredor, no pude dejar de notar las antiguas fotos. En una se veía una bandera de la ONU, ondeando con garbo en la azotea del mismo hotel; fue tomada poco después de que la ONU votó en favor de constituir el Estado de Israel. Y allí estaba Ben Gurion, resplandeciente de orgullo en la celebración del aniversario de su nuevo Estado y de la victoria de su nación en la ONU. Qalandria, por cierto, está a ocho kilómetros de Jerusalén… y a más de 60 años en el tiempo.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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