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miércoles, 28 de septiembre de 2011

La impostura de Elie Wiesel




José Steinsleger

En enero de 1945, poco antes de ser liberado por el Ejército Rojo, los nazis evacuaron el complejo de campos de exterminio de Auschwitz (Polonia). Varios miles de sobrevivientes fueron trasladados al campo de Buchenwald, en territorio alemán.

Buchenwald fue liberado el 11 de abril por las tropas del general Dwight Eisenhower. Estremecido por lo que vio, Eisenhower pidió tomar fotos del lugar a todos los soldados que dispusieran de una cámara. Acervo documental que, durante muchos años, durmió en los archivos militares estadunidenses.

Una de las fotos más desoladoras, tomada por el ignoto soldado Henri Miller, fue publicada por The New York Times (NYT) a inicios de 1986. La imagen muestra a un grupo de jóvenes famélicos acostados en literas que miran con estupor a la cámara. El escritor Elie Wiesel (1928) declaró entonces que él era uno de aquellos jóvenes.

Por sus libros acerca del genocidio cometido por los nazis, Wiesel ganó el Nobel de la Paz 1986. Pero, simultáneamente, otro joven que aparece en la fotografía, Miklos Grüner, fue reconocido por un hermano mayor que residía en Suecia. Miklos vivía en Australia, y un periódico del país escandinavo lo invitó para reunirse en Estocolmo con su amigo Elie Wiesel.

Miklos respondió diciendo que no conocía a ningún Elie. En Buchenwald, mi amigo se llamaba Lazar Wiesel. Yo tenía 15 años, él era 11 años mayor y junto con su hermano Abraham cuidó de mí. Los Wiesel provenían de Hungría. Toda la familia era amiga de mi padre. Miklos recordó, incluso, el número tatuado por los verdugos en el brazo de Lazar: A-7713.

Ganado por la emoción y el paso de los años, Miklos olvidó la confusión. Y pensando que se encontraría con Lazar, aceptó la invitación. El 14 de diciembre de 1986 viajó a Estocolmo y, al salir de la manga del avión, el laureado Elie Wiesel lo abrazó en medio de aplausos, luces, flashes y cámaras de televisión.

Miklos le preguntó en húngaro: ¿Cómo está Lazar? El Nobel se hizo el sueco y, sonriente, saludó a las cámaras. Elie le entregó su novela La noche (10 millones de ejemplares vendidos) y se marchó seguido de un rebaño de periodistas y fotógrafos. Ahí terminó todo. Miklos declaró a los medios que el Nobel no era su amigo Lazar, y que en la familia Wiesel no figuraba Elie alguno.

Con un gigantesco signo de interrogación sobre su cabeza, Miklos se regresó a su hogar australiano. Y lo primero que hizo al llegar fue releer las páginas de A Világ Hallgat (El silencio del mundo, Budapest, 1955), escrito por su amigo Lazar. Obra que Elie rescribió, acortó y publicó en francés, La nuit (La noche, París, 1958), con el apoyo de Francois Mauriac.

La denuncia de Miklos se estrelló contra la densa y poderosa malla de acero tejida por Elie Wiesel en las filas del sionismo que, en automático, lo acusaron de antisemita y judío que se odia a sí mismo. Y para su desgracia, sólo los neonazis y negacionistas del genocidio le dieron cuerda a sus denuncias, lo que ocasionó una confusión mayor.

No obstante, y tan sólo con atenernos a sus propias declaraciones, Elie Wiesel habría sido el único prisionero liberado dos veces en dos campos diferentes. En un discurso en el Club de la Prensa Nacional, en Washington DC, (reproducido por la Agencia Telegráfica Judía el 11 de abril de 1983), afirmó que él “…era uno de los supervivientes del campo de Dachau (Baviera), liberado por el ejército estadunidense”. Y el 4 de enero de 1987, recordó en las páginas del NYT: “…El día en que los soviéticos llegaron a Auschwitz”…

Amenazado de muerte, Miklos Gruner no se dejó intimidar. Interpuso sendas denuncias en la Real Academia Sueca de Ciencias, en la FBI, y probó que Elie Wiesel (inventor del término holocausto) no figuraba en ninguna de las prolijas nóminas que los nazis llevaban en Auschwitz, Büchenwald, Dachau y otros campos de concentración. Y lo más infame: Elie Wiesel tampoco llevaba en el brazo izquierdo el tatuaje con el número A-7713. O sea, el de su amigo Lazar.

En La industria del Holocausto: reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío (Siglo XXI, Madrid, 2002), el escritor estadunidense Norman G. Finkelstein (hijo de sobrevivientes de Auschwitz) dedicó páginas demoledoras que con lujo de detalles desenmascararon el tenebroso perfil mitómano de Elie Wiesel.

Noam Chomsky, en su ensayo The fateful triangle (El triángulo fatídico”, Boston, 1983) sugirió que “…a estos defensores de Israel” sería más adecuado llamarlos defensores de la degeneración moral y la destrucción definitiva de Israel.

Uno de esos adalides, al que deberíamos compadecer porque sufre depresión crónica, citó hace unos días a Elie Wiesel, al decir: El odio destroza al odiado, pero destroza igualmente a quien odia. Faltó añadir que en Legends of our time (1968), el gran humanista y Nobel de la Paz escribió:

Cada judío debería guardar, en algún lugar de su corazón, una zona para el odio, ese odio sano, varonil contra todo aquello que representa el alemán y que forma parte de la esencia de lo alemán. Todo lo demás sería traición a los muertos.

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