Editorial La Jornada
El fin de semana,
Alemania, Francia, Holanda e Italia firmaron un acuerdo con la empresa
farmacéutica AstraZeneca para garantizar a la Unión Europea (UE) el
suministro de entre 300 y 400 millones de dosis de la vacuna contra el
Covid-19 que ese consorcio anglo-sueco desarrolla en colaboración con la
Universidad de Oxford. En días recientes AstraZeneca firmó acuerdos
similares con Estados Unidos, Gran Bretaña y algunos organismos
privados. En términos generales, tales convenios consisten en que los
gobiernos firmantes aportan importantes sumas que son invertidas en la
mejora de la capacidad de producción de la empresa y de esta manera se
aseguran el acceso privilegiado mediante contratos anticipados de
compra.
El hecho referido se contrapone frontalmente a la demanda expresada
por diversos gobiernos –incluido el de México–, por el secretario
general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, y por el director general
de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Gebreyesus,
de conjugar los esfuerzos mundiales en la creación de una vacuna
accesible a toda la humanidad y distribuida de manera solidaria. De
hecho, el 24 de abril la OMS presentó de manera virtual una alianza para
desarrollar y repartir herramientas sanitarias de combate al Covid-19,
como la vacuna, los métodos de diagnóstico y los tratamientos. De manera
significativa, el presidente francés, Emmanuel Macron, participó en ese
acto y suscribió sus propósitos.
Los acuerdos de privilegio entre gobiernos y emporios farmacéuticos
trasnacionales contradicen de manera inocultable lo expresado en esa
videoconferencia por el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez,
quien abogó en esa ocasión por
dejar atrás los esfuerzos individuales fragmentados e ir hacia una aproximación colaborativa. La magnitud de la inversión necesaria, los riesgos que conlleva, el miedo de los mercados reguladores, son obstáculos reales en la búsqueda de una vacuna (y) ninguna compañía privada, gobierno o país por si solo puede sobrepasarlos.
A la postre, sin embargo, los socios de la UE, Gran Bretaña y Estados
Unidos han decidido quebrantar los lineamientos referidos –que no sólo
descansan en la ética, sino también en la sensatez elemental, por cuanto
la amenaza global de la pandemia debiera ser enfrentada con una
colaboración también global– e introducir en un mundo de suyo de-sigual
una nueva división entre ricos y pobres; si los trabajos de
investigación de AstraZeneca se ven coronados por el éxito, la vacuna
contra el nuevo coronavirus no llegará primero a los lugares en los que
sea más necesaria, sino que se aplicará en los países que pagaron su
adquisición por adelantado.
En forma paradójica, ni las elevadas sumas destinadas a comprar en
condiciones preferenciales la vacuna de AstaZeneca garantizan que ésta
se encuentre lista antes de que desarrollos de inmunización
equivalentes, como los que se llevan a cabo en China, Rusia y otros
países; bien podría ocurrir que el consorcio anglo-sueco perdiera la
carrera por encontrar esa especie de Santo Grial farmacológico de
nuestros días y que los dineros públicos invertidos en apoyar a la firma
referida acabaran siendo un abultado dispendio.
Sin embargo, al margen del resultado que se obtenga en los diversos
esfuerzos por hallar la vacuna para evitar el Covid-19, los regímenes
occidentales señalados han evidenciado el racismo, el clasismo y el
egoísmo que los orienta, rasgos que resultan por demás grotescos e
improcedentes en un mundo que se moviliza en contra del racismo y la
exclusión pero que, por desgracia, no son ninguna novedad.
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