Miles de millones de euros malversados en el país más pobre de América Latina
Fuentes: Le Monde diplomatique
Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Foto:
« Kanaval », 2014. cc HOPE
Art.
Desde
julio de 2018 Haití está en una situación de insurrección: calles
con barricadas, circulación bloqueada, actividades comerciales
paralizadas. El país se detiene regularmente, a veces durante varias
semanas. En el origen de este movimiento social inédito aquí está
la unión de dos cóleras: la cólera contra la “vida cara” y la
cólera contra la corrupción, dos azotes que ahora se identifican
como los soportes de un mismo sistema.
El
viernes 6 de julio de 2018 el equipo de Brasil, muy popular en Haití,
se enfrenta a los “diablos rojos” belgas en los cuartos de final
del Mundial de fútbol. El gobierno aprovecha la ocasión para
anunciar un aumento del precio de la gasolina del 38 %. La medida,
que se ha ocultado durante mucho tiempo, forma parte de un acuerdo
firmado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 25 de febrero
de ese mismo año. Gana el llano país (1), Haití se levanta.
En menos de una hora se instalan
barricadas en las calles de la capital, Port-au-Prince, premisas de
una insurrección urbana que dura dos días, hasta que se retira la
medida y dimite el primer ministro. Pero la cólera no decae: un mes
después, el 14 de agosto de 2018, una foto publicada en Twitter, con
el hashtag “petrochallenge” se vuelve viral en las redes
sociales: en ella se ve al escritor y director de cine Gilbert
Mirambeau con los ojos vendados y un cartel en el que ha escrito en
creole “¿Dónde está el dinero de Petrocaribe (2)?”. El doble
detonante, social y étnico, del verano de 2018 ilustra que la vida
cara y la corrupción sustentan un mismo sistema, el que ya no quiere
el pueblo haitiano.
Desde mayo de 2017 miles de obreros
contratados por las industrias textiles de las zonas francas (de
hecho, en su mayoría obreras) toman las calles regularmente para
pedir un aumento del salario mínimo, que entonces es de 300 gourdes
(4 euros) al día. Su reivindicación, ignorada, se funde con otra
ebullición, que prefigura el levantamiento popular del año
siguiente: la que rodea, en septiembre, a la votación de los
presupuestos.
El texto cristaliza la hostilidad. El
poder apenas innova en el país más pobre (cerca del 60 % de la
población haitiana vive bajo el umbral de pobreza), pero también
uno de los menos igualitarios de América Latina. Los nuevos ingresos
identificados provienen de un aumento suplementario de los impuestos
que afecta a toda la población. En cambio, las tarifas aduaneras que
se aplican al arroz (que en 1994 pasaron del 35 % al 3 %) no
evolucionan, lo que condena a Haití a la dependencia: el 80 % del
arroz que se consume en el país es importado, en un mercado
controlado por unos cuantos importadores riquísimos. ¿Y para
equilibrar las cuentas? Una dosis aún más fuerte de liberalización,
que el poder espera que atraiga la inversión extranjera. Pero,
aparte de reconducir un modelo que ya no funciona, el presupuesto
sobre todo ratifica el secuestro del poder público por parte de la
élite. Mientras que el medio ambiente, la salud y la educación
continúan abandonados, el parlamento y el ejecutivo se otorgan más
medios discrecionales.
Las protestas contra el presupuesto se
unen pronto a una forma de auditoría popular de sus expectativas, lo
que es un fenómeno inédito. La operación consiste en exigir
cuentas, en sentido literal y figurado. Poco a poco el movimiento
ciudadano de lucha contra la corrupción ya no tiene por objetivo
únicamente en las mil y una formas de prevaricación, sino en el
abandono de la misión de servicio público de las instituciones en
general y del Estado en particular. El presidente Jovenel Moïse, que
desempeña este cargo desde febrero de 2017, se encuentra pronto en
el foco de atención.
Semejante fenómeno sin duda se explica
por el hecho de que, aunque la corrupción no es nueva aquí, ha
cambiado de escala y se ha institucionalizado desde el mandato de
Michel Martelly (2011-2017), cuyo delfín es Moïse. También es más
visible porque el poder, que es más arrogante, ya no trata de
ocultarla. Tanto la magnitud del fenómeno (que concierne al conjunto
de la clase política, al mundo de los negocios y a muchos
funcionarios) como la gravedad y la diversidad de las irregularidades
demuestran el fracaso de todos los mecanismos de control y de
sanción. La impunidad ha llegado a ser tan grande que el fenómeno,
que se sufre desde hace tiempo y después se ha aceptado, engendra de
pronto la revuelta.
Posiblemente desde la caída en 1986 del
dictador Claude Duvalier, llamado “Bébé doc”, nunca un gobierno
había sido tan impopular y la oposición tan intensa y unánime, una
oposición que reúne tanto a sindicatos, profesores, iglesias,
artistas y campesinos como a la mayor parte del sector privado. Moïse
se mantienen suspendido solo de dos hilos. Por una parte, la
oligarquía local, que controla las aduanas, los puertos y los
bancos, y obtiene la parte principal de sus recursos de las
importaciones, que a su vez están vinculadas a la subordinación de
la economía al gigante estadounidense. Por otra, los apoyos
internacionales y en primer lugar el de Washington (que desde 2019 ha
conseguido que la política exterior haitiana se alíe con la suya
respecto a Venezuela). El Parlamento Europeo, por su parte, adoptó
el 28 de noviembre de 2019 una resolución que condena la represión,
sobre todo la masacre de La Saline (un barrio popular de
Port-au-Prince) en noviembre de 2019, que provocó la muerte de 71
personas. El texto reconoce que “la impunidad y la falta de interés
de la comunidad internacional avivaron aún más la violencia”.
Pero, como de costumbre, el texto apela a un diálogo “inclusivo”:
una forma de apoyo al presidente del que la mayoría de la población
opina que es parte del problema, no de la solución.
Aunque es difícil fijar con precisión
los rostros de esta revuelta popular, con todo emerge una nueva
configuración de fuerzas sociales. En primer lugar el “país que
está fuera”, por retomar la hermosa expresión con la que el
antropólogo Gérard Barthélémy designaba al campesinado haitiano y
que hoy se aplica a las personas que trabajan en el sector informal,
a las y los obreros, a la mayoría de la población, una cuarta parte
de la cual vive en la pobreza extrema. Las subida de los precios,
alimentada por los afectos acumulados de la inflación (20 %) y de la
devaluación de la moneda local, les ha afectado duramente y
empeorado una situación en la que sobrevivir exige un esfuerzo
cotidiano.
A continuación, la juventud urbana, que
se debate entre su educación de clase media y la precariedad que
padece. Se muestra particularmente sensible a la degradación de los
derechos (aumento de la inseguridad, de las amenazas y de la
represión hacia la prensa y las personas defensoras de los derechos
humanos), a la captación de las instituciones públicas, a la
corrupción y al riesgo cada vez mayor de descender de clase.
Tradicionalmente la emigración era el único horizonte para esta
población pero las puertas se cierra ahora que varios países que
antes eran de acogida (como Chile) exigen un visado ante el flujo de
emigrantes. El movimiento de los petrochallengers, un
movimiento ciudadano contra la corrupción que surgió tras la
difusión de la foto de Mirambeau Jr. y cuyo colectivo más conocido
y poderoso es Nou pap dòmi [no dormimos], constituye la
expresión privilegiada de esta fuerza social nacida en el verano de
2018.
Por último, en las movilizaciones están
presentes en masa las mujeres (y entre ellas las principales
feminista), que se enfrentan directamente a la inseguridad
alimentaria, a la ausencia de acceso a la sanidad y a la violencia.
El modelo neoliberal les ha subcontratado a la fuerza los servicios
sociales que el Estado abandona. Ellas son las que están fuera de
los que están fuera… Llevan hasta en sus cuerpos la imposibilidad
del statu quo, el rechazo de toda vuelta a la normalidad.
La confluencia de las protestas sociales
y de la revuelta étnica hace tambalear las fracturas de clase: por
vías diferentes la vendedora informal, la joven empresaria en paro,
la obrera de las zonas francas y la funcionaria expresan la misma sed
de respeto y de dignidad, de derechos y de servicios sociales, de
instituciones y de políticas públicas dignas de ese nombre, y de
soberanía popular.
¿Cuanto tiempo se podrá mantener
todavía Moïse, desacreditado y sin medios para satisfacer las
reivindicaciones? Muchas personas están seguras de que caerá antes
de que acabe su mandato a finales del año 2021. Si se produjera esta
caída (pero, ¿cuándo y a qué precio?) su dimisión abriría el
camino a un cambio que su presidencia ha cerrado bajo llave.
Constituiría el signo de que la corrupción no es una fatalidad, de
que la impunidad tiene un final. La segunda etapa sería el proceso
de Petrocaribe en Haití y de todos los casos de corrupción,
acompañado de una auditoría de la gestión pública. A continuación
habría que reconstruir las instituciones para que recuperen su
función primera de servicio a la ciudadanía…
¿Utópico? En última instancia, no más
de lo que era sacar al Tribunal Superior de Cuentas de su letargo
hasta el punto de obtener de él lo imposible: la publicación de dos
informes de auditoría que demuestran y detallan los desvíos de los
fondos salidos de Petrocaribe. Abandonadas a sí mismas, ni la clase
política, que está deslegitimada, ni las instituciones, que están
debilitadas, son capaces de llevar a cabo el cambio necesario. De ahí
el llamamiento, no a las elecciones, que en las condiciones actuales
no podrían evitar consagrar la repetición de lo mismo, sino a una
“transición de ruptura” cuyo motor sería el movimiento social.
¿Estará a la altura de esta ambición la singular alianza que están
forjando las actuales movilizaciones?
Notas:
(1) Bélgica, “le
plat pays” en el texto, el nombre de la célebre canción del
cantante belga Jacques Brel dedicada a su país (N. de la t.).
(1) Petrocaribe es el nombre de un
acuerdo de cooperación energética que lanzó en 2005 el entonces
presidente de Venezuela, Hugo Chávez, con unos 15 países de América
Central y el Caribe. La medida se inscribe en la estrategia de
integración regional de Venezuela. Gracias a este acuerdo, entre
2008 y 2018 Haití se benefició de la posibilidad de comprar
petróleo venezolano a una tasa preferencial respaldada por
facilidades de pago: el reembolso se hacía en un período de
veinticinco años con una tasa de interés anual del 1%. El Estado
haitiano revendió más cara una parte del petróleo a las empresas
locales, aunque según los términos del acuerdo, los beneficios
debían servir para financiar proyectos sociales y de desarrollo. La
última entrega de petróleo se hizo el 14 de abril de 2018. En total
se entregaron y comercializaron casi 44 millones de barriles, que
generaron más de 4.200 millones de dólares (3.900 millones de
euros)… que apenas beneficiaron a la población. La parte haitiana
del acuerdo fue objeto de una investigación parlamentaria en agosto
de 2016 y de dos informes de auditoría del Tribunal Superior de
Cuentas y Controversias Administrativas en enero y mayo de 2019, que
revelaron el despilfarro de fondos y un sistema de corrupción a gran
escala. Aunque el acuerdo ha llegado a su fin, la mayoría de los
proyectos sociales previstos originalmente están sin terminar,
aunque Haití debe pagar la deuda que tiene con Venezuela.
Frédéric
Thomas director de
investigación del Centre
tricontinental (CETRI).
Esta
traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar
su integridad y mencionar al autor, a la
traductora y Rebelión como fuente de la traducción.
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